Viajar en avión en Indonesia es sinónimo —casi seguro— de ver un volcán desde el aire. El país cuenta con más de 150 volcanes, varios de ellos activos. Ver sus siluetas cónicas destacando en los campos, o coqueteando con las nubes si es temporada de lluvias, sirve como ceremonia de bienvenida al llegar al país.
Desde tierra el paisaje no desmerece a la vista aérea y además ayuda a entender parte de la cultura y de las peculiaridades del país. Algunos volcanes son adorados como dioses, otros acogen en sus laderas bien las mejores rutas de senderismo del país o bien panorámicas de las que suelen ilustrar artículos o portadas de revistas. Otros, sin embargo, esconden injustos secretos que parecen cocidos en su propio fuego.
El fuego azul
El volcán de Ijen (Kawa Ijen, en lengua local) ha tomado popularidad recientemente y es incluido como extensión de los tours al cercano y mucho más famoso monte Bromo, en el este de Java. Por locura que parezca, la gran mayoría de los excursionistas comienza su ascenso de noche, alcanzando el cráter cuando aún reina la oscuridad. No se puede disfrutar de las panorámicas durante la subida pero queda la recompensa de un espectáculo que no existe en muchos lugares más: el llamado “fuego azul”, una nube de aspecto fantasmal cuyo vivo color hipnotiza a quien la contempla y que desaparece como si fuera magia con los primeros rayos del sol.
Este fenómeno, unas emanaciones de azufre gaseoso proveniente del interior del cráter, esconde un drama. A la misma hora temprana en que los visitantes disfrutan del espectáculo de la naturaleza, más de un centenar de mineros recorren el camino hasta los vapores volcánicos. Un conjunto artesanal de tuberías de cerámica estratégicamente situado junto a las salidas del gas condensan su contenido hasta solidificarlo. No es ni su brillante color amarillento ni su particular origen lo que les hace recogerlo, sino su valor para la industria. En la base del volcán espera un camión en que volcarán el mineral para que sea transportado a fábricas cercanas.
Podría decirse que todo esto no es excesivamente raro. Mineros, con las peculiaridades propias de cada país, hay en cualquier parte. Eso sí, basta remitirse a los jadeos y frecuentes paradas de los excursionistas para corroborar que aquí llegar cansado al trabajo no es achacable a la vagancia. Curiosamente, el mismo camino que unos hacen por placer es para otros rutina laboral.
Aire venenoso
Una vez alcanzada la cima, aún resta un descenso por el interior del cráter hasta alcanzar las emanaciones. Antes de llegar a ellas ya se advierte la acidez en el aire, haciéndose necesario cubrir boca y nariz con una máscara (o improvisar una con un trapo húmedo) para evitar respirar el azufre. Los ojos se tornarán irremediablemente rojos. Y apareciendo entre el humo, casi haciendo un guiño a esas escenas cinematográficas de héroes intrépidos, empezarán a entreverse mineros cargando en sus cestas descomunales porciones de sulfuro.
Recuerdos del drama para llegar a fin de mes
Muchos aprovechan los instantes en que el azufre todavía no se ha solidificado para verterlo en los mismos moldes que se venden en las playas para hacer figuras en la arena. Instantes después, una tortuga, estrella o pájaro en un fluorescente amarillo es ofrecido como recuerdo a los turistas que pasean por el cráter. El aparentemente infantil souvenir ayuda a los mineros a aumentar su mínimo salario. Recorrer los tres kilómetros de subida, bajar hasta el cráter, y deshacer el camino con más de 50 kilos al hombro, dos veces al día, se paga con menos de siete euros. Las heridas en espalda y hombros, que no hace falta que las enseñen pues se ven a simple vista, demuestran la dureza de su labor. Su cada vez más mermada capacidad pulmonar —las máscaras son caras, comentan— pasará inevitablemente factura en el medio plazo y es que pocas profesiones piden que se abandonen tan pronto.
Y con cada fotografía que a veces se acompaña de una propina o cada figura de molde que acabará cogiendo polvo en alguna estantería se produce un irónico choque entre dos mundos: el de los visitantes que conscientes de la tremenda injusticia de la empresa que explota Ijen poco hacen (o poco pueden hacer) por impedirla y el de los mineros que sonríen al poder beneficiarse de su visita y no entender con ella que son presa de un cierto zoo humano. El debate, cuestión de perspectiva me dijeron por allí, está servido.
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