El selecto club de las Ciudades Patrimonio de la Humanidad en España cumplió veinte años en 2013. Pocos países en el mundo, si acaso Italia, nos pueden mirar por encima del hombro en cuanto a calidad y cantidad de lugares en la lista de la Unesco. Recientemente se han incorporado al grupo las jienenses Úbeda y Baeza, por lo que ya son quince las ciudades que lo integran.
Alcalá de Henares
Alcalá de Henares está ligada indisolublemente a la figura de Cervantes. Durante el devenir de los años una serie de acontecimientos situó a la ciudad en los anales de la historia de España, reservándole importantes capítulos destinados a cumplir lo que contaba Sancho Panza: “Yo apostaré… que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas”. Aceptar el envite de escribir sobre Alcalá de Henares tiene sus riesgos. Una ciudad acostumbrada a discursos de paraninfo y a que los grandes referentes de la literatura en español hayan deambulado por ella, deja el listón demasiado alto. Hay dos opciones: retirarse, o ponerse las letras por montera y adentrase en sus calles con el respeto que merece. Alcalá huele a pueblo, huele a pueblo, alcanzo a oír de la conversación de dos señoras en visita dominical. Del pueblo quedan las casas de poca altura del casco histórico. Según te vas alejando, aumenta el número de plantas y el desconcierto de un dormitorio que mira a Madrid. No obstante, la villa cervantina todavía quiere ser pueblo en su interior. Tampoco pasó inadvertida la división entre la ciudad y el pueblo para Cela en su Nuevo viaje a la Alcarria, que por un lado se refería a la literaria y vetusta Alcalá de Henares y, por el otro a la que parece un suburbio de Los Ángeles de California. Para empezar a entender a Alcalá de Henares hay que subirse a las alturas, como las cigüeñas que ocupan, ya durante todo el año, los privilegiados miradores de la ciudad. Desde la torre de Santa María se pueden ver torres, campanarios y agujas que hablan del pasado religioso, también del universitario, de la ciudad junto al río Henares. El crotorar de las cigüeñas se ha convertido en la banda sonora del casco antiguo. Atrás han dejado esas largas migraciones, encontrando acomodo en los pináculos alcalaínos.
Ávila
La imagen de Ávila desde los Cuatro Postes, al otro lado del río Adaja, es el dibujo de la ciudad medieval perfecta. En trazado, en enclave, con su muralla intacta abrigando al interior y los campanarios de las iglesias apuntando al cielo como lanzas desafiantes. Parafraseando a Santa Teresa, alta vida nos espera entre sus murallas. La piedra de Ávila siempre ha estado dividida entre el poder civil y el religioso, que como es costumbre cuando de poder hablamos, tuvieron entre ellos las rencillas propias de la convivencia. Del civil nos quedan un buen número de palacios. Monasterios, iglesias y capillas del religioso. La importancia de la familia de los Dávila les dio patente de corso para abrir una puerta en la propia muralla, hacia el sur, para recibir luz natural. Cuando Juana la Loca mandó cerrar la puerta, el nieto de los Dávila, en una muestra de hidalguía castellana, ordenó abrir otra en el lado opuesto con la inscripción “Donde una puerta se cierra otra se abre”. Las cuestiones de hidalguía no siempre se solucionaban con un grafiti en la piedra y en ocasiones había que echarse al callejón. La calle de la Cruz Vieja era la de los duelos, por eso es conocida también como la de la muerte y la vida. Tras el ruido de espadas, ha quedado la tradicional leyenda de mozo que se enamora de moza, por supuesto con final trágico, que toda ciudad castellana tiene. Algunos de los palacios de Ávila se han convertido en hoteles, como el de los Velada, donde se alojó Carlos V. Otros menos afortunados, como el de los Núñez Vela, ha sufrido el acristalamiento de su patio, poniendo una barrera al rigor del clima y a la vista del visitante. La ciudad de Ávila no se acaba de llevar del todo bien con la arquitectura moderna. Y para muestra un Moneo.
