Cuando desmontamos en lo alto del puerto apenas podía creer que hubiésemos logrado trepar hasta allí. Nunca había visto sufrir tanto a un caballo: resoplaban con dolor y se detenían exhaustos a cada rato para intentar recobrar el aliento. El paso estaba a casi tres mil metros y a esa altitud el oxígeno escasea hasta para esos duros y recios animales, el medio de transporte habitual de los nómadas de Kirguistán y el resto de Asia Central. Desde aquel punto ya se divisaba la yurta —una de esas viviendas de origen mongol, tiendas circulares recubiertas de gruesos paños blancos— a la que nos dirigíamos. Pegada al lago Chatyr y rodeada de los mejores pastos de la zona, parecía un pequeño y solitario champiñón en mitad de la pradera.
—Entrad, entrad. Quitaos los zapatos, pero hacedlo dentro —nos indicó con amabilidad Atonbek, un viejo de piel curtida que salió a recibirnos. La gruesa túnica y un imponente ak kalpak blanco y negro sobre la cabeza eran señas inequívocas de que era de etnia kirguís. Dentro de la yurta el suelo estaba cubierto de shirdaks, gruesas alfombras de fieltro. Sentado sobre ellas (y con un tazón de té verde en mis manos, como no podía ser de otra forma en este país) inspeccioné aquel único espacio en el que todo sucedía: allí se come, se duerme, se juega, se ama, se cocina… se vive. No hay mayor privacidad que la que da la yurta ni mayor intimidad que la de la familia. Ni otra ley de propiedad que el “todo es de todos”.
El armazón de maderas entrelazadas y sujetas entre sí con cuerdas quedaba a la vista. De él colgaban un reloj, un espejo, algo de ropa y trozos de carne seca. Un aparador guardaba la vajilla, los alimentos y algunas herramientas. Frivolidades o lujos, ninguno: hacen falta pocas cosas para sobrevivir. Y cubriendo la estructura, enormes mantas de fieltro y lana cruda protegían eficazmente de la lluvia y el frío exterior.
En la distancia, los balidos de las ovejas empezaron a ser audibles, así como algún ladrido y gritos secos. Anochecía, aunque apenas eran las seis. El viento frío se unía cada tarde al regreso de los hombres y los animales. Discretamente Aysegul, la única mujer en la familia, salió a recoger excrementos de vaca para empezar a preparar la cena. A esta altitud no hay ni un mísero arbusto. Nada que usar como combustible salvo esas boñigas que ahora iba introduciendo en la estufa central, que además de calentar la estancia servía para cocinar. Todos se fueron sentando a su alrededor, cansados, buscando su reconfortante calor.
—Anoche nevó. Este año el frío llega pronto —dijo con desazón el padre, sorbiendo sonoramente el té verde. El tiempo centró su conversación un buen rato, y con razón ya que determina la permanencia en aquellos remotos valles o jailoos. Cuanto más puedan estar allí, más engordarán —y cotizarán— sus animales (cabras, ovejas, corderos y caballos), su fuente de riqueza. Un verano corto es una preocupación para ellos.
Aysegul no intervino apenas en la conversación: preparaba la cena, ayudada por su pequeña hija. El cuidado de la casa, la comida, la crianza de los niños y el ordeño de los animales es trabajo de mujeres. Unos y otros aprenden sus tareas desde bien pequeños, como Tari, que a sus once años ya se hace cargo de un grupo de animales. Es joven pero tiene los ojos rojos y los pómulos colorados y resquebrajados por el severo clima. De mayor, nos cuenta muy serio, quiere ser pastor como su padre y su abuelo, manteniendo viva de esa manera la forma de vida ancestral de los kirguises, que ni los soviéticos consiguieron erradicar pese a sus esfuerzos por sedentarizarlos y controlarlos para planificar la producción. Una forma de vida por la cual, año tras año, suben a los jailoos al finalizar el invierno y el deshielo, instalan su yurta en apenas unas horas y permanecen allí hasta que el mal tiempo los obliga a descender a los pueblos donde pasarán el largo invierno en esta agreste región del mundo.
—Esto se llama plov, es arroz con cordero y verduras —me explicó con ilusión el abuelo, alumbrándolo con el candil de gasolina, sin saber que era prácticamente mi dieta desde que entre en Kirguistán. Hasta en las ciudades, la gastronomía era sota, caballo y rey. Es decir, plov, samsas (empanadillas de carne) o shashliks (brochetas de carne), con mucho pan o mucho arroz. Comimos todos sentados en las alfombras, sobre una mesa que apenas levantaba un par de palmos del suelo, de un mismo y enorme plato central, con avidez y en silencio El abuelo ejercía de anfitrión con diligencia: para mi espanto, de vez en cuando depositaba en mi zona del plato trozos de la parte más codiciada del animal: la grasa pura, 100% extracto de carnero, tan intenso que había que camuflarlo con mucho pan para poder tragarlo.
