Aunque te cuenten que todos los caminos conducen a Roma, no hagas caso, también llevan a Santiago de Compostela: el del Norte, el Francés, el Camino Primitivo, la Vía de la Plata, y también el entrañable Transcantábrico, esos vagones de nostalgia convertida en lujo. Todos sin excepción llevan, ampollas mediante en muchos casos, a la plaza del Obradoiro, ombligo del gran Narciso de piedra que ha hecho un pacto con el orvallo. Santiago con sol no es Santiago, es otra cosa distinta. Para que las piedras brillen, el musgo asome por las juntas, el empedrado de las calles refleje las fachadas; para poder contar lo bien que huelen las calles mojadas, hace falta que llueva. Aunque eso obligue al turista a sacar el paraguas con más frecuencia de la que quisiera; va en el lote de la personalidad y del paisaje santiagués.
Cela dijo que en España sólo había dos ciudades, que el resto eran campamentos. Una era Salamanca y la otra, por supuesto, Santiago. Para no ponernos radicales —ahí están el resto de compañeras en el club de Ciudades Patrimonio de la Humanidad— seguramente son las dos más monumentales. Todo, claro, poder eclesial mediante.
A Santiago le vino de maravilla todo el asunto del apóstol y su supuesto sepulcro. Apóstol que dio a las tropas españolas, también al Capitán Trueno, su heroico grito: Santiago y cierra, España. También Valle-Inclán, cómo no don Ramón, hacia referencia a la ciudad en La lámpara maravillosa: “De todas las rancias ciudades españolas, la que parece inmovilizada en un sueño de granito, inmutable y eterno, es Santiago de Compostela. (…) En esta ciudad petrificada huye la idea del tiempo. No parece antigua, sino eterna. (…) Allí las horas son una misma hora, eternamente repetida bajo el cielo lluvioso”. No le faltaba razón. La ciudad se encuentra cómoda ofreciendo el mismo cuadro inmarcesible desde hace siglos, sin apenas cambios en el callejero del meollo que recorre el peregrino. Otra cosa muy diferente son las ampliaciones que toda expansión demográfica demanda. O los edificios con firma crecidos en época de bienes y que tanto cuesta llenar luego. Los gallegos miraron de reojo, desde el principio, hacia la Ciudad de la Cultura de Peter Eisenman, en el monte Gaiás. El proyecto se paró hace ya tiempo, así que veremos dónde acaba tanto cemento.
Abajo, en el conjunto que forma parte de la lista de la Unesco, es donde todo sigue igual. Al escenario sólo le cambian los actores, siempre de paso. Ya no está Juan Carlos Lema Balsas, más conocido como Zapatones, que armado de zurrón y bordón con vieira, larga barba blanca y capa de peregrino era inquilino habitual de la plaza del Obradoiro. Zapatones siempre tenía tiempo para el que quería escuchar las historias salidas de su voz ronca. Era, con permiso del apóstol, uno de los personajes más fotografiados de Galicia. Otro de los fijos en la plaza es el chaval que toca la gaita bajo el arco del palacio de Gelmírez. Desde el arco se alcanza a ver el palacio de Rajoy como sede del politiqueo local y regional, el colegio de San Jerónimo que pasó de residencia de estudiantes sin recursos a sede del rectorado y el Hostal de los Reyes Católicos que hoy acoge a los peregrinos con posibles bajo el sello de Paradores.
Por si fuera poca piedra, la plaza tiene la Catedral, exceso barroco con algo de resaca tras las últimas celebraciones. Tras el ajetreo del octavo centenario de la consagración y el Año Santo de 2010, se dieron una necesaria tregua de once años para, entre otras cosas, avanzar en los trabajos de restauración de esa obra cumbre del románico que es el Pórtico de la Gloria. Unas inoportunas goteras estaban dañando la obra del maestro Mateo. A los tradicionales croques a la cabeza del maestro hace varios años que le pusieron una valla. ¿Acabará la sonrisa del profeta Daniel encerrada tras una aséptica capa de cristal blindado?
Años antes de la consagración, en 1075, se iniciaron las obras del templo dedicado al apóstol y a sus restos, encontrados a principios del siglo IX. Luego vino un periodo de incertidumbre, cuando por miedo al pirata Francis Drake escondieron los restos del apóstol. Y cuando un gallego esconde algo, lo esconde bien. Tan bien que los perdieron durante dos siglos. En el siglo XIX aparecen de nuevo fruto de unas excavaciones en la propia Catedral, donde no se les había ocurrido buscar antes. Santiago recuperaba su papel de joya del cristianismo, de meta de la fe trashumante. Hoy en día ha trascendido ese papel y las peregrinaciones tienen un aire mucho más laico, de búsqueda interior más que espiritual. El vuelo del botafumeiro se ha convertido en un espectáculo, relegando a un segundo plano la función de ambientador ante los malos olores de los peregrinos que llegaban mucho más pendientes de alcanzar el perdón divino que de echarse un agua de vez en cuando.
