Si nos quedamos en lo poético de la Plaza Mayor de Salamanca nos perdemos la condición canalla que suele ir emparejada con el hecho estudiantil. Sin duda, la plaza castellana está entre las más impresionantes del mundo, rebosando barroco por todas partes, cuadrilátero irregular pero asombrosamente hermoso que dijo Unamuno. Pero no hay que olvidar que si la ciudad lleva su nombre ligado al de escritores, músicos, humanistas, matemáticos, políticos, clérigos o economistas, todos ellos fueron cocineros antes que frailes. O sea, estudiantes.
Hubo una pensión en mi primer viaje a Salamanca, no cumplida aún la mayoría de edad. No la he vuelto a encontrar, mi memoria no ha querido ser precisa o el tiempo se la ha llevado por delante. Tenía un sencillo cuartucho asomado a la Plaza Mayor, en el que los muelles de la cama ponían la música. La bombilla, cubierta de una generosa capa de polvo, exhalaba sus últimos suspiros. El armario estaba cojo y en una vieja mesa de madera tenía mis pertenencias, casi todo lo que necesitaba que era casi todo lo que tenía. No había allí encima móvil, por supuesto, sino un bloc de notas, un bolígrafo de tinta negra, la Werlisa Color y monedas de cien pesetas en bloques, uno por cada una de las noches que pensaba pasar allí. La vista al despertar pagaba con creces el esfuerzo que me costaba juntar cada uno de esos montones: todavía recuerdo cómo el sol iba inundando todos los rincones de la plaza.
Desde la plaza del Corrillo dictaba cátedra el poeta Adares, junto a otros acompañantes que formaban tertulias en las que sólo cabía escuchar. En uno de los siguientes viajes Adares me firmó un ejemplar de su libro Mi barca ya está hecha, libro que acababa de publicar. Y vaya si estaba hecha, dos años más tarde dejó un hueco irremplazable en la pequeña plaza. Partió con esa barca en el 2001, dejándonos en herencia sus surrealistas poemas de hogaza. Como cada vez que vuelvo por Salamanca volví a pasar por el rincón de Adares.
Escuché cantar a una tuna y me dejé llevar por la música. A cierta edad, el deseo de pertenecer a una tuna llevaba implícita una vida más que interesante, con acción a diario, copas gratis y las sonrisas del público femenino. Un día, de repente, había pasado el tiempo y los tunos cantaban: “Ay la Clara, la Clara, la Clara / que antes era moza y ahora está casada”.
Sonaba Aires de Salamanca, buena banda sonora para la Plaza Mayor. What else? que diría el del café. Si acaso las zarzuelas del salmantino Tomás de Bretón, que comparte medallón en la plaza con reyes, escritores y conquistadores. La plaza tiene doce bancos de piedra, cotizados en función de la posición del sol, aunque la gente joven prefiere sentarse en el suelo. Lejos de defender sus tesis, sonríen y sueñan mientras los críos persiguen, a falta de palomas, a algunos gorriones despistados abrumados por el vuelo nervioso de los vencejos. Salamanca es una de esas ciudades donde te gustaría que crecieran tus hijos. Tiene suficiente personalidad, además de distancia a una gran ciudad, como para no sufrir los vicios de las ciudades dormitorio y para que lo cotidiano se convierta en extraordinario. La ciudad es una de las paradas de la Vía de la Plata, la antigua calzada romana que unía Emerita Augusta (Mérida) con Asturica Augusta (Astorga) y su casco histórico está incluido en la lista del Patrimonio de la Humanidad.
A falta de una catedral, Salamanca cuenta con dos: la Vieja y la Nueva, con una interesante lista de curiosidades. La torre de la Catedral Nueva sufrió serios daños durante el Terremoto de Lisboa. Se llegó a pensar en derribarla pero consiguieron mantenerla en pie con una especie de faja de piedra que rodea la base. Todavía pueden verse importantes heridas en el interior del templo. El proyecto Ieronimus es una exposición permanente que permite al visitante tener privilegios hasta entonces reservados a los hombres de iglesia, los antiguos presos y los canteros. Permite recorrer las estancias del carcelero, la del alcaide, el cimborrio de la Catedral Vieja o caminar por la balaustrada media teniendo a vista de pájaro el trascoro churrigueresco. Ya con los pies en el suelo es divertido comprobar el sentido del humor que tenían los canteros. Utilizaron los frisos como una suerte de cómic en la que representaban escenas del día a día, como los canónigos jugando al cubilete, las yuntas de bueyes arrastrando la piedra o la escena de la administración de una lavativa. No se quedaron atrás los canteros modernos, los que estuvieron encargados de la restauración de la puerta de Ramos hace algunos años. Hicieron unos guiños a su siglo, el nuestro, con las figuras de un astronauta, un diablillo comiendo un helado de tres bolas y animales protegidos como el lince, la cigüeña o el cangrejo de río.
