El norte de la región de Chūgoku tenía todos los números para ser uno de esos rincones olvidados que muchos países tienen. Un castillo que perteneció a los samuráis, el jardín más hermoso de Japón, la gastronomía del pez globo o el santuario sintoísta de Izumo, lugar de la asamblea anual de todos los dioses japoneses, son motivos suficientes para reivindicar una oportunidad como destino turístico.
Chūgoku inicialmente significaba “las tierras medias”, pero se empezó a traducir como “China” tras la fundación de la República de China, nombre que mostraba lo lejos y extraña que veían a aquella región desde los centros de poder. Para diferenciar ese pedazo de tierra al oeste de la isla de Honshū, la más grande del archipiélago japonés, del país que por ese nombre conocemos en la actualidad, se dividió Chūgoku en dos: San’in o norte a la sombra de las montañas, y Sanyou o sur en el lado soleado de las montañas. La historia tenía deparado un trágico suceso para poner en el mapa el sur, el lado soleado: su principal ciudad es Hiroshima. Para el norte, para el Japón a la sombra, aparentemente nada; poco peso en los datos macroeconómicos, escasa población. Pero con lo que no se contaba era con que los dioses, todos los dioses de Japón, escogieran un sencillo santuario de la región para celebrar su asamblea anual.
Durante una semana, en el décimo mes del calendario lunar, los ocho millones de dioses de Japón se reúnen en el Gran Santuario de Izumo. El número no es real, es la manera que los japoneses tienen de decir que las deidades a las que piden favores son incontables y del más diverso pelaje. Para recibirlos —los dioses llegan por mar— se encienden hogueras en la playa y los sacerdotes les dan la bienvenida para, a continuación, guiarlos hasta el santuario. Al entrar en Izumo puede resultar decepcionante la vacuidad de los santuarios sintoístas, más aún si los comparamos con los recintos religiosos a los que estamos acostumbrados: iglesias que rebosan barroco, de estilizado gótico o con hermosos capiteles románicos. En un santuario sintoísta destaca la madera, enormes vigas que arman y sujetan la estructura. La poca imaginería, si la hay, las partes decoradas, las telas con bordados o los lacados, están generalmente fuera de nuestro alcance y casi de la vista, en penumbra.



Los japoneses manejan como nadie los juegos de luces y sombras. Mientras que en occidente, especialmente en el Mediterráneo, se da toda la importancia a la luz y su efecto sobre las cosas, en Japón es la sombra el elemento que aporta elegancia y armonía a un espacio, es la iluminación de una triste vela lo que da vida a los delicados grabados en laca sobre un antiguo mueble, el exceso de luz los empobrece.
Hay algunos detalles cargados de simbología que conviene conocer. Las pequeñas estatuas con babero son los Jizōs, ofrendas por los niños fallecidos a temprana edad, los tres monos que se tapan boca, orejas y ojos, respectivamente —sí, esos monos existían antes de los emoticonos de Whatsapp—, son los mensajeros de Kōshin, dios de los caminos; el caballo de bronce con el hocico y las orejas gastadas por el roce de las manos buscando la buena fortuna es la montura que utiliza la Gran Divinidad en las festividades.
Izumo no solamente es uno de los santuarios sintoístas más importantes de Japón sino que probablemente es el más antiguo que se conserva en todo el país, ya que aparece en las páginas del Kojiki, un libro sobre la historia nipona que data del siglo VIII. Esa suerte de cónclave anual de los dioses recibe el nombre de Kamiarizuki, el mes en que los dioses están presentes, mientras que en el resto del país se habla del Kannazuki, el mes sin dioses. Esos días llega gente de todo el país, todos cuentan que no son creyentes, sin embargo vienen a pedir alguna clase de favor: comerciantes en busca de buena fortuna para sus negocios, ancianos que piden larga vida para sus nietos, estudiantes que buscan el apoyo divino en sustitución o como complemento a las horas de estudio. Pero una petición destaca por encima de cualquier otra. Izumo es el lugar al que acuden las chicas jóvenes que desean encontrar marido y tener un feliz matrimonio. En Japón también hay santuarios para los embarazos, los nacimientos y, cómo no, para los divorcios.
El ritual que siguen todos los solicitantes de favores al llegar al santuario consiste en pasar bajo el enorme shimenawa —cuerdas enrolladas hechas de paja de arroz que simbolizan la purificación en el sintoísmo—, tocar una campana, dar unas palmadas para llamar a la deidad a la que solicitan los favores —en Izumo se dan cuatro, dos en el resto de santuarios del país— y echar una moneda en un enorme cofre de madera. Las ceremonias que se celebran durante los días del Kamiarizuki trascienden el hecho religioso, son íntimas pese a la gran afluencia de gente, respetuosas pese a las cámaras fotográficas. Los sacerdotes, coronados con un enorme eboshi (gorro sacerdotal) de color negro, siguen un ritual que resulta ininteligible para nuestra tradición occidental; lento, hermoso. La miko es la sirvienta favorita de los dioses y tiene un papel importante en la ceremonia. Ya no son, como antaño, sacerdotisas vírgenes a las que se les atribuían poderes adivinatorios, pero en Izumo todavía acostumbran a ser familiares de los sacerdotes del santuario.
Hacia el final de la celebración, la miko sale ataviada con su hakama carmesí, agitando el suzu —una especie de gran sonajero de bronce adornado con campanillas— y danzando a cámara lenta, girando sobre sus propios pasos. Todo tiene un punto escenográfico aunque está lejos de ser teatro.




