Desde los viñedos de Lavaux, junto al lago Leman, hasta los picos del Jungfrau y el Matterhorn encontramos una Suiza vertical. Más de 4.000 metros de desnivel para ir en busca de los perfectos paisajes suizos.
Recuerdo perfectamente aquellas clases de dibujo en las que el tema era el paisaje. Odiaba las naturalezas muertas, pero el paisaje era otra cosa. Un paisaje te permitía viajar, que volara la imaginación. Al principio no eran más que unos malos trazos que trataban de representar una montaña, una casa, alguna nube y el sol. Ni siquiera conseguía guardar las proporciones. Con el paso de los años, la calidad no aumentó demasiado pero sí el número de elementos que iba incorporando al dibujo: un camino, la valla delante de la casa, alguna vaca. Luego llegarían las primeras concesiones al hedonismo, como el humo saliendo por la chimenea. Mi dibujo no era muy diferente a los del resto de mis compañeros de pupitre, pero yo tenía muy claro qué estaba dibujando: Suiza y sus paisajes perfectos.
Cuando me subí en aquel tren iniciático para recorrer Europa en un mes, la primera casilla del billete hacía muchos años que estaba escrita. Un franco suizo se cambiaba por una barbaridad de pesetas, pero como compensación tenías evocadores trenes y los mejores albergues del viaje. Era una época en la que era feliz e indocumentado y el hecho de viajar a Suiza llevaba siempre implícito la promesa de un mundo mejor. Hasta que llegó el Stiller de Max Frisch para ponerlo todo en duda. Aquel primer viaje al extranjero es mi cantinela más recurrente cada vez que hago la maleta, un equipaje que con los años se ha ido liberando de los complejos con los que te hacían viajar antes: en el extranjero no se come bien era el principal de ellos. La emoción de aquel instante vuelve a mi memoria cada vez que regreso a Suiza. Lo único que ha cambiado en todos estos años es el modo de llegar al país helvético. Los mismos Alpes que tanto me habían impresionado tiempo atrás, aparecían ahora como una maqueta desde el aire.
Un lejano mes de octubre del año 1986 se lanzaba desde Lausana el grito que puso a saltar a Pascual Maragall: “À la ville de Barcelona”. Capital del deporte por mérito propio, el de Juan Antonio Samaranch, Lausana acoge un museo impulsor del espíritu olímpico con la paradoja de tener escaleras mecánicas en el acceso. Tras conocer algo más de la historia del olimpismo moderno y ver las donaciones hechas por los grandes atletas, salgo haciéndome la enésima promesa de empezar en el gimnasio a partir del lunes. Por las calles de Lausana pasean más de 150 nacionalidades que dejan a Babel al nivel de una noche de juerga entre compañeros de Erasmus; hay más católicos que protestantes y pese a que conservan algunas tradiciones, como la del sereno que sigue anunciando la hora desde la torre de la Catedral, hace mucho tiempo que dejaron atrás la moral del doctor Tissot, que pasó parte de su vida escribiendo tratados sobre el onanismo como enfermedad nerviosa y actitud criminal.
En Ouchy aparecen las primeras pistas que sugieren el apelativo de Riviera Suiza —qué aburrida manía le de mostrar el mundo a través de las virtudes de otros. La orilla del lago está plagada de esos hoteles de clásica elegancia heredada de una época en que lo de menos era dormir en las habitaciones. Se escribían grandes obras, se urdían planes bélicos, se pagaban las habitaciones con cuadros. Siempre he soñado con ser de esa clase de viajeros, de los que escriben en los trenes o en la habitación de un hotel junto a un lago. A Suiza llegaron algunos de los mejores escritores: Rilke, Nabokov, Hesse, Capote y, claro, también Hemingway. Stefan Zweig, además, envió a Christine Hoflehner a un hotel de los Alpes suizos en La embriaguez de la metamorfosis.
En Lausana arranca la región vinícola de Lavaux. Los monjes fueron los primeros en creer en la conveniencia de modelar el paisaje con las terrazas tan características de Lavaux, estupendas para la foto pero no tanto para los vendimiadores. En 2007, la Unesco tuvo a bien declarar la zona, justo a tiempo, Patrimonio de la Humanidad para vencer cualquier tentación del ladrillo en un terroir del que salen vinos, pueblos y castillos. En Epesses, Blaise Duboux me habló con pasión de sus niñas mimadas, la Chasselas y la Plant Robez, dos variedades de uva autóctona con las que se están haciendo vinos muy interesantes. No está solo defendiendo las bondades del vino. En el café de Riex cuelga un antiguo cuadro en el que aparecen una serie de recomendaciones para algunas enfermedades comunes: para la fiebre una botella de champagne, cuatro vasos de Borgoña para la obesidad, tres tazas de Burdeos con azúcar y canela para la bronquitis. Apología báquica con el fin de mitigar los dolores para los que todavía no tenían nada previsto las farmacéuticas suizas.
La perfección de pueblos como el propio Riex, Epesses o Rivaz, sólo se rompe al llegar a Vevey y darse de bruces con el edificio de Nestlé. El gigante de la alimentación tiene sus orígenes en lo que hoy es el museo Alimentaria. Antes del chocolate probaron suerte con la mostaza y la leche en polvo. Frente al museo, la estatua de Charles Chaplin nos viene a recordar la relación del cómico con una ciudad que le devolvió su admiración dándole un poco más de altura de la cuenta. La banda sonora del viaje corresponde sin duda a Montreux. La ciudad pone el límite a los viñedos cantados por Prince que, tras un guiño al chocolate de Vevey, convirtió el estribillo final en una pataleta, casi un epónimo: Back to the vineyards of Lavaux, Lavaux. Lavaux… El cantante agota el papel en minutos cada vez que se pasa por el Festival de Jazz, unos días en el mes de julio en los que la ciudad pierde ordenadamente los papeles.
