De Lloret, Josep Carner dijo que era la patria gentil de Dafne. Joaquim Ruyra se refería a Blanes como el país del verano, de la luz y de la alegría. Ambas poblaciones han cambiado mucho, su costa aún tiene algunas reminiscencias helenísticas tan del gusto de los amantes del mundo clásico, como lo fue Carner, pero el entramado urbano no muestra apenas nada de los días en que las calles bullían con el ajetreo de redes y nansas, cuando estos pueblos eran el lugar al que se iba a dormir tras pasar la vida en la mar.
El Museo del Mar de Lloret es un buen lugar para empezar un viaje por la historia marítima de esta parte del litoral de la Costa Brava. Está ubicado en Can Garriga, una de las casas de los indianos que hicieron fortuna cruzando el Atlántico. De los astilleros de Lloret y Blanes salieron algunas de las mejores embarcaciones de la época dorada de la construcción naval catalana. En el museo podemos ver cosas tan curiosas como los contratos que se establecían con la tripulación, en los que se especificaban la cantidad de carne semanal y de ron diario que recibiría cada tripulante. En uno de esos contratos, de una embarcación que viajó a La Habana en 1836, reza: «La comida será según estilo de semejante navegación, reservándose los oficiales hacerla un tanto más distinguida como no sea viciosa ni excesiva». También podemos ver otro tipo de contratos, los del oscuro periodo del comercio de esclavos.
Salimos a recorrer las calles de Lloret. Para ponernos en antecedentes recurrimos a algunas fotos antiguas y a las palabras de Josep Pla: «Es una población de americanos y de pequeños rendistas de color brazo de gitano. Es pequeña, limpia y pulcra, bien urbanizada, sin ruido, sin industria, sin humo, sin tren cerca, muy arreglada». En una fotografía en blanco y negro de esas que ya amarillean, de papel grueso y bordes arrugados, vemos ese Lloret que fue. Aparecen dos chicas jóvenes peinadas según la moda de la época, con sus faldas hasta media pierna y sus delantales de trabajo. La imagen la tomó en la playa de Lloret, en 1928, un catedrático de Girona, Tomàs Carreras, quien fundó y dedicó parte de su vida a engrosar el Archivo de Etnografía y Folclore de Catalunya. Las chicas están de pie remendando una red; en segundo plano hay unas barcas de pesca y como telón de fondo la colina sobre la que se asentaba —todavía hoy, aunque muy cambiado— Venecia, el barrio de los pescadores de Lloret. Carreras también fotografió los llaguts de Lloret preparándose para la procesión de Santa Cristina, la regata S’Amorra, Amorra, y a los pescadores en la playa de Blanes. Conservó innumerables documentos relativos, entre otros, al tipo de peces capturados a l’art en el litoral de Blanes o a los actos litúrgicos celebrados en la ermita de l’Esperança.


«La señora de la derecha es mi tía bisabuela, Maria Camps Vilanova», dice Marina García apuntando con el dedo a la foto de las dos chicas. Marina, igual que varias generaciones de su familia, es hija del barrio de Venecia. «Maria Camps era tan buena arreglando redes que en los años cincuenta, en plena dictadura, viajó hasta Madrid para participar en el Concurso de Destreza en el Oficio. Y ganó. En casa de mis padres todavía guardamos sus agujas de remendar». Marina, trabajadora del Archivo Municipal, nos cuenta esta anécdota mientras paseamos por los angostos callejones. A medida que va desgranando historias vemos que, si bien el barrio del que habla es irreconocible, la mar está profundamente arraigada en los lloretencs. De Venecia se conserva poco más que el trazado, el olor a salitre por la cercanía del agua y un taller de tintado de redes ya en desuso, museizado, en el carreró de Sant Miquel. Es Tint es uno de los dos únicos espacios de este tipo que se conservan en Catalunya —el otro está en Calella de Palafrugell—, al que los pescadores acudían para teñir sus redes de algodón, cáñamo o esparto. «Era una técnica que servía para reforzarlas y hacerlas invisibles dentro del agua, pero con la llegada del nailon dejó de utilizarse. Este edificio sigue perteneciendo a la Cofradía de Pescadores, aunque en el pueblo quedan muy pocas personas que salgan a faenar», cuenta Marina con un deje de nostalgia.

