A Marcel Proust, el cuadro Vista de Delft le parecía el más hermoso del mundo. En su novela En busca del tiempo perdido envió al poeta Bergotte a morir ante la pintura al tiempo que exclamaba: «Así habría yo debido escribir». Es el único paisaje entre la obra de Johannes Vermeer, una pintura que anheló el barón Thyssen para su colección, aunque supiera que era un imposible porque se encontraba en el museo Mauritshuis, una de las grandes pinacotecas del mundo.
Nada más llegar a Delft, a su Plaza del Mercado, hice el recorrido más lógico, el que debió caminar Vermeer para pintar Vista de Delft. Por la calle que va paralela a la Nieuwe Kerk, llegué hasta el pequeño puerto fluvial y crucé por el puente elevado hasta la otra orilla. Viendo el canal y las casas en la actualidad, es obvio que la ciudad ha cambiado radicalmente; apenas se intuyen algunas líneas formales de lo que fue el panorama urbano en Delft en el siglo XVII. Esa mirada desde la orilla del Hooikade, lejos de suponer una decepción, me sirvió como punto de partida para un viaje por el Siglo de Oro holandés, en general, y la vida y obra de Johannes Vermeer, en particular.
En una conversación que Proust tuvo con Elisabeth de Gramont le comentó que a ambos les gustaba mirar por el ojo de la cerradura, indagar en las vidas de los demás sin que las personas se sintieran observadas. Ese es, sin duda, el mayor legado de Vermeer: el interrogante en el gesto cotidiano, en la escena conocida; las historias que cuentan sus cuadros pero aún más las que sugieren. O es que nadie se ha preguntado nunca para quién era la leche vertida en el cuenco, qué pieza tocaba esa dama al virginal, qué hermosas palabras había escritas en las cartas sostenidas por mujeres o qué pasaba en el interior de las casas de Delft. Mis pistas para el viaje iban a ser los cuadros de Vermeer en el Mauritshuis de La Haya y en el Rijksmuseum de Ámsterdam, y el paseo relajado por Delft, su ciudad natal. En Vista de Delft está, como si de una alegoría se tratase, toda la vida del artista: a un lado del cuadro, la Nieuwe Kerk (Iglesia Nueva) donde fue bautizado; al otro, la Oude Kerk (Iglesia Vieja) donde fue enterrado cuarenta y tres años después.
La amplitud, la impresión de que los edificios del fondo y las nubes del cielo retroceden, el primer plano que se acerca al observador, son sensaciones que han llevado a hablar de las posibles herramientas que Vermeer utilizó para obtener esa visión: la caja de perspectiva, la cámara oscura, el distanciómetro o, el más probable en el caso de Vista de Delft, el telescopio invertido. En aquellos años se estaba viviendo una revolución en el modo de ver: no era algo que sucedía sin más, sino que debía aprenderse. Un vecino de Vermeer, Antoni van Leeuwenhoek, revolucionó las observaciones microscópicas con aparatos que él mismo fabricaba. Su obsesión fue conocer lo que vemos no lo que interpretamos que vemos. No hay constancia de que estas dos mentes tan brillantes compartieran ratos de taberna, pero no tengo duda de que se conocieron. Delft era una pequeña población, de unos veinte mil habitantes, y ambos frecuentaban círculos intelectuales. Se conjetura con que el modelo tanto para el astrónomo como para el geógrafo de Vermeer fue el propio Leeuwenhoek. Los trabajos desarrollados por ambos crearon una nueva conciencia de la mirada: enseñaron al mundo a ver.

