Por pocas calles fluye tanta literatura. Praga, como concepto, fue el germen que llevó a crear algunas de las mejores páginas de la literatura universal. La ciudad supo rodearse del aura de su escritor bandera, alimentándose del mito de Kafka para insinuarse al mundo. En una época determinada, a finales del siglo XIX y principios del XX, se reunieron las condiciones adecuadas para que una gran erupción creativa tuviera lugar. Durante las décadas finales de los Habsburgo y hasta llegada de la Gran Guerra, se creó a ritmo frenético, a todas horas, en cualquier sitio. Desde una vieja casa divisaba Rilke Praga a la redonda, Jan Neruda, que prestó su apellido a un tal Neftalí Reyes, buscó una razón al soniquete de las campanas de Nuestra Señora de Loreto; en una taberna de la ciudad embriagaba Jaroslav Hašek a su entrañable soldado Švejk, también en tugurios y cafés encontró su sitio Alfred Kubin, con sus dibujos y una predilección por las flores marchitas debida a sus frecuentes escarceos con la muerte; Praga también dio motivos a los poemas de Seifert. Todos ellos fueron abanderados por Kafka, más que una persona una idea unida para siempre a la ciudad. ¿Qué tendrá Praga que hasta Teresa Pàmies, tan roja ella, sucumbió al dulce encanto de la burguesía? Tras aquellos febriles días, llegaron los ismos y se pusieron la cultura por montera para poner todo en duda y jugar al todo vale. De los polvos del futurismo, el dadaísmo o el cubismo, los lodos en los que se mueve el arte hoy en día.
Había visitado Praga por primera vez hace una veintena de años. Ahí la tenía de nuevo, con su aspecto de ciudad casi inmarcesible si no fuera por Gehry, que puso a danzar a un par de edificios en la ribera del Moldava. Por Praga no pasa el tiempo, aunque quizás ayude el hecho de que la memoria se vuelve poco maleable cuando se trata de apreciar cambios en aquellos sitios de los que guarda buenos recuerdos. Además, es un axioma entre los viajeros: las ciudades con tranvía no pueden ser feas. Y Praga tiene el 22. Por ahí podría comenzar la visita, escuchando el traqueteo al cambiar de vía y el ring que va anunciando las paradas, una tras otra, para llevarnos más allá de esa postal tan efectista y mostrarnos que hay vida al otro lado. El primer vistazo a la ciudad nos devuelve un cuadro perfecto, con gotas de soberbia. También sorprendente, a ratos abrumador. Recuperados del impacto, es cuando se empiezan a ver los detalles. Sería un error pensar que toda esa literatura fluye a primer golpe de vista. El que quiera la Praga melancólica que sugiere el adjetivo kafkiano, tiene que ir a buscarla. No está desde luego al mediodía, cuando no hay más remedio que dejarse arrastrar por el tránsito de turistas que caminan sobre el mapa preconcebido.
Pese a ser Praga el telón de fondo de los libros de Kafka, sólo encontramos la ciudad adjetivada de manera sutil, apenas sugerida. Es cierto que hay una serie de iconos repartidos aquí y allá, de esos tan del gusto de las estereotipadas guías de bolsillo: el lugar donde nació, su casa en el Callejón del Oro, la tienda del padre. Le han hecho a la figura hasta un museo, interesante desde el punto de vista del curioso, aséptico si hablamos de sensaciones. También se abrió un café con ínfulas junto a la casa natal. Pero no, no es ahí donde reside el espíritu del genio. La Praga que vivió Kafka fue convulsa, inquieta, febril, a ratos crítica; una ciudad en constante transformación que supo pasar por encima del dominio alemán. A su vez fue poética, pintada, hecha cubos, soñada. Aunque no se especifica, podemos adivinar el recorrido que hacía Josef K. en El proceso, caminando por esos lúgubres callejones de la Ciudad Vieja, a los que Kafka llamaba escupideras de luz. De ahí lo llevaba a Malá Strana, cruzando el puente de Carlos hasta ascender al castillo. Aunque podamos pensar lo contrario al leer su obra, Franz Kafka fue un tipo bastante divertido con sus amigos, especialmente con los que conformaron el Círculo de Praga. Otra cosa es con el padre, al que sólo supo contestarle por carta.
Los literatos fueron malabaristas de la palabra y los poetas eran capaces de que las chicas de Praga durmieran con sus poemas bajo la almohada. Se vivió con vértigo dionisíaco, en muchas ocasiones absenta mediante, en otras por la borrachera de creatividad que corría por sus calles, por los cafés donde veían bailar a sus musas.
Hoy, las musas compran en las lujosas tiendas de la calle París y esperan que Apolo las recoja en un descapotable. No hay más que dar una vuelta por el puente de Carlos a la hora adecuada, cuando cruzan el puente los grupos de muchachas eslavas a las que sólo les importa la foto, la suya, el tan cacareado selfie que subir a las redes sociales. Al rato acaparan todas las miradas y comentarios; el barroco importa un poco menos cuando las sirenas pasean por el puente de Carlos. Sirenas que, como decía Kafka, poseen un arma mucho más terrible que su canto: su silencio.
