Cuando a Jimmy Rabbitte, uno de los protagonistas de la película The Commitments, le preguntan por qué quiere formar una banda de música soul contesta que los irlandeses son los negros de Europa, los dublineses los negros de Irlanda y los de Dublín Norte los negros de Dublín. Al acabar de ver la trilogía conocida como Barrytown, basada en los libros de Roddy Doyle, es imposible que te caiga mal un irlandés. Además está James Joyce, Oscar Wilde y la música de U2.




El 17 de marzo es San Patricio, probablemente el santo más celebrado alrededor del mundo. Las calles de Dublín se tiñen de verde para acoger a varios cientos de miles de personas. Pese a la abrumadora cantidad, la celebración más multitudinaria es la de Nueva York. La historia del santo es una de esas tan del gusto de la iglesia, de los que pregonan algún tipo de advenimiento y de los escritores de bestsellers sobre catedrales. El santo llegó a la isla con el rollo del trébol que no es uno sino trino, haciendo desaparecer las serpientes a su paso para hacer ver con su cristianismo el grave error que cometían todos los adoradores de ídolos en particular o de cosas sucias en general.
Pero hoy día, los jóvenes le profesan más devoción al barman del garito del barrio, jóvenes para los que San Patricio significa abrirse hueco a codazos en alguna de las barras de Temple Bar. Luego está el lado festivo. El día del desfile la gente pasea desde primera hora con ramos de flores bajo el brazo, los músicos ponen a punto los instrumentos y se dan los últimos repasos a la coreografía. Abren el desfile los miembros de la policía con sus perros, con mucho más glamour que nuestra cabra. A continuación pasan las diferentes bandas de música y luego los que dotan de imaginación al asunto, saliendo del encasillado protocolo del desfile con performances de todo tipo. Una vez acaba el desfile la gente se dirige a su bar preferido para consumir pintas, un tema en el que no se admiten medias tintas.





Si quieres pasar desapercibido, toma nota de algunas pautas para el comportamiento en la taberna. Mira con atención hacia la pantalla como si entendieras las jugadas de rugby, grita, anima. Pide una cerveza tras otra, pero no cualquier cerveza. Pedir una Heineken es una provocación, un atentado al orgullo nacional. O pides Guinness o pides una cerveza tipo Ale, no tienes más opciones aunque los tiradores sobre la barra o la publicidad digan lo contrario. Aunque la que se lleva el gato al agua es la Guinness, icono nacional. Lo intenté, varias veces, incluso visitando el museo. Pero no acabé de encontrarle el punto a ese gusto tan particular.




Si en España hablamos del tiempo cuando subimos en un taxi, en Dublín te preguntan si has probado la Guinness. Ante la respuesta errática que le di al taxista que me llevaba al aeropuerto, me asaltó directamente con la temida pregunta: Did you like it? Como si fuera el mismísimo Farrington, uno de los dublineses de Joyce, le dije mientras me recolocaba la peluca de color verde: “No creo que sea justo que usted me pregunte eso a mí”. Eso por no responder con la jaculatoria del Ulysses “shite and onions”.
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