Para teatro tenemos el kagura, un tipo de representación dirigida a los dioses que solía llevarse a cabo en los palacios, aunque hoy lo podemos ver, mayoritariamente, en santuarios. Este tipo de teatro pudo dar origen a artes más sofisticadas como el noh y el kabuki. En el santuario Sanku de Hamada se puede asistir a una de estas complejas puestas en escena. El ritmo de la música es como una droga para los actores: los movimientos pasan de lo milimetrado a lo convulso al ritmo que marcan los bachi (baquetas) golpeando el taiko (gran tambor) y el shakuhachi (flauta hecha de bambú). Los trajes y caretas utilizados tienen gran valor, así como las serpientes hechas del papel tradicional washi, que alcanzan los veinte metros de longitud. En un día normal se muestran tres o cuatro actos de los casi cuarenta que hay preparados, pero en festividades señaladas se pueden ver hasta quince, en actuaciones que empiezan a las 9 de la noche y terminan al amanecer.
La carretera que comunica pueblos, ciudades y los principales atractivos de la región transcurre paralela al Mar del Japón. Circulando por ella se tiene la sensación de estar metido en un cuadro de Hokusai, entre poderosas olas que se desvanecen vaporosas en sus crestas. Al otro lado, se suceden los arrozales, pequeñas colinas pobladas de cedros y bambú, árboles cargados de caquis y pequeñas casas con coches en la puerta que parecen sacados de entre los juguetes de un niño.


La carretera pasa por las prefecturas menos pobladas de la isla, lugares de gente sencilla donde nuca pasa nada. Pero cuando una de esas personas decide hacer simplemente lo correcto su gesto es recordado durante siglos. Takagi Gonpachi provenía de una familia de samuráis y Katsube Motonemon era granjero. Cuando al inicio de la Era Meiji se empezaron a desmantelar los castillos, ambos convencieron a un grupo de acaudalados vecinos para comprar los terrenos del castillo de Matsue, construido a principios del siglo XVII. Gracias a ello, hoy es uno de los doce castillos originales que se conservan en todo el país, con la estructura de madera intacta. La albañilería ciclópea no es lo que más llama la atención en el castillo. Ni siquiera los hermosos jardines que lo rodean. Lo que más sorprende es caminar descalzo —en la entrada obligan a quitarse los zapatos— por los gruesos suelos de tarima, sintiendo el crujir de las tablas a cada paso, el mismo suelo por el que habían caminado varias generaciones de samuráis. En el interior del castillo se conserva una buena muestra de los característicos trajes de esta familia de guerreros.



El escritor Lafcadio Hearn se enamoró de Matsue y sus alrededores, hasta el punto de afirmar que Izumo le gustaba mucho más que la monumental Kioto.
Muy cerca del castillo se puede visitar un pequeño museo dedicado al escritor y la casa en la que vivió junto a su mujer Setsuko, fuente de muchas de las historias que luego plasmó en libros como Kwaidan, una recopilación de cuentos y leyendas de miedo muy conocida entre los niños japoneses. Camino al castillo está el santuario de Jozan, el preferido del escritor. Los cientos de figuras de zorros que allí se pueden ver fueron un día la ofrenda típica para tener una buena cosecha, pero los tiempos actuales mandan y el zorro ha dado el salto al comercio, ahora interesan más los buenos negocios que los asuntos del campo.
Al traspasar la puerta del Museo de Arte Adachi puede asaltar la duda de si se está en un jardín o en una pinacoteca. La respuesta es que no se puede entender un espacio sin el otro. Su fundador, Zenko Adachi, pensaba que un jardín japonés era una pintura viva. En las salas del museo hay grandes ventanales que simulan cuadros paisajísticos. El lienzo se transforma, evoluciona a lo largo de las estaciones, convirtiéndose en obra maestra durante el Hanami, la floración en primavera, especialmente de los cerezos, y el Momijigari, el enrojecimiento de las hojas en otoño. El fondo del museo tiene numerosas obras de uno de los grandes pintores japoneses, Yokoyama Taikan. La temática de las pinturas expuestas también va cambiando según la estación del año, los enormes murales con los colores rojizos del otoño dejarán paso al monte Fuji con el sol dorado, símbolo de nueva fortuna en el Año Nuevo. Luego vendrán las pinturas con los cerezos en flor y las más luminosas para el verano. Los jardines del Museo de Arte Adachi llevan años liderando la lista de los mejores de Japón.
El jardín de Yuushien, en la isla de Daikonshima, es otro de los más visitados del país. Azaleas, peonias, rododendros, camelias y lilas de agua se turnan para completar cada hueco del jardín. Su particularidad más destacada es que está iluminado por la noche. Además, durante los meses de otoño se lleva a cabo un espectáculo de luces. Desde fuera se podría pensar que el espacio dedicado al show lumínico se sostiene con dificultad en la delgada línea entre el buen gusto y la horterada, pero todo cambia al entrar. La luz te envuelve, va cambiando de tono y de color, deja zonas en sombra para luego iluminarlas progresivamente. No hay nada estridente ni, por supuesto, azaroso en el ritmo de la luz: colores complementarios, formas, todo responde a la idea que los japoneses tienen de la armonía.


