Algo llama la atención cuando se pasea por las calles de Beirut. Y no, no son los impresionantes coches de alta gama que circulan por doquier ni las tiendas de las firmas más aclamadas. Ni siquiera se trata del contraste absoluto entre la sociedad libanesa más moderna y el conservadurismo religioso más arraigado.
Bueno, vale, estoy exagerando. Todos estos detalles, parte esencial de la cultura e idiosincrasia libanesa, sí captan sin duda la atención de aquel que viaje hasta la capital del país. Pero hay algo más allá. Un elemento presente en muchas de las calles del centro de la ciudad. Más palpable. Más visible. Y, como los anteriores, también definen, lamentablemente, a la sociedad del país y a su historia. Son las huellas del conflicto.
Edificios y recuerdos heridos
Abundan en gran parte de Beirut los edificios con ventanas rotas, algunos de ellos medio derruidos, y las fachadas “decoradas” con los agujeros causados por la metralla del fuego enemigo. Algunos son herencia de la guerra civil, otros el resultado de algún acto terrorista del pasado. Sea cual sea la razón, la cuestión es que la guerra, incluso a día de hoy, es un tema constante en este país de Oriente Medio.
Al hablar con los libaneses te das cuenta de que viven sin confiar en el mañana. La propia historia, dicen, es la que les ha enseñado a no esperar nada, a no mirar al futuro. De hecho prácticamente todas sus generaciones han vivido alguna vez una guerra. Además, las tensiones que desde siempre han existido con sus vecinos israelíes no ayudan a relajarse. Tampoco las sufridas en el mismo país: nadie dijo que la convivencia entre 18 religiones diferentes fuera fácil. De hecho, una muestra de ello fue la guerra civil que mantuvo enfrentados a los libaneses durante 15 largos años, desde 1975 a 1990. Unos años que se tradujeron en 200.000 muertos, 400.000 heridos y 17.000 desaparecidos. Un tiempo en el que el país, y de forma más literal, la capital, estuvo dividida en dos. Este y oeste. Cristianos y musulmanes.
La partición de la ciudad se realizó utilizando como límite una de la avenidas más importantes de Beirut: la calle Damasco, una vía bastante larga que cruzaba —y cruza— de norte a sur la ciudad. A pesar de que tan solo unos metros separaban un lado de la calle del otro, para los libaneses significó un obstáculo imposible de franquear mundo. Vecinos de toda la vida vieron sus vidas rotas, separadas. Tan solo con dar un paseo por la zona se puede uno imaginar cómo fueron aquellos horribles años.
La Línea Verde
A lo largo de la calle Damasco los soldados armados de uno y otro bando vigilaron noche y día que nadie traspasara las fronteras. Si se pertenecía a un lado, estaba totalmente prohibido pasar al otro. Esto hizo que con los años en la calle empezara a crecer una fina hierba. Una hierba que acabaría tiñendo de color verde la calzada, razón por la que popularmente comenzó a conocerse como la “Línea Verde”.
Hoy día la calle Damasco vuelve a estar repleta de coches y el tráfico y los atascos son los mayores protagonistas. Ya no hay hierba, ni línea, ni nada que suponga una separación. En ella, uno de los edificios que más llama la atención es el Dome, un antiguo cine construido en 1965 con forma de huevo. La guerra, como era de esperar, también afectó a su estructura, y aunque hoy día parece que está en ruinas, su interior, como una metáfora del propio país, se mantiene vivo. En él se llevan a cabo numerosas actividades culturales que suelen tener bastante éxito, sobre todo exposiciones temporales, obras de teatro y raves. Porque otra cosa no, pero en Beirut, la gente vive el presente como si no hubiera un mañana.
Una muestra real de que, a pesar de todo lo sufrido, la vida sigue para los libaneses.
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