Dicen que la primera vez siempre es distinta a lo que uno se espera, le han contado o ha podido imaginar. Y que la impaciente ansia por querer sentir en piel propia el esperado momento se apodera de uno los días anteriores. Yo no iba a ser menos. Cuanto más se acercaba la fecha, más crecía el cosquilleo en el estómago.
Habíamos cuadrado la cita de forma que yo fuera a buscarla y, aunque hace ya años de aquel día, recuerdo con total nitidez la sensación que me invadió cuando desde la ventana descubrí su silueta. Me infundió respeto. ¿Será mucho para mí? ¿Sabré hacerlo bien? ¿Y si no es como me han contado? me preguntaba mientras, cada vez más cerca, apreciaba sus rasgos con más detalle. Un temblor y un par de avisos por megafonía anunciaron el encuentro. Había aterrizado en India.
¿Será todo así? ¿Será tan mágico como lo venden?
Tan pronto bajé de avión descubrí que era caliente como ninguna otra. No pude evitar —también ayudó mi nerviosismo— ponerme a sudar. Esa primera cita fue a una hora intempestiva, comenzando la madrugada. Me chocó encontrar como única seguridad a la salida del finger un militar en desaliñado uniforme que dormitaba dejando un pequeño charco de baba mientras mantenía el equilibrio sobre su fusil. Ni la tópica estampa ni el tímido bigote que coronaba su boca me eran desconocidos, y fantaseaba ubicando entre recovecos, esquinas y bazares la vasta colección de imágenes similares a aquella que durante años me habían acercado lentamente a India. ¿Será todo así? ¿Será tan mágico como lo venden?
Tras los obligatorios trámites de inmigración encontré un enorme cartel que rezaba: “Bienvenido a la democracia más grande del mundo”. ¿Podrá ser verdad que en una nación donde sus habitantes aún están separados por castas exista una democracia? pensaba cuando al cambiar dinero el cambista “se equivocó” dándome menos billetes con la cara de Gandhi en una de sus caras. Su indiferente parsimonia a mi queja me hizo pensar que “el error” era rutinario.
Sin darle más importancia (aún ignoraba que ésa era la clave para la supervivencia psíquica en el país) salí de la terminal y me senté a observar. No tardé en estar rodeado por un corro que me proponía ofertas de todo tipo: ¿Taxi, señor? ¿Hotel mucho barato, señor? ¿Mujeres? ¿Drogas? Mientras tanto, una vaca campaba a sus anchas entre vehículos y la marabunta de personas. Todo me parecía un espectáculo casi cinematográfico que me mantenía pegado al asiento, hasta que aproveché el revuelo de una pelea cercana para irme.
¡Pero haber empezado por ahí!
Paré junto a un taxi, extendí un mapa gratuito que acababa de coger y busqué la única referencia que tenía del centro de Nueva Delhi: “Connaught Place”. Señalé con el dedo el círculo que representaba dicho conjunto de calles concéntricas y se lo mostré al conductor. Un minuto después su expresión de incomprensión era la misma que al principio. ¿Habrá más lugares iguales? ¿Será una zona peatonal? No entendía dónde estaba el problema.
Entramos al vehículo. Lo arrancó “haciendo puente” con varios de los cables que sobresalían junto al volante y conectó una bombilla a otro conjunto de cables pelados pegados con cinta adhesiva a un techo vencido por la humedad. Tiempo después entendí que aquel momento representaba a la perfección una constante en el país: en el caótico desastre que aparentemente impera, todo funciona.
Volví a señalar, repitiendo su nombre, el mismo punto, a lo que respondió con el mismo gesto de incomprensión. Yo era ajeno a la idea de que los asiáticos no son muy amigos de los mapas, y menos aún de las indicaciones poco precisas. Cambié el destino por una calle cercana a la plaza a lo que exclamó: ¡Pero haber empezado por ahí! ¡Tú lo que quieres es ir al mercado de artesanía! Y salimos pitando.
Taxi nocturno a algún lugar
Abandonamos el aeropuerto y tomamos una autopista de varios carriles. El vehículo, un Ambassador de elegante diseño y testigo rodante del pasado colonial británico del país, avanzaba lentamente por la vía ignorando que, cual cortina de teatro, se convertía en mi cómplice perfecto para observar la obra que me rodeaba. Plásticos y viviendas rudimentarias levantadas con desechos se extendían junto a arcenes llenos de personas —a veces familias enteras—, que dormían sobre una sábana sin parecer inmutarse porque a apenas un metro de sus cuerpos transitasen vehículos.
Rompió mi ensimismamiento un frenazo en el mismo carril central. El motivo parecía de peso: el conductor necesitaba orinar. Y que mientras satisfacía su necesidad nos bordeasen otros coches no iba a impedirlo. La parada era además escusa perfecta para cambiar de conductor. Su hijo, de unos catorce o quince años, se desperezaba mientras colocaba unos cojines que le permitieran alcanzar los pedales sin dejar de ver al frente. El padre, ahora copiloto, liaba algo para fumar mientras instruía al púber y acompañaba a pleno pulmón los éxitos de Bollywood que sonaban por la radio.
Por primera vez sentí un sentimiento que me acompañaría durante todo el viaje. Si bien a veces, en un instante de lucidez, me abstraía y consideraba lo dantesco de la escena que presenciase, al contextualizarla en su entorno me parecía absolutamente normal, lógica y hasta segura. Una pareja de policías nos dio el alto cerca de un semáforo. En la tranquilidad de autoridad y conductores entendí que el único problema sería debatir a cuánto ascendería el soborno que, con un apretón de manos que traspasase el billete, dejaría al repentino coche de autoescuela seguir su clase. Un rato después llegamos a Connaught Place.
Todo lo que sabía del lugar era que cerca se ubicaba el famoso albergue Ringo —llamado así en honor del beatle— y que allí se encontraban las oficinas de aerolíneas, restaurantes de lujo y tiendas de marca. Hippies no encontré. Sin embargo las aceras estaban llenas de personas que dormían junto a las puertas cerradas de los lujosos establecimientos. Eran algunas de las millones de personas que sobreviven con las rupias del posible trabajo que surja cada día, sin más posesiones que las puestas y una esperanza muerta cada noche que elegían en qué acera dormir. ¿Se sentirían ellos parte de aquella mayor democracia del mundo? ¿Dónde estaba la espiritualidad de India? ¿En aquellas personas? ¿En su rutina? ¿Sólo en los templos? ¿Era una fachada? ¿No existía?
Esto nunca lo hubiera visto en mi país
Seguí con la mirada a una vaca que comía basura de la calle hasta que acabó en la sandalia de uno de los chicos dormidos. Con una suerte de involuntaria patada éste la recuperó ahuyentando al animal y siguió durmiendo. Aquel detalle no era nada del otro mundo, pero en mi país jamás lo hubiera visto.
Iba nervioso, todo me sonaba raro y tardé en darme cuenta de que para disfrutar de aquella primera vez sólo debía estar atento a eso, a los pequeños detalles. Pero mi amante era una caja de sorpresas y supo conquistarme rápidamente. Quizá su secreto fuera que, si bien siempre distintos, cada uno de los días que pasamos juntos volvieron a ser como la primera vez.
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