Merece la pena hacer un par de paradas antes de llegar a Shimonoseki, la ciudad que se asoma al Mar Interior de Seto, en el extremo sur de la isla. En Tsuwano se encuentra el santuario Taikodani Inari, conocido como el de los 1.001 toriis —arcos colocados en la entrada de los santuarios sintoístas que también se ofrendan como muestra de gratitud en los templos consagrados a la diosa Inari—, colocados uno detrás del otro descendiendo hasta el río que pasa por la ciudad.
La ciudad de Hagi es famosa por su artesanía. Rudyard Kypling dijo: “Si quieren ver realizados sus sueños, que vayan al Japón para ver cómo se hace allí la cerámica”. La cerámica de Hagi está entre las más apreciadas del país, sobre todo para su uso en la ceremonia del té y para beber sake. La razón es que es una cerámica viva, debido a su porosidad va adquiriendo un tono diferente en función del uso, por el tacto de las manos y de la bebida que se consume. Esa evolución se conoce con el nombre de “Los siete cambios en la cerámica de Hagi”. Las piezas elaboradas por los ceramistas más famosos pueden alcanzar el millón de yenes.




La etapa final del viaje es Shimonoseki. La ciudad está conectada con la vecina isla de Kyūshū por puentes elevados y túneles bajo el mar. Una de las atracciones turísticas consiste en cruzar de una lado a otro caminando por un túnel submarino peatonal para el que se paga un pequeño peaje, unas pocas monedas que se echan en una caja dispuesta a la entrada del túnel. La caja no tiene vigilancia durante varias horas al día, pero a nadie se le pasa por la cabeza no pagar el peaje. Cuando la persona a la que se le suponen tareas de vigilancia está en un pequeño pedestal junto a la puerta, en realidad ocupa más la tarea de informador para resolver las dudas que pueda tener algún turista despistado.
Shimonoseki es uno de los principales puertos pesqueros de Japón, pero entre los pescados que se consumen en la ciudad destaca uno que rara vez proviene del mar: el fugu o pez globo. Tan apreciado es este pescado que allí lo llaman fuku, que se traduce como felicidad.
El curioso pescado aparece en un episodio de los Simpson en el que Homer se envenena al comerlo, también en una de las aventuras del mocoso Shin Chan donde el niño “muere de placer” tras cada bocado. La verdad es que ni una cosa ni la otra. La mayoría del pez globo que se consume en la actualidad es de piscifactoría, mediante la alimentación controlada se evita que produzca la tetradotoxina, el veneno que almacenan en las vísceras los ejemplares salvajes. Eso no quita que cada año haya algunas muertes por accidente o más bien por inconsciencia, siendo el caso de algunos pescadores hábiles con la caña pero menos al prepararlo. Una de las muertes más sonada fue la del famoso actor de teatro kabuki Bandō Mitsugorō VIII, elevado a la categoría de tesoro nacional. En una fanfarronada, el actor entró con unos amigos en un restaurante y pidió que les sirvieran el hígado del pez globo, la parte más tóxica. Pocos minutos después morían todos por asfixia.
La manera más tradicional de consumir pez globo es en sashimi, dispuesto en un plato formando una flor de crisantemo —flor del Imperio Japonés, se cree que tiene el poder de la vida—, cortado muy fino para que deje entrever el dibujo del plato. En cuanto al sabor, es algo insípido y de textura cartilaginosa. Cualquier otro tipo de pescado de los que sirven en sushi o en sashimi es más gustoso. En Japón le han dedicado hasta haikus al pez globo y en Shimonoseki está presente por todas partes: en cabinas de teléfono, grabados en las tapas de alcantarillado, en la publicidad de los autobuses, en todo tipo de recuerdos y, claro, en el mercado de pescado de la ciudad. El mercado bulle de actividad durante toda la mañana, la gente compra bandejas variadas de sushi, sashimi, tempura y fugu, para comer junto al mar, con la vista de la isla de Kyūshū al frente.




Cómo llegar
Para recorrer el oeste de la isla de Honshū conviene volar hasta Osaka, el aeropuerto mejor comunicado con la región. Una de las mejores opciones la ofrece Finnair (www.finnair.com), que vuela vía Helsinki desde Barcelona y Madrid (diario) y desde Málaga (5 veces por semana).
Los precios actuales para un vuelo a Osaka van desde 540 euros (turista) y desde 2.550 euros(business).
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