Baeza
Es la vecina de Úbeda, la complementaria, con la que forma una dualidad única. Dos que hacen uno, un lugar patrimonio mundial. A apenas nueve kilómetros de distancia de su hermana (¿dónde estará la encina negra, a medio camino entre ambas, a la que cantaba Machado?), Baeza es similar, pero muy diferente. Hubo un tiempo, en el siglo XVI, en que los grandes edificios públicos que se construían en Baeza tenían una clara vocación de capitalidad, lo que se entiende al saber que Baeza fue durante siglos la cabeza de las tierras que conforman actualmente la provincia de Jaén. Y también tuvieron su influencia en la arquitectura y el urbanismo que se desarrollaba entonces en las lejanas tierras americanas.
La plaza de Santa María y sus alrededores es uno de esos lugares como no hay dos. La catedral, las casas consistoriales, el seminario de San Felipe Neri, y tantos y tantos más palacios e iglesias incitan a pasar una y mil veces por esta zona, a cualquier hora del día. Andrés de Vandelvira, el gran arquitecto renacentista, dejó varias muestras de su genio en Baeza. Un ejemplo es la catedral, construida sobre una antigua mezquita que, a su vez, se levantaba sobre un antiguo templo pagano. Este historial nos habla de una ciudad renacentista, sí, pero también de una herencia milenaria en una tierra por la que han pasado casi todas las culturas mediterráneas.
Por aquí pasó Vandelvira pero también Jorge Manrique y Antonio Machado. Machado fue profesor en el instituto y dejó también su huella en la ciudad. El paseo por la muralla es, como en Soria, otro paseo machadiano. Desde aquí la vista se extiende por un mar de olivos recogido en el valle del Guadalquivir. De repente, unos versos resuenan: “Desde mi ventana, ¡campo de Baeza, a la luna clara!”. Machado sirve de guía por este camino.
Cáceres
Cáceres es una excepción en el dicho de que la primera impresión es la que cuenta. Pobre del viajero que se quede con ella. Se entre por donde se entre a la ciudad, bien por carretera o por la estación de tren, uno se encuentra con una ciudad insulsa, hija del crecimiento urbanístico sin demasiado control. Es como topar con una caja fuerte, gris. Pero si damos con la clave y nos plantamos en la Plaza Mayor, estaremos ante una de las joyas patrimoniales más impresionantes de España, un conjunto medieval y renacentista como probablemente haya pocos en el mundo. Sirva entonces el resto de la ciudad como escudo para proteger tan valioso tesoro, para permitirnos pasear con la calma que requiere un lugar así. En el Cáceres intramuros han cambiado muy pocas cosas con el paso de los años, si acaso el que ya no podamos encontrarnos con el taller del orfebre Lorenzo Llanos, que trabajaba la filigrana como nadie. Ya hace algunos años que se jubiló y sus descendientes no estuvieron por la labor de conservar la tradición. Cruzando bajo el Arco de la Estrella, obra de uno de los Churriguera, empezaremos a familiarizarnos con términos como adarve, torre albarrana, veleta, arco de medio punto o gárgola. Nos serán comunes los apellidos ilustres: Ovando, Mayoralgo, Ulloa, Godoy, Toledo-Moctezuma, Carbajal, Solís, Becerra, Golfines de arriba y también de abajo. Hay linaje para rato y cada uno dejó casa o palacio con ínfulas de ser más esplendoroso que el del vecino. Y además, por si fuera poco, está el aljibe almohade.
