Suena un fado en el café de Santa Cruz, suena la Balada da despedida. Una guitarra es rasgada con delicados dedos capaces de bailar de puntillas entre doce finas cuerdas. Coimbra tem mais encanto / na hora da despedida, canta el fadista. No hace falta traducción. En esos dos versos se resume algo común a las ciudades portuguesas: la saudade, el bien que se padece y el mal que se disfruta al que se refería el escritor portugués Manuel de Melo. El viajero que se encuentra cómodo en la melancolía tiene en el mapa luso un buen número de paradas que le hacen sentir bien. Ayuda la guitarra portuguesa, la musicalidad del idioma; donde otros ven decadencia en las fachadas él imagina historias pasadas, piensa en si el tiempo habrá tratado igual a los propietarios de esas casas. Si además cae fina lluvia sobre el asfalto empedrado, en el que el musgo asoma por los espacio abiertos entre cada piedra, ya casi tenemos el escenario completo. Solo falta un detalle: un río por el que bajen las musas para el poeta. Coimbra tiene el Mondego, con sitio también en el repertorio del fado: Corre Mondego, devagarinho / paz e sossego, vai de mansinho (Corre Mondego, lentamente / paz y tranquilidad, se va en silencio).
Las noches que hay fado en el café Santa Cruz el local se llena. El escenario es precioso; la antigua sacristía de la iglesia adyacente, y los camareros son de ese tipo en peligro de extinción, de elegante chaquetilla, de los que respetan y hacen respetar su oficio. Dada la afluencia de público, no es extraño que si yo ocupo una mesa en la que quedan sillas libres acabe compartiendo una botella de vino blanco de Cabriz con tres profesores de matemáticas, uno local y los otros dos llegados desde España y la República Checa respectivamente. Me cuentan que el fado de Coimbra tiene personalidad propia, que no tiene nada que ver con el de Lisboa. En primer lugar, en la ciudad del Mondego es cantado unicamente por hombres, a diferencia de las tabernas de la ciudad del Tajo en las que es fácil ver a mujeres interpretándolo. Originariamente fue cantado por los estudiantes. Así que mientras el fado de Lisboa era generalmente tabernario, popular y sentimental, las letras en Coimbra eran más cultas, más poéticas y, cuando llegó el momento, más reivindicativas y políticas. Y el momento llegó a finales de la década de los sesenta del siglo pasado, cuando una huelga de los estudiantes en el año 1969 acabó con el cierre de la Universidad y el decreto del Luto Académico.



La Universidad de Coimbra es la más antigua de Portugal. Es posible recorrer algunas de sus salas en un circuito turístico: la capilla de San Miguel con su espectacular órgano barroco, la Sala de los Capelos que se abre para ceremonias y exámenes de doctorado, la Sala de los Arqueros con una interesante exposición de alabardas que hoy todavía usan los guardas de la Universidad en actos solemnes y, sobre todo, la Biblioteca Joanina, entre las más espectaculares de nuestro continente.
La biblioteca fue construida con el oro conseguido al sangrar las minas brasileñas, en Minas Gerais.
Las maderas exóticas con las que dieron forma a las estanterías, decoradas con motivos chinos, están a salvo de la carcoma gracias a un “escuadrón” de murciélagos que sale a cazar cada noche. Es el mal menor para proteger una joya así.
A falta de una, Coimbra tiene dos catedrales. La Sé Velha es el ejemplo más contundente del románico en Portugal. Si bien hay otras iglesias románicas en el norte del país, esta se distingue por el triforio, elemento del que carecen las otras. Las iglesias de Santiago y de San Salvador también tienen algo de su románico primigenio, no así la de Santa Cruz que tras haber sufrido excesivas modificaciones no guarda rastro alguno de esa arquitectura. De la otra catedral, la Nueva, qué queréis que os diga: por la fachada conoceréis al jesuita. Es un templo más sobrio, menos cálido, mucho cemento y demasiado altar barroco para mi gusto.




Otra cosa muy distinta es la iglesia de Santa Cruz. Es un lugar propicio para reconfortar al viajero cuando el empedrado empieza a pesar. Con el debido respeto, uno puede disfrutar del espléndido interior, decorado con los típicos azulejos azules y blancos, mientras otras personas se dedican a menesteres más espirituales rosario en mano. Eso sí, según Saramago no conviene abusar: “Los azulejos deben ser mirados en dosis homeopáticas: si el viajero abusa, se aturde”. Aunque el escritor portugués hace distinción entre los historiados de la nave y los de tipo alfombra de la sacristía. Si eso ocurre, si hay saturación en la contemplación, se puede entrar en el claustro del Silencio, manuelino, muy tranquilo y con un interesante bajorrelieve que narra escenas de la Pasión. Al salir, no hay que olvidar echar un vistazo a las Tumbas Reales, sepulcro los reyes portugueses Alfonso I y Sancho I.




Al otro lado del río están Santa Clara la Vieja y Santa Clara la Nueva. De la antigua no quedan nada más que unas ruinas y la leyenda de Inés, que basta decir que tiene tintes shakesperianos para ahorrar la explicación. Eso sí, las ruinas están bien conservadas, son visitables y tienen un centro de recepción que alberga un pequeño museo con la historia del lugar perfectamente explicada. Así sabremos que al río Mondego le importó poco que las monjas consideraran ideal el emplazamiento escogido. Tras varias inundaciones soportadas, decidieron no tentar más a la intercesión divina y se llevaron sus creencias cuesta arriba construyendo un nuevo monasterio.




Si se llega a la ciudad en sábado se puede pasear entre los puestos de antigüedades de la plaza del Comercio. Al ritmo de un tocadiscos que hace girar las notas de un fado, podemos ir en busca de alguna ganga. Hay puestos realmente interesantes: los que venden libros, los de cámaras antiguas, los que son un cajón de sastre y puedes encontrar desde un aguamanil hasta un viejo-desgastado-casi roto globo terráqueo, que a punto estás de comprar más por pena de que se siga mojando con la llovizna que cae que por el valor que pueda tener. Por pena y porque sólo te piden ocho euros, pero te echas atrás por el asunto del equipaje de mano. Cuando la lluvia empiece a molestar lo mejor es entra en un café, en uno cualquiera.





Es casi imposible que te sirvan un mal café en Portugal. Además de ser bueno no suele costar más que 60 o 65 céntimos. Si lo acompañas con el tradicional pastel de Tentugal, hecho de pasta filo y relleno de una mezcla de yema de huevo y almendra, el rato será doblemente agradable. Pasa igual a la hora de comer, aventúrate. Deja a un lado las comunidades de viajeros y guíate por el olor, por la cara de la cocinera, por lo entrañable del local. Será fácil que encuentres menús entre seis y ocho euros. Tropecé con una pequeña taberna, bajando de Santa Clara la Nueva, donde me sirvieron una sopa, estofado de cordero con arroz y patatas, pan y una cerveza, todo por seis euros. La fortuna se iba a repetir el resto de días, con una caldereta de cordero y un arroz con pulpo como memorables platos principales.
¡Qué bien reflejan las fotos el espíritu de esa agradable ciudad portuguesa!; y el texto las ganas de tomar un avión al aeropuerto más cercano y sentarse a comer en alguna de esas tabernas.
Hace un cuarto de siglo que no voy por Coimbra, y ya es hora de poner remedio a ese olvido.
Antonio, yo tenía muchas ganas de visitar Coimbra desde hacía tiempo, por un reportaje que había visto en la extinta Península. Por fin he podido visitar la ciudad y ha sido una maravilla.