A Deep Purple le dieron un motivo mucho más tangible que las ensoñaciones de Prince. El incendio del casino de Montreux inspiró el Smoke on the water y que levante la mano el que no haya dado nunca un salto cuando arranca la Stratocaster. La última nota musical la pone una enorme estatua de Freddie Mercury. El mismo hermetismo que caracterizó su vida privada continuó tras su fallecimiento: aún es una incógnita si la estatua mira hacia el lugar donde reposan sus cenizas. Desde Montreux, un agradable paseo lleva hasta el castillo de Chillon, el del prisionero del poema de Lord Byron. También desde la ciudad festivalera parte uno de los trayectos que ha dado fama a los trenes suizos. El Golden Pass, con escaparates en lugar de ventanas, hace el recorrido hasta la ciudad de Lucerna, pero yo me iba a quedar en la intermedia parada de Interlaken.
Tras cruzar un túnel, cambiamos de Suiza. De un paisaje de palmeras más propio del Mediterráneo, pasamos a los pies de los Alpes desde donde veo las primeras nieves que ya no me dejarán hasta Interlaken. La ciudad entre lagos tiene todas las virtudes de los destinos vacacionales y ninguno de sus defectos. Impresionantes paisajes, hoteles y gastronomía de alta calidad, ocio de volumen moderado y hasta la calma de un jardín japonés. El emperador Akihito pasó unos meses de su infancia en Interlaken, suficiente reclamo para que sus compatriotas se hayan convertido en uno de los principales mercados emisores de turismo junto al indio, que ha encontrado en Interlaken el marco ideal para varias producciones de la factoría Bollywood.
Los sedimentos que va depositando el río Lütschine marcaron la separación entre los lagos, el Thunersee y el Brienzersee. El tren recorre la orilla de los dos lagos a ritmo lento, con paradas en pequeñas estaciones de borrón y cuenta nueva, la clase de estaciones que suelen dar buenos argumentos para un inicio o final de película. Una de ellas es la de Leissigen, donde el que esto escribe creyó una vez, en una casa junto al lago, que el amor duraba para siempre. Me bajo al azar en la estación de Brienz. En los días soleados, el agua del lago irradia un color irreal, iridiscente, donde predomina el verde turquesa. La pequeña Brienz se mantiene impasible con el paso del tiempo, con algún cambio en el color de las fachadas por toda escenificación del tempus fugit. Seguirán allí las antiguas casas de madera, las tallas representando águilas y búhos que acabarán decorando alguna. También el coqueto cementerio junto a la iglesia donde, al amparo del Eiger, el Mönch y el Jungfrau, morirse importa un poco menos.
Los monitores situados en la estación de Interlaken Ost me permiten consultar la meteorología en la cima del Jungfrau. El cielo despejado me lleva a comprar billete para el tren de acceso. Subir en un día nublado no me hubiera permitido ver el Schilthorn de James Bond o el Aletsch, el mayor glaciar de los Alpes. Con las conexiones adecuadas, la red de trenes y funiculares permite acceder al póker de paisajes que forman el lago Bachalp, al que se accede a pie desde la estación de First; el valle de Grindelwald, la cascada Staubbach en Lauterbrunnen y la pequeña localidad de Mürren, para la que no hay acceso por carretera. Un nuevo tren para viajar hacia el sur. El cantón del Valais está partido por el Ródano, el idioma —francés y alemán— y la orografía. Una vez alcanzo la localidad de Visp, los plácidos riachuelos dan paso a violentos descensos de agua por torrenteras y las montañas terminan por encima de los 4.000 metros en picos de afiladas aristas. Llegamos a Zermatt.
Aunque brilla el sol, se siente el gélido viento que baja de esa montaña de tarjeta postal. El Matterhorn, Cervino por su cara italiana, se ha convertido en la imagen más reconocible de los Alpes, un icono al que le han dedicado incluso un museo. Desde aquella primera ascensión al Matterhorn por parte de Edward Whymper, Zermatt fue cambiando su temporada alta a los meses de invierno. Animado por el espíritu Whymper, decido tutear al Matterhorn pero sin llegar a mirarle por encima del hombro. Es decir, que llego hasta donde me lo permite el teleférico. A esa altura, las bajas temperaturas y cada paso dado tienen mucho que decir, por eso es tan bien recibido el chocolate caliente que me ofrece Pierre, el guía que me acompaña.
La bajada la hacemos por Gornergrat para ver las montañas gemelas Cástor y Pólux. Unos pájaros un tanto erráticos cruzan por delante de nosotros, probable síndrome de abstinencia heredado de la época en que el abuelo de Pierre subía hasta allí, sesenta años atrás, para darles migas mojadas en aguardiente. A la mañana siguiente, me despierto más temprano que de costumbre. En unas horas tengo el vuelo de regreso y quiero ver despertar al Matterhorn mientras tomo las últimas notas, pero cuesta concentrarse en algo cuando se inicia el incendio. Los rayos rojizos bañan la cara este haciendo aún más imponente su presencia. Porque el Matterhorn siempre está presente. Las raras veces en que no lo ves de frente, sientes su aliento detrás de ti. No te cansas de mirarlo. Un nuevo vistazo, uno más antes de subir al último tren del viaje. Las estaciones suizas siempre eran el punto final de aquellos viajes en tren por Europa, una obligación que me imponía para comprobar que todo podía funcionar. Una vez cruzada la frontera, procuraba dormirme.
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