Córdoba
Allahu Akbar, Allahu Akbar… La cantinela del almuédano llama a oración a los fieles que empiezan a llegar a la mezquita. Tras haber practicado las pertinentes abluciones, serán más de 40.000 los que ocupen cada rincón, cada espacio entre columnas, cada centímetro del patio de los Naranjos. Corre el siglo X, la época en que la ciudad conoció su máximo esplendor alcanzando el millón de habitantes. Hay que tener en cuenta que grandes metrópolis de hoy, como Londres o París, apenas contaban con el mismo número de habitantes que los congregados en la mezquita de Córdoba a la hora de los rezos. Hoy los fieles han sido sustituidos por turistas, que llegan en masa a un lugar realmente especial. En todas mis visitas a Córdoba he procurado entrar en la mezquita -no me acostumbro a llamarla catedral- antes de las 10 de la mañana, cuando la entrada es gratuita aprovechando el horario de misa. Lentos paseos entre las columnas, mil detalles nuevos descubiertos y la única compañía de mi última lectura. Los siglos han dado la razón al encastrado, casi con palanca, del templo cristiano en el interior del musulmán. Eso salvó al bosque de columnas para que pudiera llegar hasta nuestros días, ese engarce permitió al mihrab competir en belleza con el retablo. Al encanto del Guadalquivir se rindieron grandes poetas, como el cordobés Luis de Góngora con sus elitistas latinajos. La estampa clásica de la ciudad se obtiene desde el otro lado del puente Romano, junto a la torre de la Calahorra. El puente, de esa época, tan solo guarda el nombre; si acaso los cimientos escondidos bajo las aguas. La última rehabilitación le ha dado un aspecto aséptico, quitándole toda esperanza de volver a parecer romano. Los adoquines todavía daban el pego, pero esa pátina de cemento que a ciertas horas del día parece rosa…
Cuenca
Por su situación de encajonamiento entre las hoces del Júcar y del Huécar, la ciudad vertical tuvo rascacielos antes que nadie. Tras los guiños del arte abstracto y las nuevas apuestas gastronómicas, fue turno ahora de Ave que debía convertirse en el tren Marshall, pero todavía está por demostrar su rentabilidad. Por si acaso, Cuenca pasó el plumero a museos, fachadas y restaurantes para ejercer de perfecta anfitriona. Que no sea por ganas, ni desidia, como la de aquella telefonista desinformada que se cruza en el camino de Coque Malla en la película Todo es mentira cuando éste ya había decidido marcharse a Cuenca: «Mire en la ce de Cuenca o en la hache de hoteles a ver si encuentra algo». Otros lo tenían muy claro. José Luis Coll decía que Cuenca era un buen lugar para nacer, aunque tuviera que hacer planteamientos casi ontológicos para demostrarle a un imbécil que la ciudad existía. Enarbolaba su bandera a la más mínima ocasión: «Soy conquense, cosa que muy pocos pueden decir, de la ciudad encantada pasada a cuchillo varias veces. Ciudad de más leyendas que historia, donde las brujas conspiraban desde los tejados y los monjes manejaban la espada». Con semejante historial de leyendas, con cierta querencia por lo esotérico, no es extraño que las acabes oyendo por todas partes. Las dos más conocidas son la de la Cruz de los Descalzos y la del Cristo del Pasadizo. La primera narra las correrías de un mozo que cuando llega el momento de consumar se encuentra con una sorpresa -las pezuñas del diablo- bajo la falda de su amada, y la segunda es una suerte de ménage à trois que acaba de forma trágica para los chicos y con Inés en el convento de las Petras. Guión clásico con final previsible para adaptar los cuentos shakesperianos a los paisajes de La Mancha.
Ibiza
A Ibiza lleva años quedándole corta su condición insular, por eso extendió sus fronteras hasta el imaginario canalla de jóvenes de medio mundo, convirtiendo el topónimo en una marca con el lifestyle implícito. Pero como tras la tempestad llega la calma, la ciudad tiene otra cara, la de los tranquilos paseos por Dalt Vila, la de la buena gastronomía, la de las playas sin concentraciones de gente guapa esperando la puesta de sol. Gente guapa que ha hecho la isla un poco suya, aunque el ibicenco de mirada recelosa y hermética ley payesa meta a todos en el mismo saco al llamar murcians a todos los que llegan con ganas de comerse la isla. Aunque el ansia de conquistar Ibiza sea algo muy viejo, ya que a sus costas llegaron fenicios, púnicos, cartaginenses, romanos, árabes, hippies y disc-jockeys. Pero un día llegaron los señores de la Unesco y dijeron a todo el mundo que, tras el chunda-chunda y la resaca, había motivos para que la ciudad estuviera en su excelsa lista, tres en concreto: la ciudad de Ibiza con Dalt Vila y sus barrios marítimos, los antiguos huertos de ses Feixes junto al poblado fenicio de sa Caleta y la necrópolis de Puig des Molins y las saludables praderas de posidonia. Como buena isla del Mare Nostrum, Ibiza también tuvo trato con piratas. La necesidad de toda tierra de alabar a sus propios héroes hizo que levantaran un monumento en el puerto a los de la patente de corso, analogía con el punto canalla de la isla. De casta le viene al galgo, que diría el refranero. Aunque por aquí se lleve más el podenco, ese perro que la mitad de las abuelas de España tenían en los cuadros de escenas de caza en sus salones.
