Con la Expo del Agua Zaragoza proyectó una imagen de ciudad moderna, dinámica. Pero aquello acabó como suelen acabar estas cosas: con deudas, con algún arquitecto de fama mundial encantado (encantada en este caso, hablo de Zaha Hadid) y sin saber muy bien qué hacer con tanto edificio moderno. Así que volvemos al centro, a lo de siempre, para disfrutar de la ciudad tradicional, la de cachirulo y adoquín, ese caramelo que entretuvo las tardes de varias generaciones de nietos de toda España mientras escuchábamos a Labordeta cantar, al referirse a la ciudad, en su Zarajota blues: “La amo, la odio, le tengo un cariño ancestral”.
La Basílica del Pilar ha sido durante años el único monumento que recordaban los visitantes que recibía la capital aragonesa. El altar que cobija a la Pilarica es lugar de peregrinaje religioso para muchos y de turístico peregrinaje para otros tantos. Echando la mirada a los cielos y compartiendo solemnidad con la Basílica, tenemos la obra de Goya. Dicen algunas malas lenguas que las pinturas de Don Francisco fueron en realidad brochazos contra la curia de la que, ciertamente, renegaba. Y desde otras alturas, las de una de sus torres, se domina toda la ciudad, romana, medieval, renacentista, atravesada por el río Ebro.
La plaza del Pilar es el escaparate de las vanidades mañas, una de las plazas más grandes entre las peatonales de nuestro continente. Sin salir de allí tenemos la Seo, la catedral de la ciudad, un batiburrillo de barroco, gótico, renacimiento y mudéjar. También el ayuntamiento, la lonja renacentista y, al lado contrario, San Juan de los Panetes y las murallas romanas, que no fueron el único legado de los de Octavio Augusto. Encontramos sus huellas en el museo del Foro, el Puerto Fluvial, las Termas y el Teatro.
En cuanto a la gente, la plaza del Pilar es el lugar donde acuden para ver y ser vistos, para formar parte de esa amalgama cultural en la que se ha convertido Zaragoza, donde en barrios como el de San Pablo lo mismo huele a cariñena que a kebab, a ternasco que a té a la menta. Otra cultura que dejó lo suyo en Zaragoza fue la musulmana. A ella le debemos el poder admirar las espectaculares torres de algunas iglesias como la de la Magdalena, San Gil, San Pablo o el Torreón de la Zuda, una de las oficinas de turismo de la ciudad. Pero si hay que quedarse con uno de los monumentos musulmanes, será sin duda el palacio de Al-Muqtadir, hoy conocido como de la Aljafería. Es la actual sede de las Cortes de Aragón y en su interior destacan los patios de Santa Isabel y San Martín, el arco de herradura que da paso al mirhab y, ya en la planta de arriba, el artesonado de madera policromada del salón del Trono. Según la leyenda, en la Torre del Trovador permaneció encerrado el poeta Manrique de Lara. Esa historia inspiró la ópera de Verdi, Il trovatore, donde la torre aparece como escenario de la trama. Por cronología, toca ahora adentrarse en el renacimiento aragonés. Palacios como el de los Luna, Montezumo, Sástago, Argillo o la Lonja, son buenos ejemplos de este tipo de construcción civil que podemos encontrar en el casco histórico. Algunos de esos edificios fueron convertidos en museos con interesantes colecciones, como el Camón Aznar o el Pablo Gargallo, con la obra del escultor de Maella.
El zaragozano, si el cierzo lo permite, es hombre de calle. Forjado en charlas en los numerosos bares de siempre, la taberna de toda la vida en zonas como El Tubo. Aunque empiezan a escasear, todavía ganan la partida a los establecimientos de comida rápida y cafeterías de marca. Todavía se percibe algo del aire literario que se respiró, se olió, junto a calamares, madejas y aquel tinto que manchaba el vaso. Sólo hay que localizar alguno de esos míticos locales que uno desea que no acaben nunca en manos de comerciantes de oriente, como el Bar Texas.
Aunque los recuerdos que mi generación tiene del Tubo vienen de las multitudinarias Fiestas del Pilar, donde espíritus noctívagos siempre tenían tiempo y ganas para la penúltima copa. Y es que acudiendo a bares como El licenciado Vidriera o El Corto maltés, no se podía más que respirar literatura, con el permiso de los asuntos etílicos. Es ahora cuando estamos descubriendo el valor añadido de lo de siempre, ahora que sabemos que el mundo no se acaba mañana. Y como en esas estamos, una de las mayores curiosidades de Zaragoza es el Canal Imperial de Aragón. Como obra de ingeniería, espectacular. Como lugar de paseo por sus zonas ajardinadas, encantador. El Canal llega a la ciudad por la Fuente de los Incrédulos, en memoria de los habitantes que pensaron que nunca acabarían las obras.
Hablando de las cosas de siempre, Zaragoza tiene un buen repertorio de comercios tradicionales: Ultramarinos Montal, la joyería L. Martín Blasco, la tienda de recuerdos El Mañico, la pastelería La Fantoba, donde sólo mirando ya se alimenta uno, o el entrañable Gran Café, donde el humo ha contribuido a barnizar el artesonado. La tendencia del zaragozano a salir a la calle se acentúa en lugares como el paseo de la Independencia, que une el centro histórico con el comercial o la calle Alfonso I que va a morir, a vivir a la plaza del Pilar. Los zaragozanos son bastante coquetos, se arreglan para salir, lustran sus zapatos, como si cada día fuera domingo o fiesta de guardar, siempre preocupados por el qué dirán y mirando de reojo al vecino. Acababa Labordeta su canción diciendo: “Tres cosas encontrarás si en Zaragoza te metes: la envidieta, la locura y un trozo de libertad”.
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