Tren. Bien sabido es que el Transiberiano no es un tren sino una ruta ferroviaria —la más larga del mundo— por la que circulan cada día numerosos trenes. Quienes han tenido la suerte de hacer este recorrido recuerdan, antes que las ciudades o los paisajes que vieron, las horas pasadas en esas casas rodantes, convertidas en símbolo de uno de los viajes más legendarios. Viajar en Spalny, Kupé o Platskarny —primera, segunda o tercera clase— altera sensiblemente la experiencia: compartir vagón con cincuenta y tres rusos durante cuarenta y seis horas no es lo mismo que viajar solo en un compartimento privado. El paisaje cede protagonismo en favor del paisanaje, volcándose la mirada hacia el interior de un tren donde se cocinan más historias de las que pueden encontrarse en tierra firme.
Rusia. Rusia es un país muy grande; parece una perogrullada pero hay que ser consciente de ello. Hablamos de 17.125.246 kilómetros cuadrados (una novena parte de la superficie terrestre de nuestro planeta) de los que solo el 25% corresponde a la Rusia europea, la de los nombres que más suenan. En su ruta desde Moscú a Vladivostok el Transiberiano recorre 9.288 kilómetros, atravesando dos continentes y siete husos horarios: grosso modo, un cuarto del mundo. Pasados los Urales uno no tarda en darse cuenta de cuán poco sabe del territorio que pisa: cada parada (tanto mejor cuanto más anónima sea) es un descubrimiento; a unos pocos centenares de kilómetros al norte de la línea trazada por el tren, adentrándose en la Siberia más profunda, hay un interrogante.
Alfabeto. Я потерялся! Quien tenga pensado viajar por los territorios de la antigua Unión Soviética hará bien en dedicar unas horas a estudiar su alfabeto. Es más sencillo de lo que parece y, en un país donde al margen de las nuevas generaciones la mayoría de la población no habla inglés, ser capaz de leer (y escribir) breves frases y direcciones en cirílico resultará muy conveniente.
Nostalgia. Es una sensación inherente al viaje, la nostalgia de un pasado muy presente en las hoces y martillos que todavía decoran las fachadas de muchos edificios, cada bloque de grises jrushchovkas y todos aquellos lugares convertidos en iconos de una época, empezando por el propio metro de Moscú. No es necesario sentir expresa simpatía hacia un tiempo pasado que, según a quién se pregunte, discutiblemente pudo ser mejor; tan solo detenerse a observar la increíble cola formada en el McDonald’s de los Alexander Gardens, a pocos metros del mausoleo donde el cuerpo de Lenin reposa hasta que alguien decida llevarlo San Petersburgo para enterrarlo junto a su madre, tal y como era su deseo. La nostalgia está ahí.
Sentimientos. Unido a lo anterior y ampliado a toda la gama de emociones que invaden a quienes emprenden un viaje de estas magnitudes en lo geográfico y en lo personal. Tantas horas en un tren dan para muchas charlas pero también para muchos silencios; muchas horas en las que pensar sobre lo divino, sobre lo humano y sobre uno mismo. Al final de la ruta el cambio es evidente, el paisaje se ha transformado, y no solo el que queda al otro lado de la ventanilla; se ha transformado nuestro paisaje interior, y eso es irreversible: no hay ningún tren que haga el camino de vuelta.
Iglesias. Están presentes a lo largo de todo el recorrido, con sus cúpulas —bulbosas, doradas o coronadas con la cruz— apuntando al cielo y llamando la atención a través de la ventana del tren incluso en el mas inhóspito de los paisajes. Una curiosa tradición rusa consiste en levantar un templo en el emplazamiento exacto donde haya tenido lugar un acontecimiento histórico, muchas veces de tintes trágicos.
Burocracia. Para algunos un viaje es menos viaje si no implica algo de dificultad y obstáculos que salvar. El Transiberiano va bien servido de ellos, no tanto en forma de trepidantes aventuras como de engorrosos tramites y papeleos. El visado ruso con todos sus extras (tramitarlo a través de una agencia evita quebraderos de cabeza, pero también es más caro), los visados mongol y chino si se va a optar por una de las rutas alternativas de la línea férrea (posibles de conseguir sobre la marcha si se dispone de suficiente tiempo de viaje), el mito de tener que registrarse en cada ciudad donde se pernocte durante más de una semana o el simple trámite de comprar un billete de tren en una taquilla atendida por una mujer con cara perro y pocas ganas de ayudar son suficientes para agotar a cualquiera. Se impone respirar hondo y tomárselo con calma: la recompensa vale la pena.