La Laguna
Paseando por las calles de San Cristóbal de la Laguna te llegan referencias de La Habana, guiños de Quito, rumores de Cartagena de Indias. Aire colonial, sin duda. ¿Y si fuera al revés? ¿Y si el trazado de la ciudad hubiera dado forma a tantas ciudades y pueblos de América? Para resolver todos los interrogantes abiertos hay que echar mano de algunos datos históricos necesarios para conocer la idiosincrasia de esta ciudad. La isla de Tenerife estuvo poblada por los guanches durante siglos, hasta que llegaron los españoles, con patente de corso de la corona, para extender los límites de la tierra donde no se ponía el sol. Al mando de las tropas estaba Alonso Fernández de Lugo, el Adelantado. Por lo tanto, el primero que vio las pedradas con las que fueron recibidos por el pueblo guanche. Corría el año 1494. Tras esa derrota, dice la historia que ha sido la mayor infringida al ejército español, el Adelantado Goliat vuelve a la carga para, esta vez sí, hacerse con el mando de la isla del David guanche. La idea que tenían los españoles de la conquista la resume a la perfección la conversación entre Alonso de Lugo y el rey Taoro, recogida en la crónica de Abreu Galindo. Además de buenos estrategas, el guanche tenía ya entonces el tan característico gracejo canario. Alonso de Lugo le dijo al rey que venían a procurar su amistad y a que fuesen cristianos. A lo que el rey guanche contestó que en cuanto a la paz y amistad que pedían, que él la admitía de buena voluntad, con tal que se fuesen de su tierra, que él les daría todo cuanto hubiesen menester; y que no sabía qué cosa era cristianos…
Mérida
Antes, mucho antes de que se inventaran nuestras costas como soleado asilo para jubilados de media Europa, Mérida acogió a los soldados eméritos que habían contribuido a hacer grande la Hispania romana. Eran tiempos en que ubérrimas tierras podían más que promesas de sol, playa y espetos de sardinas. Los distintos escenarios romanos hacen que hoy sea posible darse un paseo por Roma sin salir de Extremadura. Fue fundada en el año 25 a.C. por el emperador Augusto, como otras ciudades romanas se planteó como un damero. La idea del Ensanche barcelonés de Cerdà no es invento reciente y ya lo romanos construían sus colonias como quien dibuja una cuadrícula, creciendo alrededor de sus dos calles principales: el Decumanus Maximus y el Cardo Maximus. Si Mérida no hubiera sabido conservar el patrimonio que le legaron los romanos, sería una ciudad insulsa, incluso tirando a fea. Pese a que los visigodos y los musulmanes también dejaron su huella, las generaciones sucesivas se encargaron de ir desmontando lo que hacían las anteriores hasta que la ciudad se puso a crecer descontroladamente. Los restos de otras culturas no eran sino material para edificar las nuevas, hasta que llegó el sentido común y la Unesco para ponerles freno. Mérida es una ciudad que se visita de salto en salto en el mapa, pero visitar uno solo de los escenarios donde se vivieron tragedias, comedias, luchas y pasiones, ya hace que merezca la pena acercarse hasta la capital extremeña. Y luego está el Museo Nacional de Arte Romano, al que poca gente le dedica el tiempo que merece, y que por sí solo compensa con creces una visita a la ciudad.
Salamanca
La ciudad de Salamanca tiene una de las plazas más interesantes del mundo. Decir que es una plaza bella sería quedarse en la superficie poética de su fachada y perderse la parte canalla que suele ir cogida de la mano de la condición estudiantil. Porque si Salamanca está ligada a escritores, economistas, músicos, matemáticos, humanistas, clérigos o políticos, no hay que olvidar que todos ellos fueron primero estudiantes. La primera vez que llegué a Salamanca, hace más años de los que quisiera, lo hice a una sencilla habitación de una pensión en la Plaza Mayor, con un camastro de sonoros muelles, una bombilla colgada de un cable exhalando sus últimos vatios, un armario cojo y una pequeña mesa donde cabía todo lo que necesitaba, que era casi todo lo que tenía. Unos pocos cientos de pesetas en monedas, varias veces contadas, servían para pagar la habitación. El premio era abrir la ventana cada mañana, que era igual que comenzar un libro. El sol iba vistiendo de letras y detalles las páginas de piedra. Recuerdo que en la plaza del Corrillo se formaban tertulias que me quedaban demasiado grandes. Fue en esa placita donde conocí al poeta Adares, que me firmó un ejemplar de su libro Mi barca ya está hecha. Esta vez he vuelto en diferentes condiciones pero con el mismo ánimo, aun a sabiendas que hace tiempo que Adares no imparte desde la que llamaba su “cátedra”, las escaleras de la plaza del Corrillo. Partió con su barca hace ahora diez años, dejándonos sus surrealistas poemas de hogaza como legado. Desde el rincón del poeta oigo cantar a una tuna. Mientras me acerco, voy pensando en aquella época en la que se tenía el anhelo de pertenecer a una tuna como garantía de una vida interesante, llena de acción, noches de copas gratis que acababan confundidas con el día y sonrisas femeninas. Anhelo que duraba cinco minutos exactos y que era sustituido por otros cien para los que tampoco teníamos voz ni presencia. Luego, de repente, había pasado el tiempo. Los tunos cantaban con tristeza: “Ay la Clara, la Clara, la Clara / que antes era moza y ahora está casada”.
