A pesar de que el futuro está lleno de incertidumbres, la pandemia subraya elementos y retos que ayudan a entrever algunos de los cambios que pueden afectar a la actividad turística. Reflexionar para repensar el futuro no solo es recomendable sino una necesidad.
A los que trabajamos en el mundo del turismo nos va a tocar vivir unos tiempos especialmente difíciles y llenos de incertidumbre. Ya se ha comentado que, a estas alturas, la única certeza es precisamente que no existen certezas, que hemos entrado en un territorio desconocido para todo el mundo. En primer lugar hay que admitir que, si bien el batacazo será muy fuerte, nadie sabe todavía la magnitud de la crisis que provocará la Covid-19. Hay muchas variables en juego.
De todas maneras, ciertos aspectos se dibujan con claridad. Para empezar, es evidente que el contexto que conocíamos cambiará sustancialmente. Si el mundo después de la Covid-19 será diferente, el turismo también. Pensar que la situación anterior se restablecerá progresivamente no es realista. Aún así, el turismo no se acabará, como mínimo no por ahora. Se ha convertido en un elemento estructural y que define a nuestras sociedades, forma parte de nosotros hasta tal punto que, enseguida que se pueda, volveremos a viajar. Es más, si hay un deseo que deja claro el confinamiento actual es el de salir de casa, moverse, encontrarnos, cambiar de escenarios y entrar en contacto con espacios diferentes de los cotidianos.
La normalidad era la crisis
¿Cómo serán las nuevas estancias, las vacaciones, el turismo? Aunque nadie lo puede avanzar, merece la pena recordar una evidencia que nos puede ayudar. El turismo es un espejo y no hace sino reflejar los cambios que se producen en la sociedad. Es el resultado de lo que somos, de lo que pensamos, de nuestros anhelos y contradicciones. Son numerosos los expertos que señalan que la Covid-19 no ha hecho nada más que acelerar y catalizar una crisis que ya existía. Turistas ahogando Venecia, grupos inversores comprando barrios y expulsando a los vecinos, proyectos de nuevas urbanizaciones en el litoral, valles que dependen de una estación de esquí o que vinculan su futuro a un concierto o a unas olimpiadas. Tal como señala Noemí Klein(*1), la normalidad era la crisis.
El turismo es un espejo y no hace sino reflejar los cambios que se producen en la sociedad. Es el resultado de lo que somos, de lo que pensamos, de nuestros anhelos y contradicciones.
El virus no ha hecho más que subrayar que el sistema económico neoliberal en el que estamos instalados es claramente insostenible y, lógicamente, el modelo turístico global también. No solo es culpa del turismo, pero está claro que el planeta no puede aguantar a siete mil millones de humanos moviéndose y consumiendo como lo estamos haciendo. Coger un avión en Londres y bajar a tomar unas cervezas en Barcelona es claramente una majadería, y hay muchas más. Y no se trata solo de la insostenibilidad ambiental; la social es igual de grave. A los que trabajamos en el sector turístico a menudo nos cuesta reconocer, o afirmar abiertamente, que habría que viajar menos, que hay que viajar de otro modo; provocando menos impacto y, a la vez, revalorizando y disfrutando más del viaje. Quizás ha llegado la hora.
Los momentos de crisis son precisamente los mejores para cambiar las cosas, tanto en el ámbito individual, empresarial e institucional. Aquello que parecía muy difícil de repente aparece como inevitable. Entre los diversos cambios que serían aconsejables, hay uno que me ronda de manera recurrente: la imperiosa necesidad de rebajar el nivel de burocratización de la administración. La pandemia ha puesto de manifiesto la importancia de la administración pública en todos sus aspectos. Después de una primera fase de ayudas urgentes al sector para mantener “con vida” al máximo de empresas, nos hará falta una administración más ágil en la gestión, más eficiente en los recursos y más eficaz en las medidas.
Es el momento de simplificar, de poner el punto de mira en los resultados en lugar de seguir obsesionados en el control de los procedimientos.
La situación es grave y se prevé que todavía lo sea más. Es el momento de simplificar, incluso de asumir riesgos para evitar la parálisis. Hace falta, por ejemplo, cambiar la ley de contratación y volver a confiar más en los técnicos, quienes tienen que poder tomar decisiones según su criterio y su experiencia, con un margen de gasto mucho más grande. Es imprescindible favorecer la agilidad y poner el foco en la evaluación de resultados en lugar de en el control obsesivo de los procedimientos (es evidente que hace falta un cierto control, pero estamos matando moscas a cañonazos, se nos acaba la pólvora y cada vez hay más moscas). Tal como me confesaba no hace mucho un alcalde, si no lo conseguimos “nos haremos daño”.
