Cuando Tongam, jefe de un poblado de la etnia konyac, me dijo que estaba deseando volver a asistir al festival Hornbill, se le cambió el gesto y sus ojos recordaban a un niño abriendo regalos. ¿Qué tendría dicho encuentro para ilusionar de tal manera al líder de un pueblo guerrero que hace veintipocos años aún cortaba las cabezas a los vecinos y las exhibían como trofeo? ¿Qué le llevaría a viajar a la otra punta del pequeño (pero dificultoso de recorrer) Estado de Nagaland —en el noreste de la India— para reunirse con otras tribus? ¿Qué despertaría tanta ilusión desmesurada en un hombre ya adulto?
La celebración más esperada
Aunque sólo se celebra desde el año 2000, el festival Hornbill se ha convertido en la celebración más importante de Nagaland. La idea es sencilla: las 11 tribus del Estado se dan cita para festejar que son lo que son, tribus, y que ello les regala una identidad cultural. Ni todos viven en selvas ni visten siempre ropajes tradicionales, pero meses antes de que llegue el festival te hablan de él eufóricos, piden vacaciones en esos días para poder asistir y convierten diciembre en el mes más esperado del año.
La fiesta constante en que Kohima, capital de Nagaland, se convierte durante una semana es recordada por todos los naga hasta la siguiente edición. No tuve dudas: tenía que asistir al siguiente encuentro. Aún así, viajaba con reservas, pensando que encontraría un descafeinado show coreográfico con actores disfrazados e instruidos para sonreír ante la cámara.
El primer día comprobé que desde temprano la carretera que conduce desde Kohima a Kisema, donde se celebra el festival diurno, se llena de vehículos repletos de representantes de todas las tribus. Pararse un rato a observar el trajín de camiones y autobuses por cuyas puertas y ventanas asoman cabezas con sombreros de plumas y cuernos, abalorios sobre cuerpos semidesnudos, arcos o piernas en taparrabos, es de por sí un espectáculo. Irónicamente, la misma carretera que esos días vive tal jolgorio es la que tristemente hizo a Kohima famosa por la batalla que en ella se libró durante la Segunda Guerra Mundial.
Un espectáculo dentro y fuera del escenario
Una vez da comienzo el show, las 11 tribus se turnan para mostrar a las otras la parte de su patrimonio intangible que deseen compartir. Un baile dirigido a los dioses para que propicien la temporada de cosechas, juegos tradicionales, un ritual de entrada en la edad adulta u otro de bienvenida al poblado tras la cacería. Todo tiene cabida. Pero todo eso es lo de menos. Una excusa, al menos a mi parecer. Y es que lejos de ser el Hornbill un espectáculo con un público atento a un escenario, son los propios asistentes los que sin querer se convierten en protagonistas.
Reír a carcajadas con las bromas de otras tribus, emocionarse con sus representaciones, hacerles fotos o pedir repeticiones. Todo esto podría parecer normal, lo propio de cualquier festival. Pero no hay que olvidar que cuando los konyac —conocidos popularmente como “cazadores de cabezas”— muestran orgullosamente el escandaloso ritual con que se embravecían antes de partir de “cacería”, muchos de los que aplauden son descendientes directos de los decapitados. Y más que un protocolo de educación o una mera anécdota, este hecho explica que los tiempos, lo queramos o no, han cambiado.
Nagaland era hasta hace relativamente poco sinónimo de reto para los cartógrafos, de aventura para los exploradores, de joya para antropólogos y conversación recurrente en varias sociedades geográficas centroeuropeas. En definitiva, una incógnita en el inexistente mapa de una tierra cuyos nativos llenaban de vida.
Culturas que cambian
Colonización, guerras, hordas de misioneros y la inevitable modernización han llegado, en mayor o menor medida, hasta el interior de la selva. Y del mismo modo que el cálao —el hornbill, ave emblema del festival— comienza a extinguirse en la zona, todos esos factores hacen que la cultura de las tribus de Nagaland bien se disipe, bien se homogeneice conforme pasan los días.
Procesos semejantes han ocurrido a lo largo de la historia, lo cual no evita que aparezcan varias dudas. Quizá sea sencillo aceptar que no asesinar al vecino por cualquier pequeña disputa es un avance pero, si llegar a ello implica perder toda la cultura creada por una sociedad durante siglos, ¿es progreso? ¿Es ético abolir lo que (desde el punto de vista de quien manda) es nocivo, si quienes viven con ello están contentos? ¿Qué grado de subjetividad conlleva inevitablemente cualquiera de estas cuestiones?
Costumbres antiguas, tiempos modernos
Reconozco que seguía receloso. Observar actos tribales fuera de contexto me sabía a artificial. En un descanso entre actos comencé a pasear entre las grandes casas comunales, cada una de ellas asignada a una tribu. Y allí estaban, miembros de distintas etnias llenando de cerveza de arroz el bambú que usan a modo de vaso, comiendo del mismo plato e intercambiando números de teléfono tras las imperativas fotos. Y mientras dos jóvenes de distintas tribus coqueteaban tímidamente, un anciano arrojaba detrás de ellos un puñado de arroz al suelo, recitando algo que me resultaba incomprensible. Más tarde supe que ofrecía a las deidades de la tierra parte de su sustento.
Durante la siguiente hora vi como el resto de la tribu, en un acto casi inconsciente, hacía lo mismo mientras, smartphone en mano, seguían su charla. Otros jóvenes me contaban sus desventuras en la universidad mientras su abuelo, de cuerpo entero tatuado y que cuenta con los dedos de una mano las veces que no ha vestido taparrabos, se asombraba boquiabierto al oírles hablar inglés. Y cuanto más tiempo pasaba con aquellas gentes, menos entendía qué significaba progreso, evolución o desarrollo, y más sentía que era justo esto lo que entre bambalinas se movía en el Hornbill.
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