Sin ser de las más espectaculares en su interior —otra cosa es el exterior—, la catedral tiene algunos rincones escondidos tras el obvio abrazo al apóstol, como las pinturas románicas de la capilla de Nuestra Señora de la Azucena o la capilla de la Corticela, anexa a la Catedral. En el interior hay una curiosa figura de Jesús en el Huerto de los Olivos, conocido popularmente como el Cristo de los Papeles. Entre sus manos, los estudiantes depositan sus plegarias. Deben fiarse poco de su capacidad de estudio porque hubo que poner una cesta a los pies para dar cabida al enorme número de peticiones para la intervención divina. Cuando fundaron San Martín Pinario, la Corticela quedó como parroquia de peregrinos, extranjeros y vascos (sic). Los estudiantes tuvieron durante muchos años su propia ruta de peregrinación sin salir de la ciudad, con inicio en París y final, para los más valientes, en Dakar. Hablamos de bares, claro. En el camino iban quedadando las etapas del Bigotes, el San Jaime, el O Gato Negro o el Cocodrilo. Los últimos años, los estudiantes se están desplazando al ensanche porque se sienten más cuidados, es decir con mejores raciones para acompañar las cuncas de ribeiro.
Cuando se pasa el arroz del cum laude en recorridos lúdico-etílicos, lo normal es acabar en lugares más tranquilos, en uno de esos cafés que favorecen las tardes de melancolía a las que tan bien acompaña el orvallo, como llaman por esas latitudes al calabobos, esa llovizna pertinaz que parece que no moja. Mis cafés preferidos son el Derby, al que Valle-Inclán era asiduo por las tertulias que allí se celebraban, y el Casino, lugar entrañable donde vive el Santiago íntimo, ajeno al ir y venir de los peregrinos que van de visita a la oficina donde sellan su credencial. En el café se ve la ciudad que vive en actos, como una obra de teatro costumbrista: el día en que don Manuel cumple noventa años, se le acerca una mujer a saludarle con su marido. Al marcharse, don Manuel le dice a su compañero de mesa que la mujer era preciosa, la más bonita de Santiago. Lo dice con la amarga distancia que da la senectud, quizás con el rencor de la oportunidad perdida. En la calle, las librerías de viejo cuelgan en sus puertas reproducciones de antiguos mapas y advertencias como la que dice que los garbanzos embrutecen, hecho que se puede apreciar en las facciones de los aficionados al cocido. Y tan anchos.
Hay más de ese Santiago, de esa Galicia de los pequeños momentos. Nos podemos encontrar con ellos casi a diario en el mercado de Abastos, al que llegan mujeres a vender hortalizas y verduras con cara de guardar trascendentales secretos, retorcidos como la escalera del convento de Santo Domingo de Bonaval, que alberga la sede del museo del Pueblo Gallego y sus costumbres. En la iglesia se sitúa el Panteón de Gallegos Ilustres, con los sepulcros, entre otros, de Castelao, Rosalía de Castro y Domingo Fontán, el gallego que se pasó diecisiete años a lomos de un burro para cartografiar Galicia. Durante la visita a la iglesia suena música de Ultreia, particular saludo que utilizaban los peregrinos, ya mencionado en el Codex Calixtinus.
Los caminantes están dejando de lado la preciosa locución latina ultreia et suseia para dar paso a Twitter. Igual que todos los caminos conducen a Santiago, todas las calles de la ciudad llevan a la plaza del Obradoiro, especialmente bella al amanecer, con cierta frecuencia entre brumas.
Desde el Hostal de los Reyes Católicos se escucha la llamada de las campanas, tañido que va menguando conforme te pierdes por sus patios. A Andrés Segovia le fascinaba la sonoridad de la sacristía alta, conocida como Observatorio de Agonizados por ser el lugar desde donde los moribundos atendían la misa. El maestro cerraba el hueco del balcón con un colchón para acabar de insonorizar el espacio y tocaba su guitarra. El ciclo de música que impulsó todavía se celebra cada verano y las campanas siguen tocando a diario para recibir a nuevos peregrinos.
Gracias, Rafa!