Debe ser cosa de la edad —de hecho sé que es por la edad— pero la distancia sentimental a lo que de mocoso llamaba las “batallitas de los abuelos” se ha ido reduciendo drásticamente. De un tiempo a esta parte, me empieza a preocupar de qué estarán llenas mis batallas. Y la verdad es que veo el imaginario que estoy —que estamos — creando mucho más difuso que el de aquel que construyeron mis mayores a mi alrededor mientras trataba de subir un piso más con el Exin Castillos o de aprobar las matemáticas. Quizás es porque le toca a los que vienen detrás acabar de darle forma, pero es un hecho que en pocos años hemos perdido habilidades manuales para adquirirlas dactilares.


Por eso son tan necesarios espacios como el Museo de la Vida Rural de l’Espluga de Francolí, 4.000 metros cuadrados destinados a la salvaguarda de la memoria en los que vemos expuestos una gran colección de objetos —en el fondo del museo esperan su oportunidad quince mil más— cuya cara visible nos muestra los diferentes trabajos que se llevaban a cabo en el campo y en los pueblos colindantes y la evolución hacia la mecanización, pero que en realidad hablan del sudor, el temple y los valores de personas que pasaron más tiempo con el lomo doblado sobre la tierra que erguidas. Es, sobre todo, un viaje a las emociones: cuentan que algunas personas mayores salen de la visita con los ojos humedecidos.
Es imposible no encontrar algún objeto que hayas visto rondar por casa, incluso algunos que ahora se ha puesto de moda coleccionar. En mi caso, el gran golpe a la memoria llega en la primera sala que visito, la de los carruajes. Uno de ellos carga con dos grandes lecheras de aluminio. Recuerdo una infancia de viajes anuales a mi casa natal en Asturias; escucho todavía ahora, de manera nítida, el sonido que hacía el lechero al llegar frente a la puerta de casa y llenar la lechera. Un recuerdo que no es detalle baladí, más cuando actualmente cuenta más el envoltorio que el contenido, el valor de la marca que el producto. Y como muestra, un botón: una búsqueda en Google Imágenes de la palabra “lechera” arroja un resultado muy distinto al del recipiente que mi abuela colocaba a diario en la puerta de casa.
Cavall de traginer, les tavernes coneix bé
(Caballo de arriero, conoce bien las tabernas)
Algunas de las salas están ambientadas con olores, como el del vino, la ropa recién lavada, el cuero o el grano, para aumentar la experiencia sensorial. El próximo mes de enero, el museo estrenará un sistema de audioguía basado en la visita de una persona a la casa de su abuela y que compara las cosas que va encontrando con las que hay en la actualidad. Una de las historias que se contará es la del carro funerario. En la localidad de Santa Coloma de Queralt tenían dos carros, el funerario y el de la basura, pero la mula que tiraba de ambos era la misma. Los dos carreteros encargados de la recogida de residuos paraban cada día en el mismo sitio para desayunar, en un lugar entre la iglesia y el cementerio. De sobra es conocida la terquedad de la mula, así que en los entierros el animal seguía exacta rutina, se detenía en el mismo lugar y no arrancaba de nuevo hasta que no pasaba el tiempo correspondiente.



El que trobis al corral, menja-t’ho bé, que no et farà mal
(Lo que encuentres en el corral, cómetelo que no te hará daño)
En el edificio antiguo, correspondiente a la casa solariega de la familia de Lluís Carulla —impulsor y mecenas del museo—, hacemos un recorrido por la cosecha de la triada mediterránea, trigo, viña y olivera; por los corrales, las despensas y tradiciones como la matanza del cerdo; por los oficios complementarios a la vida en el campo y por algunas de las estancias más características de la casa rural, en la que la cocina era el espacio canalizador de las tradiciones: era el lugar más caliente —el puchero colgaba todo el día sobre el fuego—, allí se cantaba en las celebraciones y las historias se transmitían de manera oral a las siguientes generaciones. Como no había televisor ni WhatsApp, la gente simplemente hablaba.



Quan vegis el peix a l’aigua saltar, estén la bugada, que el bon temps vindrà
(Cuando veas al pez saltar en el agua, tiende la colada que llega el buen tiempo)
Existe una preocupación, cada vez mayor, por disminuir el impacto de nuestra huella en el planeta. No deja de resultar curioso que hace un siglo ya se llevaran a cabo prácticas de sostenibilidad y ecológicas, pero las llamaban sentido común; el reciclaje era obligatorio por necesidad, casi todas las cosas tenían arreglo o remiendo. En el nuevo edificio del museo, diseñado por Dani Freixes, hay dos plantas que presumo son las que se visitan más deprisa: nos enfrentan con nuestro pasado reciente y con el presente, en definitiva con nuestras responsabilidades. En la sala dedicada a la mecanización del campo se muestra la rápida transformación del medio rural en las últimas décadas, el momento en que las mulas se convirtieron en motores de explosión y el forraje en gasolina. Roger, la persona del museo que me acompaña, me da la mejor definición posible del proceso de industrialización: “Los payeses ya no se ponen morenos”.
Frente al gran caleidoscopio que representa la tierra empiezo a entenderlo todo. El museo no es, únicamente, un homenaje a la sabiduría de la gente del medio rural sino una invitación a la reflexión profunda, al retorno a los ritmos naturales del tiempo, el amor y el respeto por la tierra.
Sin salir de l’Espluga de Francolí podemos seguir indagando en la historia de nuestros antepasados. Pero ahora el salto es mucho más grande. Vamos a los orígenes, hasta más allá del momento en que el hombre empezó a cultivar esa tierra de la que nos habla el museo. Si seguimos viajando en el tiempo, irremediablemente acabaremos dentro de una cueva. En l’Espluga de Francolí apenas hay que recorrer quinientos metros para que esto suceda. La historia reciente de la cueva de la Font Major va ligada, como en muchas otras cuevas, a la casualidad. Corría el año 1853 cuando un vecino de la localidad decidió construir un pozo en Cal Palletes, su casa, para abastecerse de agua. Al perforar, dio con un agujero aún mayor que se extendía lateralmente. Unos cuantos espluguins se aventuraron a explorar la galería descubierta, pero poco pudieron avanzar debido al nivel del agua.