Santiago de Compostela
Dicen que todos los caminos conducen a Roma, pero muchos de ellos llevan a Santiago de Compostela. El del Norte, el Francés, El Primitivo, la Vía de la Plata, también llega hasta allí el entrañable Transcantábrico, esos vagones de nostalgia convertida en lujo. Todos ellos conducen, ampollas mediante en la mayoría de los casos, a la plaza del Obradoiro, el ombligo de ese gran Narciso de piedra al que tan bien le sienta el orvallo. Santiago con sol no es Santiago, es otra cosa distinta. El tono y brillo de las piedras, el musgo asomando por las junturas, los reflejos en los adoquines, el olor de las calles mojadas; son todos rasgos indisolubles de la personalidad y del paisaje santiagués. Camilo José Cela decía que en España había dos ciudades, Santiago de Compostela y Salamanca, que el resto eran campamentos. Eso sí, poder eclesial mediante. A Santiago le vino muy bien para su esplendor toda la historia del apóstol y su supuesto sepulcro. Apóstol que diera a las tropas españolas, también al Capitán Trueno, su heroico grito: Santiago y cierra, España. Con el tiempo, la expresión ha perdido la coma y su significado guerrero. También Valle-Inclán, cómo no don Ramón, hacia referencia a la ciudad en La lámpara maravillosa: “De todas las rancias ciudades españolas, la que parece inmovilizada en un sueño de granito, inmutable y eterno, es Santiago de Compostela. (…) En esta ciudad petrificada huye la idea del tiempo. No parece antigua, sino eterna. (…) Allí las horas son una misma hora, eternamente repetida bajo el cielo lluvioso”.
Segovia
Érase una ciudad a un acueducto pegada. Indisolubles, sin saber muy bien cuál es el apéndice, si la ciudad o el monumento. Tan alargada es la sombra que mucha de la gente que llega a Segovia apenas pasa de sus arcos, quedándose en la piel de esa postal resultona. Haciendo la habitual recopilación de notas tras la visita a una ciudad, llego a las páginas de Segovia y me encuentro con una interesante judería, pinturas románicas, algunos de los mejores artesonados conservados en España. También hay un concierto de piano en un café, recuerdos de Antonio Machado y una Nariz de Oro emprendedora. Por último un trozo de papel aparte que dice: “Insistir en la calidad de la luz en este rincón de la piel de toro”. Muy al final también aparecen un acueducto, el Alcázar, la Dama de las Catedrales y el cochinillo: tetralogía monumental (incluido el cochinillo) para el recorrido iniciático de las escapadas breves. Del Azoguejo hacia arriba, por la calle Real sin detenerse apenas, si acaso para asomarse a alguno de esos escaparates tradicionales que se dan codazos con las franquicias encargadas de vestir a las Lolitas de hoy. Una vuelta por la Catedral y de un salto hasta el Alcázar, que se está haciendo tarde y Cándido ya ha sacado el cochinillo del horno. Una leve impresión de esta elegante ciudad castellana. Si detenemos la película, rebobinamos y bajamos los frames por segundo, empiezan a aparecer los detalles.