Desde Es Tint cruzamos tres calles y llegamos a la playa de Lloret. Este extenso arenal, hoy ocupado por sombrillas y cuerpos al sol, es casi el mismo que a principios de siglo ofrecía perfectas estampas marineras al etnógrafo Tomàs Carreras: desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, la gente más humilde se dedicó a la tirada a l’art. A l’art tothom hi té part se decía entonces para explicar que todo aquel que ayudara tendría derecho a recibir una parte de la captura, aunque solían rebatir con la frase a l’art qui no roba no té part (quien no roba, no recibe). Actualmente, Lloret recupera, dos veces al año, esta antigua tradición pesquera que consiste en tirar de un aparejo de arrastre desde la playa. El primer domingo de febrero y el primero de diciembre, a la salida del sol, la zona de la playa conocida como Es trajo d’en Reyné se llena de gente dispuesta a ayudar a tirar l’art. Hay recompensa, igual que antaño, un desayuno popular hecho a base del pescado capturado.


No es la única tradición marinera que conserva Lloret. Santa Cristina de Vallarnau, la ermita de las ermitas catalanas como dijo Pla, está situada en un paraje al que no ha conseguido llegar la especulación inmobiliaria. A sus pies encontramos la playa de Santa Cristina y la cala Treumal. Un periódico publicado en 1910 se refería en estos términos a estos dos idílicos arenales: «La playa mejor de Catalunya, solo comparable con las de Biarritz y San Sebastián. Temperatura deliciosa y primaveral». La playa de Santa Cristina está flanqueada por las Roques d’es Canó, un pequeño promontorio rocoso que Joaquín Sorolla plasmó en un par de pinturas, siendo la más conocida Los pescadores, el panel que dedicó a Catalunya en el conjunto de la obra Visión de España (1919), encargo de la Hispanic Society of America. El paisaje que inspiró al artista sigue casi como lo describió: «Santa Cristina es una maravilla. Grandes pinos sobre el monte, con escollos claros de color, sobre una mar maravillosa, de azul y verde. Algo griego y estupendo».

La pequeña ermita, custodiada por la Obrería de Santa Cristina, es el epicentro de la celebración litúrgica más querida y respetada por los lloretencs: la procesión marítima. «Santa Cristina era la última cosa que veían los marinos cuando partían hacia las Américas y la primera que divisaban al regresar». Lo explica Jordi Rocas, que fue obrero de Santa Cristina entre 1979 y 1987. «En tiempos antiguos, la procesión desde el centro de Lloret se hacía por tierra, pero debido a la aspereza de la orografía, al calor veraniego y al mal estado de los caminos, el último tramo empezó a hacerse por vía marítima, con barcas de remos».

Actualmente, la fibra de vidrio ha sustituido a la madera en las embarcaciones, pero una comitiva de llaguts sigue procesionando por la bahía de Lloret hasta Sa Caleta y desde allí en dirección al santuario. La flota no solo traslada la imagen de Santa Cristina, sino también a los clérigos con las reliquias, a las obreras y obreros, a los músicos, a los portadores de las banderas antiguas, a las autoridades, a los invitados, a la prensa y a los miembros de seguridad. La navegación discurre muy pausadamente hasta la altura de Fenals, donde la comitiva detiene la marcha para rezar un Salve Regina. «Y aquí empieza la acción», cuenta Anna Rosa Bou, presidenta y entrenadora del Club de Rem Santa Cristina, el primer equipo catalán en ganar el Campeonato de España en categoría senior masculino. «La finalización del Salve Regina es el pistoletazo de salida de la regata S’Amorra, Amorra*. Los llaguts compiten entre sí, al grito de ¡Amorra, amorra sa relíquia!, por ser los primeros en llegar a la playa de Santa Cristina. Es un recorrido de unos dos mil metros en que lo damos todo». El empuje del equipo profesional de remo ha calado en la población y encuentra su espejo amateur en el Club de Rem Sant Romà, cuyos miembros se reúnen, al caer la tarde, en Sa Caleta o en la playa de Lloret para salir un rato a remar por el simple placer de hacerlo y disfrutar de la mar.



Al otro lado de cala Treumal, arenal que comparten Lloret y Blanes, entramos en el casco urbano de esta otra localidad con notable tradición marinera. En la playa más emblemática de Blanes, Sa Palomera, se celebra todos los años Els Focs de Blanes, el Concurso Internacional de Fuegos Artificiales de la Costa Brava. Sa Palomera debe su nombre a un útil marinero, las palomas, los cabos que servían para arrastrar las barcas fuera del agua. Blanes vivió su época de esplendor en el siglo XVIII gracias al auge que experimentó el comercio marítimo. La bonanza económica contagió a otros sectores marineros, como la pesca o la construcción de navíos, y dio trabajo a muchos artesanos independientes asociados a ellos, como los cordeleros o los corcheros. Entre 1830 y 1865 los astilleros de Blanes llegaron a construir hasta setecientos barcos.