Son otros hombres, sin embargo, los que hemos entrado a buscar, aquellos que habitaron y utilizaron la cueva desde hace 120.000 años. Entrar en la cueva de la Font Major es ir al encuentro del pasado geológico y prehistórico de las comarcas tarragoninas. Los restos arqueológicos que se han ido encontrando son, en la mayoría de ocasiones, pedazos de objetos familiares, de uso cotidiano, sobre los que tenemos que construir una historia, unos hechos, unas creencias: un modo de vida. Y ese ejercicio de imaginación es fascinante. Sobre todo cuando vamos al origen de la cueva y nos dicen que retrocedamos millones de años, hasta cuarenta, cuando el espacio era parte del fondo marino. La formación del conglomerado se originó por el endurecimiento de los sedimentos que quedaron al retirarse las aguas, formando el conglomerado que vemos en la actualidad. Seguimos imaginando. El punto clave en la importancia del entorno y de la propia cueva, a lo largo de las diferentes culturas vinculadas al lugar, es el río, el agua como punto de abastecimiento para los animales que cazaban y como símbolo de renacimiento y regeneración para las culturas que desarrollaron allí sus rituales.
Hay evidencias de presencia humana desde el Paleolítico, época en que la cueva se utilizaba de manera ocasional coincidiendo con los movimientos de la caza. A ese periodo pertenece el hallazgo de varias piezas dentadas de animales como el rinoceronte, la hiena y el ciervo. Con el Neolítico llegaron los primeros inquilinos a tiempo completo, que nos dejaron indicios de algunos cultivos básicos, de la domesticación de ganado y de prácticas funerarias. Las piezas datadas en la Edad de Bronce nos sugieren la posible visita de los primeros “turistas”; las agujas que se encontraron en la cueva tienen paralelismos con piezas halladas en territorio de nuestros vecinos franceses, en concreto de los departamentos de Saboya y del Jura. Ya en el Bronce, se desarrollan los primeros cultos funerarios con ofrendas y rituales, prácticas continuadas en época de los íberos que consideraron que la cueva era un lugar sagrado y fue el escenario que utilizaron para cultos vinculados a las aguas hipogeas. También se han encontrado monedas del Alto Imperio Romano, huellas medievales y, más recientes, de un polvorín del ejército republicano durante la Batalla del Ebro. En fechas más cercanas optamos por aprovechamientos más terrenales, como el cultivo de champiñones o el envejecimiento de cava.
Las visitas a la cueva son guiadas y tienen una duración de una hora. Mediante audiovisuales y recreaciones con figuras nos explican cómo vivieron nuestros antepasados. La cueva tiene 3.950 metros descubiertos, que transcurren en buena parte bajo el núcleo urbano. En las diferentes exploraciones que han hecho durante las últimas décadas, solo se ha podido sortear un primer sifón, lo que me lleva a pensar qué mundo y qué historias de los “abuelos de los abuelos” esperan aún tras el segundo. Como la primera parte, la histórica, me ha dejado con sabor a poco decido seguir el recorrido hasta completar el kilómetro de distancia. Para eso debo apuntarme a la ruta de aventura y enfundarme un traje de neopreno. El casco y un frontal completan mi indumentaria. La temperatura es estable dentro de la cueva, entre los 14 y los 16 grados, y la humedad alta, muy alta, rozando el 100% la mayor parte del tiempo.



Voy pendiente del guía, que me va indicando cómo sortear cada obstáculo o paso estrecho: de lado, de rodillas, tumbado. Me va contando que estamos en la séptima cueva de conglomerado más larga del mundo y pasamos por el lugar en el que se abrió el pozo que dio pie al descubrimiento de la cueva. Caminando por el río subterráneo, con el agua ya por encima de la cintura, empiezan a aparecer hermosos reflejos en la roca y en las ondulaciones que nuestro paso produce. Esa vía fluvial, al llegar al exterior, se convierte en el río Francolí. El guía toma unos pedazos de cerámica en la mano y me los pasa, son restos de vasijas íberas que los movimientos del agua va dejando al descubierto de vez en cuando.
Llegamos al punto donde hay que dar la vuelta, la conocida como sala del pou de la Biela. Me invitan a pasar por lo que llaman la lavadora, algo parecido a un sifón que permite dar una pequeña vuelta por una cavidad estrecha y baja, con curiosas y afiladas formas de la roca. Cuando me dicen el tiempo que llevamos dentro, soy consciente de que he perdido la noción del mismo: han pasado casi tres horas. Salgo agotado, pero qué viaje al pasado, especialmente si se recorren más de cien mil años, no lo es.
Más información en la web del Museo de la Vida Rural y en la de la Cueva de la Font Major. La ruta de aventura en la cueva está indicada para personas a partir de ocho años. No es preciso estar en una gran condición física, pero sí está contraindicada para personas con claustrofobia.
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