Y luego está el convento de San Esteban y sus ínfulas catedralicias. Tamaño no le falta. Ornamentación tampoco: fachada plateresca, que es casi un retablo al aire libre, escalera de Gil de Hontañón, retablo de la iglesia obra de José de Churriguera, que sirvió para generalizar el apelativo churrigueresco; el claustro de los Reyes, otro claustro dedicado a Colón, donde el descubridor pasó largos ratos en conversaciones. El Gran Duque de Alba, esa especie de hombre del saco para los niños holandeses, estuvo una temporada enterrado en San Esteban.
El licenciado Vidriera, el escupidor de aforismos creado por Cervantes a principios del siglo XVII, relataba al llegar a la ciudad: “Advierte hija mía, que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias y que de ordinario cursan en ella y habitan diez o doce mil estudiantes. Gente moza, antojadiza, arrojada, libre aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de buen humor”.
En el interior de una taberna un grupo de estudiantes pide otra ronda de vino, ríen, vociferan, gesticulan exageradamente. ¿Hablamos del siglo XIII, con la llegada de los primeros estudiantes, o del curso que apenas empieza? Los estudiantes, como las cigüeñas, ya están todo el año por las calles de la ciudad charra. En verano, los extranjeros que llegan para aprender español sustituyen a los de curso ordinario.
Mucha gente que va de visita a la Universidad de Salamanca se planta ante su fachada, cumple con el ritual de encontrar la rana en la calavera, y se da media vuelta. Sin buscar al mono coprófago, ni adentrarse en el interior de una historia fascinante. Aún resuenan los zapatos de los estudiantes en al aula de Teología, donde tenían derecho al pataleo cinco minutos antes de empezar la clase para entrar en calor. Aula donde Fray Luis de León pronunció sus famosas palabras tras pasar cinco años recluido por criticar la Vulgata: Dicebamus Hesterna Die (Como decíamos ayer). En las paredes aparecen los vítores, hechos con sangre, aceite y almagre. Vítores que suponían un tremendo esfuerzo para el homenajeado, no sólo por los años de estudios, sino por lo económico. Para obtener el grado hacía falta dinero para organizar una misa en la Catedral, un ágape de ocho platos en el Colegio Trilingüe e incluso toros para la ciudad donde los nobles alanceaban.
En la escalera que sube a la parte alta se puede ver una escena con una prostituta enseñando la enagua. Del color de esa prenda interior viene la expresión irse de picos pardos. Era una época en la que los estudiantes celebraban por todo lo alto el Lunes de aguas, cuando ocho días después de la resurrección dejaban volver a las meretrices a la ciudad. Llegaban por el puente romano, pero como tenían prohibido cruzarlo, pasaban el Tormes en barcas engalanadas con ramas. Iban directas a la iglesia, a su cita anual con la confesión, luego a pasar el control sanitario y al tajo. Los vicios del estudiante también se ven reflejados en el friso del Hospital del Estudio (actual rectorado), junto a Escuelas Menores. Hay escenas que representan la lujuria mediante la prostitución, otras de taberna o botellón, la holgazanería hoy convertida en pellas, o el onanismo representado por la figura de un estudiante, dado a placeres solitarios, pero con quevedos para evitar la ceguera por el exceso. Tales pérdidas de tiempo, hacían necesaria la recuperación de las clases perdidas. De ahí nace la leyenda de la Cueva de Salamanca, donde siete estudiantes durante siete años iban en busca del saber total con el diablo como maestro.
La profusión de edificios interesantes ha hecho de Salamanca un plató excepcional. Películas como El tuno negro o Los fantasmas de Goya rodaron escenas en el patio de las Escuelas Menores. En la capilla encontramos una pintura de la octava esfera, conocida como El cielo de Salamanca, de finales del siglo XV y obra de Fernando Gallego. Hay más edificios estudiantiles. La Universidad Pontificia con su claustro abrumador, una escalera que mejora a la de San Esteban y el Aula Magna. También el Colegio de Anaya y sus escaleras repletas de estudiantes sedientos de verano, jugando una partida de cartas, comiendo pipas, buscando una red wi-fi abierta o comentando las notas. La despedida de Salamanca es desde el puente romano, junto al verraco contra el que estampó el ciego la cabeza del pobre lazarillo. “Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo”, fue la repuesta del ciego. Listo como el hambre, vivo como un estudiante de Salamanca, el lazarillo tuvo buena ocasión de vengarse como bien sabemos.
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