En relación también con los cambios, tal como alerta Yuval Noah Harari(*2), hay que pensar muy bien en su orientación porque tendrán un impacto en el futuro. Un ejemplo, la salida de la anterior crisis —2008— provocó un incremento desmesurado de bares y terrazas en la Parte Alta de Tarragona con la consiguiente ocupación y privatización, prácticamente, de plazas enteras. Merece la pena recordar que es precisamente el espacio público aquello que define una ciudad. Este proceso ha impulsado una especialización funcional del barrio como espacio de ocio, contraria a los equilibrios y necesidad de un espacio para vecinos, de una área para vivir. Si la tendencia continúa, llegará el momento en que no será fácil distinguir el barrio del área del Mediterráneo de Port Aventura (en este caso, un recinto privado y específicamente concebido y destinado al ocio).
Algunas evidencias
¿Cómo saldremos de esta crisis? ¿Esperanzados? ¿Atemorizados? ¿Cómo nos verán los mercados emisores? ¿Qué cambios estamos dispuestos a hacer? ¿Qué principios estamos dispuestos a mantener? ¿Qué imagen querremos comunicar? Todo está lleno de incertidumbres. Aún así, recuperando el principio del espejo —el turismo como reflejo de la sociedad—, hay una serie de evidencias que la pandemia está poniendo de relieve y que pueden ayudarnos a intuir los elementos que pueden ser relevantes.
- La creciente importancia de las relaciones. Si algo ha demostrado sobradamente el confinamiento es la necesidad de las relaciones entre las personas. Necesitamos abrazarnos, tocarnos, hablar, escucharnos, compartir… Coincido plenamente con José Antonio Donaire(*3) que dice que en las propuestas futuras habrá que situar “las relaciones en el centro” de la experiencia turística. Donaire habla de una transformación sustancial de las prácticas, centradas hasta ahora en la contemplación de objetos, para pasar a privilegiar las relaciones de los turistas con otros turistas y con los anfitriones (¿Buenas noticias para las visitas guiadas de calidad? Esperemos que sí).
- La era del turismo consciente y con conciencia. La Covid-19 ha puesto crudamente de manifiesto nuestra fragilidad y está provocando una aceleración en la sensibilización ante los retos que plantea el cambio climático. Muy posiblemente, el número y el grado de conciencia ambiental de los turistas poscoronavirus crecerá sustancialmente. Probablemente estaremos mucho más predispuestos a entender que el turismo tiene que tener límites, que no todo vale, que hace falta más responsabilidad, que hay que incorporar la ética al conjunto de los procesos turísticos. Y no solo ambiental sino también socialmente. Me gustaría pensar que será más difícil continuar destrozando las vidas de las kellys(*4) para evitar subir un euro el precio de la habitación de un hotel. Puede sonar a utópico, pero hace falta incorporar más humanidad a las relaciones económicas.
Sin embargo, la deseada concienciación tiene que ir acompañada de medidas concretas y urgentes. Es hora de incorporar las externalidades negativas —ambientales y sociales— al precio de los productos. Es hora de que salga a cuenta hacer las cosas bien. Es hora, por ejemplo, de cuestionarse el precio de viajar en avión. ¿Cómo se explica que la gasolina esté gravada con impuestos y el queroseno no? ¿Tienen futuro las estrategias basadas en las compañías de bajo coste?
- El tiempo de la comunidad y la cooperación. La Covid-19 también ha dejado patente que nos necesitamos más de lo que pensábamos. Vicente Zapata(*5) explica que hemos dejado debilitar extremadamente los vínculos y el marco comunitario donde nos movemos. El “motor comunitario” hace tiempo que está “gripado”, cada vez estamos más separados de todos y de todo, dice. No es casualidad. El sistema neoliberal favorece el aislamiento. Cuanto más solos estamos, más consumimos. El filósofo Byung-Chul Han(*6) explica que aquello que nos hace libres no es la ausencia de lazos, sino precisamente los vínculos y la integración. La carencia absoluta de relaciones genera miedo e inquietud y nos hace más frágiles. Hace falta desvincular del consumo la idea de progreso para poder imaginar sociedades mejores, más justas, más felices; y esto solo se puede hacer colectivamente.
