Ginebra es una ciudad discreta, Calvino se encargó de que así fuera dejando en herencia una vida de puntillas. Podemos catalogar como discreto el tropiezo de Luigi Lucheni que acabó con la vida de Sissi cuando iba a subir a un barco de vapor en el lago Lemán —la emperatriz tardó en darse cuenta de que sangraba tras la puñalada que le asestó el anarquista italiano—, también es discreto el ambiente nocturno de la ciudad, que acaba cuando en otras ciudades más al sur de Europa ni siquiera ha comenzado; y discreto, mucho, es el paso de famosos de diverso pelaje en busca de una fiscalidad más benévola para sus fortunas.
Borges dijo que de todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas, de todo lo que un hombre busca en el corazón de sus viajes, Ginebra es el lugar más propicio para vivir. La ciudad está construida al abrigo de los Alpes y las montañas del Jura, a orillas del lago Lemán, el mayor entre los alpinos. Alrededor del lago se encuentran los primeros atractivos de la ciudad y algunos jardines impecablemente cuidados, como el Inglés y su horloge fleurie con su segundero de más de dos metros rodeado de miles de flores. El icono de la ciudad, visible desde varios puntos de la misma, es el Jet d’eau. El chorro de agua sale despedido a más de 200 kilómetros por hora para alcanzar los 140 metros de altura. Otra de las posibilidades que ofrece el lago es la de navegar en los barcos que salen desde el Quai de Mont-Blanc para hacer recorridos de una hora de duración.
El casco viejo de Ginebra es pequeño, cómodo de recorrer, limpio como pocos. En los sótanos de la catedral de San Pedro se encontraron restos de la ciudad con más de mil años de antigüedad. No en vano, Ginebra y su lacus lemanus ya aparecían en la Guerra de las Galias de Julio César. En el antiguo Arsenal se exhiben mosaicos que cuentan aspectos claves de la historia de la ciudad. A su lado, el Hotel de Ville no se queda a la zaga en historia. En 1864, Henri Dunant sentó las bases de la Cruz Roja en ese edificio. Muy cerca de allí se encuentra la casa donde nació el ginebrino más universal; Jean Jacques Rousseau.
La plaza más antigua de la ciudad, la Bourg-de-Four, recuerda a esas placitas de la Borgoña, con la fuente en mitad de la misma y rodeada de cafés tradicionales. Alrededor del casco antiguo hay otros edificios destacables y un par de museos que merece la pena visitar: el Rath y el de Arte e Historia.
A los pies de la parte antigua están las dos arterias comerciales de la ciudad, la rue du Rhône y la de la Corraterie, repletas de elegantes tiendas y, cómo no, relojerías, uno de los orgullos nacionales. Cruzando el río por el puente de la Isla encontramos un museo creado por Swatch, donde podemos conocer la historia de la relojería.
Calvino, aunque no nació en Ginebra, dejó una huella imborrable en la ciudad. En la catedral de San Pedro se conserva la silla desde donde predicaba con manu militari —a Servet lo pasó por la hoguera en un cercano monte—; en el museo Internacional de la Reforma conoceremos los detalles de ese convulso periodo y, para ponerle cara al teólogo, podemos pasear junto al muro de los Reformadores donde comparte espacio con Knox, Bezel y Farel. Calvino está enterrado en el cementerio de Plainpaleis, en una tumba muy cercana a la de Borges.
De camino a la Zona Internacional llama la atención la conocida como casa de los Pitufos, detrás de la Estación Central de trenes. Fachadas de vivos colores y formas curvas que los más osados han querido comparar con la arquitectura de Gaudí. La Zona Internacional es la de los imponentes edificios de organismos de todo tipo y condición, tipos trajeados y coches oficiales. Dos de los edificios más destacados son el museo de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja y el Palacio de las Naciones. En el primero conoceremos la historia de la entidad creada por Henri Dunant en 1864 y en el segundo podremos disfrutar de las pinturas murales de José María Sert en la sala del Consejo y de la controvertida cúpula de Barceló en la sala XX.
La pataleta de Víctor Amadeo III de Saboya, al no poder conquistar Ginebra, le llevó a construir en las cercanías una villa de estilo italiano. Carouge es hoy un barrio ginebrino a diez minutos en tranvía desde el centro de la ciudad. El toque de los arquitectos que el regente se trajo desde Turín se ha mantenido. En los bajos de las casas de un par de plantas, pintadas en amarillos, cremas y ocres, encontramos todo tipo de tiendas de ambiente bohemio: cristalerías, panaderías, chocolaterías, sastres que trabajan las mejores telas, vinotecas.
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