En la República Neerlandesa se daban las condiciones necesarias para el desarrollo de las cuestiones intelectuales. Era una de las naciones más avanzadas en comercio y poder militar, por lo tanto, un país rico. Su ética del trabajo había traspasado fronteras: se negociaban derechos laborales, los sueldos permitían que en las casas entrara el pescado y la carne, la fruta y las verduras frescas; la mantequilla, los huevos y el queso no faltaban en la mesa. Había voluntad de pagar impuestos que revertían, entre otras cosas, en educación. La alfabetización era superior al cincuenta por ciento, la población creía que la lectura, el acceso al saber y el aprendizaje de lenguas, garantizaban un mejor autogobierno. La entrada del protestantismo seguro que trajo consigo la creencia de Lutero de que era más valiosa una biblioteca que una casa de caridad.
Ese clima favoreció el desarrollo de la ciencia, la tecnología y el arte. En el siglo XVII, el país fue una isla de abundancia en un océano de necesidad. Se calcula que, solo en ese siglo, se crearon entre cinco y diez millones de cuadros, de precio y calidad variables y discutibles, pero el alto número es significativo del valor que daban al desarrollo artístico. Ya entonces los viajeros se sorprendían al encontrarse con una sociedad tolerante, poco dada a la censura, y en la que el número de librerías era mayor que en cualquier otra parte. No es de extrañar que, tras siglos cultivándolos, esos valores permanezcan en la actualidad.




Ni siquiera el terrible infortunio de la explosión del polvorín de la ciudad, en 1654, que acabó con la vida del pintor Carel Fabritius y con parte de su obra, pudo detener ese desarrollo intelectual. Por la localidad de Utrecht había entrado Italia entera, y con ella la influencia de Caravaggio. Pintores como Ter Brugghen heredaron el tenebrismo. Sin embargo, Vermeer se quedó con la influencia de los cuadros de género.
Pese a que hoy nadie pone en duda la genialidad de la obra de Vermeer, el artista las pasó canutas: vivió parte de su vida —la correspondiente a su matrimonio— en casa de su suegra, tuvo que aplazar su cuota de entrada a la Guilda (Gremio) de San Lucas y pintaba rótulos para comercios, muebles, estufas, cajas y pasamanos. Cuando falleció, su mujer Catharina entregó dos cuadros a Hendrick van Buyten, el jefe del gremio de panaderos, para liquidar una deuda de tres años de pan. Rembrandt fue el conocido, el galáctico de la época, el pintor que no pasó penurias porque produjo y vendió mucha obra en vida. Pero Vermeer apenas terminaba un par de cuadros al año y tan solo conocemos algo más de una treintena de obras. Tuvo quince hijos —cuatro fallecidos antes del bautizo—, pese a que durante el periodo que seguía a un nacimiento se abría un tiempo de exención de algunas tasas e impuestos, necesitaba vender su obra a buen precio para alimentar tantas bocas.



La llegada de un mecenas, Pieter van Ruijven, que pagaba adelantos por los cuadros o por el derecho de primera opción, fue providencial pero no suficiente. Vermeer utilizaba los mejores y más caros pigmentos, llegados de todas partes gracias a las labores comerciales de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. Entre ellos, el rojo cochinilla hecho de insectos que viven en unos cactus mexicanos, pigmento que era citado con frecuencia en la bolsa de Ámsterdam; o el carísimo azul de ultramar, hecho de una rara y escasa piedra proveniente de unas minas en lo que hoy es el noreste de Afganistán. El azul de ultramar costaba más de setenta guilders por cuarto de libra, haciendo una conversión estimada al valor actual hablamos de más de ¡setecientos euros! Eran pigmentos que, además, tardaban mucho en secar, de ahí la corta producción anual del pintor. Y Vermeer utilizó mucho azul de ultramar, de ahí parte de su ruina. Para conocer la paleta de colores que utilizó en algunos de sus cuadros más famosos, descompuesta en un pantone, podemos visitar el Centro Vermeer, ubicado en el lugar donde estuvo la Guilda de San Lucas. También hay una interesante exposición sobre el amor en su obra, que desgrana algunos misterios presentes en cartas y objetos. Otra de las curiosidades que llamó mi atención fue la representación del uso que hacía de los hilos. Con el fin de que le indicaran las octogonales, las líneas rectas que se encontraban en el punto de fuga, disponía una suerte de “tela de araña” sobre el cuadro.