A las empresas turísticas les hará falta, más que nunca, trabajar conjuntamente y con el sector público e institucional. Donaire habla de potenciar la lógica de los sistemas en los que cuanto más cooperación hay entre los nodos (individuos, empresas, instituciones, territorios) más fuerte es el conjunto y más fácil le resulta adaptarse a los cambios. Sin embargo, no habrá bastante con la cooperación intersectorial. El nuevo turismo tiene que encajar en un proyecto de comunidad coherente. Tiene que servir para que todo el mundo viva mejor. Solo así los territorios serán capaces de elaborar relatos de hospitalidad honesta, consciente y con conciencia.
En este sentido, a lo mejor ha llegado la hora de que el turismo también contribuya (con la tasa turística, por ejemplo) a dar soporte a los productos culturales y ambientales sobre los que se basa su atractivo.
Intuiciones para el futuro
En esta nueva etapa que se abre la comunicación será más importante que nunca. Nos hará falta saber transmitir seguridad, explicar las virtudes saludables de nuestros espacios y construir relatos más centrados en las personas, en las relaciones, en los valores que nos hacen humanos. Las puestas de sol en Instagram y las piscinas de los hoteles quizás no serán suficiente. La comunicación banal puede hacer sumar “likes” pero no construye destinos sólidos, capaces de abordar y gestionar crisis. Necesitamos contenidos y necesitamos cultura más que nunca.
En esta nueva etapa que se abre la comunicación será más importante que nunca. Les puestas de sol en Instagram y las piscinas de los hoteles quizás no serán suficiente.
En el escenario pospandemia, probablemente, el turismo en espacios rurales y naturales saldrá beneficiado. La ausencia de aglomeraciones, el contacto con la naturaleza, la contemplación balsámica de paisajes, las excursiones a pie, la facilidad de relación entre huéspedes y anfitriones, la calidad de la alimentación, el contacto con la simplicidad; todos son elementos que previsiblemente serán bien valorados. Y el turismo de proximidad. Quizás es hora de poner énfasis en la satisfacción, en la felicidad a la hora de valorar las experiencias, en vez de ponerlo en el número de kilómetros.
Los estados de intensa incertidumbre favorecen la credulidad ante soluciones mágicas o pueden incitar a la “patada y adelante”, sin muchos miramientos. En cambio, la pandemia ha mostrado con claridad la necesidad de la confianza en la ciencia y de las conclusiones de los científicos. Haríamos bien en aplicar urgentemente esta lección ante las innumerables advertencias sobre la crisis climática y tenerlas muy presentes a la hora de tomar decisiones, también en el ámbito del turismo. De hecho, tendría que ser el primer condicionante a tener en cuenta.
En todo caso, parece claro que nos esperan tiempos complicados. Es momento para fomentar la resiliencia, la capacidad de adaptarse rápidamente a situaciones cambiantes; pero también es tiempo para reconocer el valor de la constancia y la fidelidad a los valores, a aquello que es esencial. Sé que no está de moda, pero la perseverancia es una fuerza que da calidad a la existencia. Un ejemplo que conozco bastante bien y que puede ilustrarlo es el proyecto Gratitud Pallars(*7).
Son numerosas las voces que hablan de la necesidad de impulsar una transformación hacia una economía basada en la protección de la vida, una economía, como dice Klein, verdaderamente regenerativa, basada en la cura y la reparación. El turismo tiene que formar parte de estos cambios de manera activa. Es hora de domesticarlo, tal como hicieron nuestros antepasados con el fuego. Descontrolado, lo quema todo. En cambio, un turismo ético y consciente de sus limitaciones puede potenciar las grandes virtudes del viaje, la cultura, los intercambios y las relaciones humanas.
(*1) https://www.elsaltodiario.com/coronavirus/entrevista-naomi-klein-gente-habla-volver-normalidad-crisis-doctrina-shock
(*2) https://www.lavanguardia.com/internacional/20200405/48285133216/yuval-harari-mundo-despues-coronavirus.html
(*3) En una reciente intervención telemática, el amigo y profesor José Antonio Donaire expuso magistralmente (como siempre) algunos de estos elementos: https://www.youtube.com/watch?v=yc2Yk-6uFMM (a partir del min. 58).
(*4) https://laskellys.wordpress.com/quienes-somos/
(*5) https://www.canarias3puntocero.info/2020/04/07/el-tiempo-de-lo-comunitario/
(*6) Byung-Chul Han El aroma del tiempo, Herder, 2015.
(*7) https://www.gratitudpallars.cat
Rafael López-Monné. Geógrafo y fotógrafo, consultor especializado en turismo y profesor asociado a la URV. Miembro del equipo de Kamaleon.viajes, especialistas en comunicación de destinos turísticos.
La versión original de este artículo se publicó en catalán en Conca 5.1
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