Schopenhauer comentaba que los beatos de Praga cometerían el mayor de los pecados si pasasen el puente de Carlos sin quitarse, al menos, una vez el sombrero delante de cada estatua. También los ateos, apunto yo. Una de las estatuas más sobadas es la de San Juan Nepomuceno, precursor de un puenting imperfecto y protector contra las inundaciones. Falló en todo. No hubo cuerda en su defenestración y la crecida del Moldava, de hace algo más de una década, puso en remojo a una buena parte del patrimonio. La zona que más sufrió fue la isla de Kampa, aunque allí siguen los famosos candados de los que se juran amor eterno y el muro dedicado a John Lennon, que recibe una mano de pintura cada poco tiempo. Bien entrada la noche ese puente es otra cosa, también al amanecer. Si uno consigue abstraerse del bullicio de la que presume ser la discoteca más grande de Centroeuropa, nos encontraremos de nuevo con los libros. Hay que reconocer que ayuda a crear ese ambiente la bruma que en ocasiones sube del Moldava. Tampoco la lluvia le sienta nada mal. Los adoquines mojados, tejas de rojo intenso, reflejos. Bajo esas condiciones creó el fotógrafo Josef Sudek sus poesías visuales, con sus pronunciadas sombras, nieblas y luces colándose por cualquier rendija.
Al Jugendstil, nuestro modernismo, le tocó vestir de romanticismo a una buena parte del barrio judío y también a la cara que se asoma al Moldava, por donde la generación coetánea al aforista de la prosa solía dar largos paseos y baños de comunión. Decían que sólo se puede tomar posesión de un paisaje a través de la relación física con la naturaleza consistente en bañarse en los torrentes.
El hecho de que Praga haya sido asediada, conquistada y reconquistada con cierta frecuencia también le ha dado carácter y herencia. Muchos de los actos importantes han tenido su epicentro en la plaza Wenceslao. En la memoria Jan Palach, el estudiante que se inmoló cuando los tanques acabaron con la Primavera de Praga. La plaza hace las veces de punto de encuentro y los puestos de salchichas sobreviven entre las franquicias que han asaltado las calles más atractivas de las principales ciudades. Muy cerca de allí, el Museo del Comunismo sobrevive agónico, con el aliento sobre el cogote de un McDonald’s, un Starbucks y un casino.
Lo normal será empezar y acabar el día en la plaza de la Ciudad Vieja, delante del reloj astronómico a las horas en punto para ver El paseo de los apóstoles y escuchar al trompetero, un muchacho políglota diestro en el arte de captar la propina del turista. Por cercanía, pasearemos por Josefov. Del antiguo barrio judío no quedan más que los libros que cuentan historias de persecuciones y un Golem. En pie apenas alguna sinagoga, un reloj que gira al revés y el inquietante cementerio con sus lápidas buscando hueco en posturas inverosímiles.
La pléyade creativa es extensa, casi letanía. Sintieron Praga Rilke, Hrabal, Jan Neruda, Patrizia Runfola, Kundera, Seifert o Hašek, entre otros muchos. Y como no sólo de letras vive el hombre, añadimos a Tycho Brahe y Kepler que se dedicaron al asunto de la astronomía y a Mozart, que llegó para estrenar en persona su Don Giovanni.
Más tarde Milos Forman ambientaría en el propio Teatro de los Estados algunas escenas de su Amadeus. Toda Praga está envuelta por una atmósfera de poesía. Cada parte de la ciudad, cada monumento es un verso. Desde la colina donde está el pabellón Hanavský o desde el Castillo, se puede leer todo el soneto. Praga no me deja marcharme, decía Kafka. Y con razón.
LECTURAS RECOMENDADAS
Si de paseo literario hablamos no podemos obviar los libros, una forma estupenda de acercarse a una ciudad. Las experiencias vividas por otros, cómo vieron la ciudad, qué sintieron, el legado cultural, el punto de vista socio-político. Todo se encuentra en alguno de los siguientes libros, la mayoría de ellos con lugar destacado en la biblioteca de la gran literatura universal. Libros que pueden servir como estupendas guías para recorrer Praga.
Yo que he servido al rey de Inglaterra y Trenes rigurosamente vigilados de Bohumil Hrabal.
El proceso y La metamorfosis de Franz Kafka.
El palacio de la melancolía y Praga en tiempos de Kafka de de Patrizia Runfola.
La insoportable levedad del ser y El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera.
El buen soldado Švejk de Jaroslav Hašek.
Cuentos de Malá Strana de Jan Neruda.
Vestida de luz, Puente de Piedra y Cuentos de Praga del poeta Jaroslav Seifert.
Enhorabuena por el post y las bonitas fotos. Sin duda, una ciudad maravillosa que hay que conocer. Saludos
Muchas gracias, El viaje comienza ahora
Me gusta mucho. Pero lo que más la foto del galgo. Recuerdo cuando la publicaste en redes sociales hace algún tiempo junto con otras seis o siete en el río. Muy a cuento Gehry, por cierto. Enhorabuena por el trabajo que hacéis entre todos los Kamaleon. En mi opinión humilde es de máxima calidad. Comparable a cualquier formato que yo haya visto.
Un abrazo.
Manuel Bustabad
Muchas gracias, Manuel. Tus palabras animan, y mucho, para seguir trabajando a tope. Un abrazo.
Hola, Gracias por Praga!!!! Justo estoy por ir. Quería preguntarte cuál es el lugar de la penúltima foto, donde hay unas bibliotecas y unos mapamundis. Muchísimas gracias por consejos y data literaria. Abrazo, Elisa.
Hola Elisa, es la biblioteca del monasterio de Strahov, una visita imprescindible!!!