Hay que pensar que el Palamós, segundo equipo de fútbol en España tras el Recreativo de Huelva, fue fundado en 1899. Y un año más tarde, el Barça. Así que a falta de referentes en el deporte se buscaban en los astilleros de Blanes, donde hubo reputadas sagas familiares de mestres d’aixa (maestros de azuela). Estos galácticos navales llevaban, casi siempre, el apellido Vieta heredado de l’avi Bagué, Josep Vieta i Burcet, un apellido asociado a la alta calidad de las embarcaciones que ponían rumbo a Puerto Rico y Cuba, entre otros destinos del continente americano. De todo ello sabe mucho Teresa Payret, mestressa del Hostal Doll, que tiene expuestas dos docenas de réplicas de algunos de aquellos barcos que se armaron en los astilleros de Blanes. «Mi padre era muy aficionado al modelismo y todos estos barcos a escala los hizo él. Este de aquí, por ejemplo, es el Pau Sensat —obra de los Vieta— y se construyó en Blanes en 1878. Es una corbeta que consiguió un récord de velocidad en la época: cruzó desde Charleston hasta Gibraltar en tan solo quince días durante los cuales incluso atravesó un huracán de popa a proa». Teresa es aficionada a la malacología, rama de la zoología que estudia los moluscos. De nuevo el mar bien calado adentro. Mientras tomamos una interesante cerveza artesana que producen unos chicos de Blanes, llamada Marina, nos muestra su colección de conchas y una amplia bibliografía sobre el tema. Salimos del hostal con una hermosa pulsera en la muñeca, hecha con el opérculo —también conocido como ull de Santa Llúcia (ojo de Santa Lucia)— de una especie de caracol de mar bastante común.

Con semejante panorama marinero no es de extrañar que, igual que sucedía en Lloret, los habitantes de Blanes se encomendaran a todos los santos y patrones del mar habidos y por haber. La localidad conserva siete ermitas, con un itinerario senderista balizado que pasa por todas ellas. En algunas se exhiben barcos exvotos, donaciones que sellaban una suerte de contrato entre el marino y la divinidad. Solían colgarse del techo y su objetivo era gratulatorio, propiciatorio o conmemorativo. Se pueden ver algunos de ellos en la ermita de l’Esperança y en el santuario del Vilar. El resto de ermitas de Blanes también fueron punto de encuentro de navegantes y pescadores. La de Sant Francesc, por ejemplo, fue levantada por los patrones de la almadraba de Coma Bona en 1681 y la de Santa Bárbara se construyó como punto vigía y defensivo contra el ataque de piratas. En otra de las ermitas marineras, la de l’Antiga, la primera que se construyó en la población en el siglo XV, nunca faltó una imagen de San Telmo, el patrón de los navegantes.
Durante estos días en Lloret y Blanes hemos podido ver la importancia, pasada y presente, de la mar para las dos localidades, con un destacado protagonismo de las mujeres en esas historias vinculadas al medio marítimo: como triunfadoras en concursos hostiles, guardianas de la historia, preservadoras de asombrosas maquetas que hacen navegar a nuestra imaginación y remadoras contra viento y marea. Pero como en toda buena historia siempre hay un pero. El mundo clásico, el pensamiento humanista y la influencia de Goethe estuvieron muy presentes en la vida del alemán Carl Faust. Vio en la costa de Blanes el lugar con el clima ideal y una “apariencia helénica” para fundar el Jardín Botánico Marimurtra, una república epicúrea para jóvenes biólogos, decía. Además del principal propósito, el científico, Faust convirtió Marimurtra en su patio de recreo; el templete que se asoma a Sa Forcanera y a la Punta de Santa Anna era el lugar donde tomaba el café con sus amigos. Y aquí llega el pero: Faust insistió en que solo desarrollaran sus investigaciones en Marimurtra los botánicos hombres, porque las mujeres no veían plantas sino flores.

Con la vista desde el templete, que llega inundada de la luz mediterránea de primera hora de la mañana, acabamos este viaje marítimo desde tierra. Sin atrevernos, como Pla, a describir la vista del mar de Blanes. El escritor del Empordà dijo que no se podía escribir del mar de Blanes sin arriesgarse al ridículo porque Joaquim Ruyra ya lo había dicho todo. Así que recurriremos al autor de Marines i boscatges para un digno final: «Sa Farconera […] casi nunca la visita nadie como no sea llegando en bote por mar: así que suele permanecer solitaria días y días, no parece sino que, libres de todo contacto perturbador, se afinan más y más el frescor o el dulzor de sus sombras y la pureza cristalina de sus aguas en el buen tiempo de verano. Al entrar, uno siente como si rompiera algo virginal e hiciera estremecer cierto misterio».

*Amorrar, en el argot popular, significa tocar la arena.
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