Durante toda su vida no dejó de explorar nuevas vías de representación espacial, desde un punto de vista más óptico que geométrico. Necesitaba entender los juegos de la luz y del color, para ello jugó con todos los instrumentos que tuvo a su alcance con la intención no de copiar la realidad, sino de plasmar una visión poética de la misma. Con el tiempo llegaron mejoras en la cámara oscura, aparato de enorme aplicación en los campos artísticos, como la incorporación de una lente —ya en 1650 corregidas de aberraciones esféricas y cromáticas— en lugar del pequeño agujero, de un diafragma y de un espejo para que la imagen no se mostrara invertida y del revés.
Tomando una cerveza en uno de los bares con vistas a la Plaza del Mercado, pienso en la importancia del ambiente tabernario —el propio padre de Vermeer tuvo una taberna en la plaza— en la vida cotidiana de los habitantes de Delft. A principios del siglo XVII, hubo censadas un centenar de fábricas de cerveza, producida con la propia agua de los canales razonablemente limpia gracias a una normativa municipal. Los pintores y sus posibles clientes tendían a reunirse en mesones y tabernas. Como ya he señalado, la vida tabernaria no le era ajena a Vermeer, pero fue otro famoso pintor el que tuvo un mayor vínculo con estos espacios de madrugadas libertinas, altercados y ruidosas conversaciones: Jan Steen, propietario de una cervecería en Delft, fue un cachondo. Solía tocar el laúd cuando la cerveza corría en la mesa de sus amigos, entre ellos Gabriel Metsu y Frans van Mieris, y en las aledañas, compartidas por fulleros, alcahuetas, prostitutas, pitonisas de tres al cuarto y grandes jarras de vino. Jan Steen no perdía oportunidad de brindar por la vida, lo que ocasionaba ciertos desórdenes que se vieron muy bien reflejados en sus cuadros. El caos era tal que a los hogares neerlandeses en los que mandaba cierto modo relajado de entender la vida y el desorden se les conoció como een huishouden van Jan Steen: Casas de Jan Steen.
Ya que me he referido al laúd, uno de los instrumentos más frecuentes de la época, cabe resaltar que la música está muy presente en varios de los cuadros de Vermeer, en ocho en concreto. Hay más repeticiones: seis mujeres con cartas, catorce mujeres en soledad, nueve mapas, el mismo mosaico para el suelo en siete ocasiones, once alfombras, catorce manteles del mismo tono. La insistencia en los motivos no se debe a una falta de imaginación o a capacidades limitadas, nada más lejos de la realidad, sino a la experimentación, a un profundo estudio de la afectación de la luz sobre los objetos y los cambios de tono de un mismo color en función de la iluminación que recibe.



Sobre la música, por un lado, está lo obvio. En las clases pudientes, especialmente entre las mujeres, estaba bien visto el estudio musical y ese hecho se veía reflejado en la pintura de la época. Pero existe toda una simbología alrededor de la aparición de los instrumentos en los cuadros. A veces de manera directa, como en el cuadro de Vermeer Lección de música, de 1662, donde vemos una inscripción en latín sobre el virginal: La música es compañera de la alegría y bálsamo contra el dolor. Otras veces, mediante interpretaciones. En Mujer tocando el laúd, el antebrazo de la dama, el mango del instrumento y el marco del mapa forman un triángulo invertido, geometría que expresa que la música es número y perfección. Los platónicos veían en esos tres segmentos el principio, medio y fin; para San Agustín el tres era el número perfecto porque rompe la dualidad que lleva a tensión y equívoco. Encontrar connotaciones sexuales en la flauta no es complicado, era considerado un instrumento dionisíaco tocado por los silenos, las bacantes y los pastores. Más complicado es relacionar el laúd con la vagina, pero así era en la emblemática holandesa y flamenca. Los dos instrumentos eran frecuentes en los cuadros que representaban escenas de burdel, conocidas como Boordeltje.
Los luthiers neerlandeses también adquirieron gran notoriedad por la exquisitez de su trabajo. Ramón Andrés, autor del libro El luthier de Delft, razona sobre ello: “A cada pieza se le dedicaba un tiempo que ha desparecido de nuestro mundo, una entrega. En su trabajo había dedicación, no proceso. Ahora, el trabajo se ha convertido en una oposición al desempleo. La desaparición del trabajo ha dado paso a la profesión de estar ocupado. Antes, sobre todo en el ejercicio de un oficio artesanal, se trabajaban más horas, pero durante ellas se dejaba de existir menos”.