Tarragona
En el año 218 a.C. romanos y cartagineses andaban a palos por la hegemonía del Mediterráneo. Aquel derbi bélico les llevó a entrar en la antaño Hispania por la actual Ampurias, pero los romanos enseguida vieron las posibilidades de Tarraco para establecer allí una de las bases más importantes de su Imperio. Nuestra memoria visual, en cuanto a lo romano se refiere, no puede sino nutrirse de las películas que hemos consumido sobre el género. Esa mirada atrás, es por tanto, una mirada viciada por el celuloide. Visitando los recintos arqueológicos de Tarraco recibimos impactos de las escenas clásicas: carreras de cuadrigas, luchas de gladiadores, reuniones en el senado, traiciones, bullicio en el foro, un pulgar que sentencia. También es un cruel memento mori; 2000 años después el mundo sigue y seguirá, si se lo permitimos, dentro de otro par de milenios. Aunque en algunos aspectos apenas hayamos cambiado. La diferencia está en el matiz: el circo ahora se llama fútbol, las hipotecas las pagamos en euros en lugar de sestercios, los romanos horneaban un pan tan duro como una baguette por la tarde; y procónsules convertidos en amos de su provincia enarbolaban la bandera de la corrupción y rara vez eran juzgados.
Toledo
Tirando de leyendas, el origen de la ciudad lo encontramos en fundadores tan dispares como un nieto de Noé o Hércules, que tras sus doce trabajos tuvo tiempo de darse un garbeo por Toledo; también en el birlibirloque nigromántico. Lo que nadie pone en duda es su rancio abolengo y su mal disimulado aire marcial. Desde el mirador a los pies del Parador una señora propensa al vértigo le pregunta a su marido si abajo hay agua y una madre le comenta a su hijo que ahí hay un río. No, ni un río ni agua. El Tajo es mucho más. Esa sonora jota fricativa y velar, acaba de dar enjundia al río, para ayudar a convertirlo en mito, en protagonista de muchas de esas leyendas que tanto gustan por aquí. Están cortadas con el patrón de la estructura shakesperiana: un par de amantes que profesan distintas religiones, un padre con mala leche y un final dramático junto a un acantilado de mayor o menor altura. Todo ello con la moraleja que viene a ensalzar la fe verdadera, dando a entender que la convivencia de las Tres Culturas también tuvo sus dimes y diretes propios de las reuniones de escalera en las comunidades de vecinos.
Úbeda
Úbeda es un tesoro renacentista rodeado por un mar de olivos. Lo que, así dicho, se aproxima bastante a la descripción de una ciudad ideal. En cualquier caso es una de las cimas del Renacimiento español, sobre todo en su faceta más humanista. El ejemplo de lo mejor que se llevó a América.
Lo curioso es que en Úbeda predominan los ejemplos de la mejor arquitectura privada, levantada por la sociedad civil, aunque en algunos casos sean iglesias y capillas. Además, un paseo por las calles de Úbeda es un repaso a la vida y la obra de dos de los personajes más sobresalientes de la España del siglo XVI. Uno es Francisco de los Cobos, que fue secretario de Carlos I y consejero de Felipe II. El otro, Andrés de Vandelvira, es tal vez el arquitecto más importante del Renacimiento español. El primero se convirtió en el mecenas del segundo, y de esta unión surgieron algunas de estas obras de arte que todavía perduran, en Úbeda y en otros lugares de la provincia de Jaén.
La plaza de Juan Vázquez de Molina es el comienzo de todos los caminos que nos llevan a emprender el descubrimiento de esta majestuoso conjunto. Para muchos es la plaza más bella de España. Allí están la Sacra Capilla de El Salvador del Mundo, el palacio de las Cadenas, la colegiata de Santa María de los Reales Alcázares, el palacio del Marqués de Mancera, el palacio del Deán Ortega, el antiguo Pósito, la fuente renacentista… Este conjunto es insuperable.
Pero hay mucho más. El barrio de San Pablo, con su iglesia y la mejor fuente pública renacentista de Úbeda, la casa de los Salvajes, además de palacios, oratorios… Y otros barrios: San Lorenzo, Santo Domingo, San Pedro, todos ellos lugares perfectos para pasear llevados por el aliento que emana de estas fachadas irrepetibles. Y de algunos de los mejores alfareros de Europa.
Todavía hay ocasión para la sorpresa: la Sinagoga del Agua, abierta en 2010, es un viaje a la historia oculta de Úbeda.
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