Espectáculo. Casi tan omnipresente como las iglesias ortodoxas o las estatuas de Lenin: el circo es un pilar fundamental de la cultura rusa y no hay ciudad grande o mediana que no cuente con su propio edificio destinado a estos espectáculos. La tradición se remonta a los skomoroji, artistas itinerantes de los que se tiene noticia desde el siglo XI; en 1919, a través de un decreto de Lenin todos los circos pasaron a ser propiedad del Estado y se fundó oficialmente el Circo Ruso. Lejos queda la cutrería que, salvo excepciones, acompaña a las carpas que recorren en verano los pueblos de España; en Rusia el circo es sinónimo de Arte, y todas las compañías, desde las más prestigiosas a las más modestas, garantizan la puesta en escena de un espectáculo en mayúsculas.
Romanov. El último zar de Rusia, la leyenda de Anastasia, el enigmático Rasputín… No cabe duda de que todo lo que rodea a la familia Romanov representa la cara más romántica de la historia rusa. Enlazando con la tradición de las iglesias expuesta tres párrafos atrás, en Ekaterimburgo se alza la Catedral sobre la Sangre Derramada, construida en el mismo lugar donde hace años se levantaba la casa del comerciante Ipatiev, en cuyo sótano la noche del 16 al 17 de julio de 1918 fue asesinado Nicolás II junto a toda su familia. Tras la canonización de los Romanov se convirtió en destino de peregrinación. Merece la pena acercarse hasta Ekaterimburgo, una ciudad cuyo nombre siempre irá rodeado de un aura de misterio. Aunque tras el descubrimiento en 2007 de los dos cadáveres que permanecían perdidos quedó demostrado que Anastasia no sobrevivió, le pese a quien le pese.
Idioma. Un privyet para abrir conversación y el spasibo siempre a mano sirven para iniciar un acercamiento y favorecen la camaradería. Pero no basta con memorizar el alfabeto cirílico o chapurrear algo de ruso: mongol y mandarín también son necesarios según la ruta elegida. La barrera del idioma no deja de ser una constante en el recorrido, tanto más alta cuanto más atrás se deja Europa; no obstante saltarla puede ser divertido, y en ello reside también parte del encanto. Hasta el más despistado de los trotamundos sabe que gestos acompañados de sonrisas componen el más universal de los lenguajes.
Asia. Los Urales forman la frontera natural entre Europa y Asia, pero es antes, en Kazan, el primer punto de la ruta donde Oriente y Occidente se tocan. Ciudad de cruce de culturas, la Estambul del Volga sirve de anticipo a un continente que, consciente o inconscientemente, se anhela y persigue desde el inicio del viaje. Es un aperitivo engañoso: nada tiene que ver esa Asia de las mezquitas de Kazan con el Lejano Oriente de Vladivostok, la Mongolia de Gengis Kan o la China de los rascacielos. Muy distinta es la perspectiva de quienes encaran la ruta al revés, en una huida de Oriente a Occidente donde con el paso de los días todo parece más conocido, formal y civilizado, pero también más aburrido.
Noodles. Es la comida comodín, el kit de supervivencia. Si se viaja con presupuesto ajustado, fideos instantáneos día sí y día también. Pero incluso quien pueda permitirse comer todos los días en el vagón restaurante cederá alguna vez ante el encanto del samovar (maquina de agua caliente). Un Transiberiano sin noodles es como un viaje a India sin curry. Tampoco pueden faltar las latas de Baltika y el vodka a pelo con los nuevos amigos conocidos en el tren; quien diga que los rusos son antipáticos es porque le han faltado un par de tragos.
Olkhon. Para muchos, punto culminante de la ruta. Porque Transiberiano es en buena parte Siberia y de la Siberia conocida no hay mayor símbolo que el Baikal: el lago más antiguo y profundo del mundo. Es un gigantesco tanque que contiene el 20% de las reservas de agua dulce del planeta y cuya superficie se hiela en invierno. Por ahí pasan vehículos de hasta diez toneladas de peso. En el interior del Baikal se encuentra una pequeña isla, la más grande del lago, convertida en los meses estivales en balneario donde dejar pasar los días desconectado de todo, saboreando omul ahumado y aprendiendo a apreciar el placer de una buena banya (sauna rusa). Pero cuidado con que la desconexión se prolongue demasiado: el tiempo de visado es limitado y el viaje debe continuar.
excelente recorrido, excelente historia, gracias!!
Leyéndote es fácil sentir que viajas en ese tren
Dan ganas de coger ese tren ahora mismo. Gracias por despertar uan nueva ilusión viajera.
Una ruta fantástica! Gracias por hacernos sentir allí hasta que un día lo estemos de verdad 😉
Fantástico viaje. Envidia sana , me ha encantado el reportaje. Felicidades y saludos
Qué bien escribes, Carmen. Uno siente la experiencia como si la viviese