La sobremesa no existió, y tras finalizar los hombres se levantaron y me invitaron a salir a fumar con ellos fuera. Los niños nos siguieron mientras sus hermanas se quedaban ayudando a su madre. Más que un gesto de respeto para no molestar con el humo, según observé, ésta era su manera de dejar espacio para que las mujeres limpiaran, recogieran y apartaran la mesa para preparar el lugar para dormir, extendiendo las colchonetas y mantas hasta ahora apiladas junto al lugar donde habíamos estado cenando. Las tareas de unos y otros quedaban en todo momento meridianamente claras para quien supiera observar.
Dormir no resultó fácil. Las colchonetas eran duras y las mantas apestaban a ganado, tanto que parecía que tuviéramos a los bichos durmiendo allí dentro con nosotros. Detalles en los que se fija un primermundista, claro está: el resto se había entregado rápidamente al sueño, creando una banda sonora de lo más variada: el ruido de los platos y cacharros al ser fregados; ronquidos varios; y los estornudos y toses roncas de los niños. En mis pensamientos insomnes me preguntaba cuánto tiempo tardaría en caer enfermo el resto, incluido yo, claro. Allí no había intimidad ni para eso. Esa noche dormimos allí nueve personas: Aysegul y sus dos hijos, el marido con sus hermanos y su padre de estos, además de mi intérprete y yo. Todo eso en un espacio de, a ojo, no más de 12 metros cuadrados. Lo que en mi país sería el espacio para una pareja, aquí era la vivienda de toda una familia.
Los ruidos de cacharros marcaron mi sueño, esta vez a modo de despertador. Apenas había salido el sol, pero Aysegul ya estaba preparando el desayuno. El ganado desde fuera reclamaba atención y los hombres salieron de la yurta a empezar a dirigirlos hacia los pastos. Tan solo necesitaron ponerse un abrigo, pues dormimos todos vestidos. Yo, somnoliento, salí con ellos.
El sol agredía mis perezosos ojos mientras teñía de dorado la pradera, cubierta de rocío. El frío a estas horas era intenso, tanto que al respirar se clavaba como aguijones en mis pulmones. El denso vaho que salía de nuestras bocas, el silencio casi total y la luz amarillenta reforzaban esa sensación invernal a pesar de encontrarnos en pleno agosto. Por si fuera poco, lavarme la cara para despejarme antes de enfrentarme al desayuno se convirtió en un acto heroico: el agua disponible, la de los ríos, bajaba también gélida. No me extrañaba que aquí se lavaran lo estrictamente necesario. Las manos se me amorataron instantáneamente y juraría que se formó una ligera capa de hielo en mi cara tras “refrescarme”.
Gracias a eso la grasienta sopa de huesos y algo de carne con patatas, acompañada de abundante pan, entró en mi estómago: era la mejor manera de recuperar el calor. Contundente y pesada, para los hombres se convierte en la comida más fuerte del día, ya que abandonarán un poco después el campamento para escoltar a los animales y no volverán hasta el atardecer. Pero para mí, y a esas horas, representaba una excentricidad culinaria. Aunque allí poco más se podía hacer. O bueno, sí, acompañarla de un sir chay, un té mezclado con leche de cabra, mantequilla y sal. Mojando el pan como hacían ellos, llegaba a dar la sensación de estar mojando una tostadita untada de mantequilla salada en el café. O eso quise pensar. Satisfacer el hambre, según donde, requiere de mucha inventiva.
Los relinchos de caballos certificaban que aún seguían allí, que no habían presentado su dimisión. Resignados, nos aguardaban pacientemente. Mientras los ensillábamos agitaban sus cabezas, perezosos ante lo que les quedaba por delante. Nosotros les debíamos mucho: gracias a ellos podríamos continuar nuestra larga ruta por las montañas, vadeando ríos y rodeando lagos, en busca de una nueva familia que nos acogiera para pasar la noche, para compartir con nosotros un pedacito de su vida.
Nos despedimos con un fuerte apretón de manos que dejó en evidencia mi delicada piel frente a sus callosas manos. El ejemplo final de ese abismo que separaba nuestros modos de vida.
Muy interesante el artículo!