Para seguir indagando en la vida de Vermeer me trasladé hasta la vecina ciudad de La Haya, a apenas media hora en tranvía, para visitar una de las pinacotecas más importantes del mundo: Mauritshuis. Cierto que allí podemos ver Vista de Delft y Diana y las ninfas, cuadro este de gran formato, motivo religioso y considerado la primera obra de Vermeer. Cierto que dediqué largo rato a bucear entre los detalles de esas pinturas. Pero la obra que requería toda mi atención era la que ha trascendido el hecho artístico y se ha convertido en icono: La joven de la perla. Una imagen reconocible en todo el mundo, que aparece incluso en la cerámica azul de Delft. Como curiosidad, decir que con la cerámica se recorrió el camino contrario que en la actualidad: la cerámica china era muy cara de transportar, así que los artesanos de la ciudad la imitaron para hacerla asequible a las clases populares. Por una vez, era Europa la que imitaba un producto chino.



Entre los meses de febrero y marzo se ha sometido a La joven de la perla —por cierto, no es una perla— a un profundo estudio, bajo la dirección de la conservadora del Mauritshuis Abbie Vandivere. Pude ver la pintura sin el marco con el que la conocemos colgada en las paredes del museo, con los más sofisticados equipos trabajando sobre ella para tratar de desvelar algunos de los misterios que rodean a la joven. Tardaremos todavía algunos meses en tener los resultados completos, pero mediante la publicación diaria en “La joven con un blog” hemos podido conocer ya algunas cosas.
Sabemos que Vermeer pintó sobre un lienzo de lino al que no se le conoce el par, algunas de sus obras están relacionadas por parejas porque los lienzos fueron cortados del mismo rollo de tela, pero no en el caso de la joven. El pintor “abusó” del color blanco de plomo en la cara para crear un alto contraste, para crear la ilusión de tridimensionalidad en el rostro. Ese efecto tiene enorme importancia ya que no hay líneas definitorias de la cara, sino que es el juego entre luces y sombras el que le da forma. Los reflejos en los labios los hace parecer húmedos. Y cómo no, tenemos el azul de ultramar en el pañuelo que lleva en la cabeza. Parece que el cuadro fue en realidad un tronie, una cabeza pintada con ropa exótica que debía ser una especie de modelo que mostrara la maestría del pintor de cara a recibir algún encargo. La joven de la perla lleva años siendo el fondo de escritorio de mi ordenador y de mi móvil, algunos lo podrían llamar amor.


El siguiente alto en el camino iba a ser en el otro gran museo de Holanda, el Rijksmuseum en Ámsterdam. Cuatro obras más de Vermeer. La Lechera, Mujer leyendo una carta, El callejón de Delft y La carta de amor. Cuatro momentos más para sentirnos voyeurs, para observar esos instantes privados, fugaces, en los que una mujer derrama leche sobre un cuenco, en los que imaginar qué pieza va a tocar la que sostiene el laúd, en los que tratar de leer por encima del hombro algunas líneas de la carta que sostiene la dama vestida de azul. Cuatro instantes en los que seguir emocionándose con los detalles que se traducen del profundo estudio de la luz que hizo Vermeer, para casi sentir el olor y el crujir de esa hogaza de pan que parece recién acabada de hornear gracias a la técnica del pointillé, a ese uso ilusionista de los reflejos especulares.
Los cuadros de Vermeer no fueron del todo entendidos ni en su época ni hasta siglos después. No fue hasta la invención de la fotografía cuando el mundo se dio cuenta de su maestría en el uso y entendimiento de la luz, de la belleza de su obra. La fotografía nos acostumbró a ver e interpretar el mundo, la luz, de otra manera, tal como había hecho Vermeer doscientos años atrás. Para hacernos una idea, Laura J. Snyder, autora del fabuloso libro El ojo del observador, dice que la experiencia de ver los cuadros de Vermeer en la era anterior a la fotografía habría sido como la de ver películas por primera vez: desconcertante y extraña, incluso un poco aterradora. Poco después de la invención de la fotografía, Vermeer pasó a ser un pintor profundamente admirado. ¿Casualidad?
En sus cuadros consiguió captar efectos luminosos tal como la vista los percibe, no como el cerebro los traduce. En definitiva, nos enseñó que ver es mucho más que el gesto automático de abrir los ojos para recibir impresiones sensoriales, que teníamos que aprender a observar para que el mundo tuviera sentido.
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