Cerros, colores, madera, calor, fuego, jaurías noctívagas. Océano, marinos. Escaleras, ascensores, embragues que sufren, el colectivo a pocos pesitos y la micro aún a menos. Sube, sube y sube. Baja, en ocasiones. Grafitis, artesanos, versos, El Capitán. ¿De qué está hecha Valparaíso?, una ciudad que tiembla, se quema y se hunde de vez en cuando; una ciudad que, en palabras de Pablo Neruda, convierte a todos sus ciudadanos en héroes antes de nacer.
La sombra del poeta chileno me persiguió durante los días que pasé en Valparaíso. En mi bandolera llevaba un par de libros: su autobiografía y el que le dedicó su amiga Sara Vial, Neruda vuelve a Valparaíso, una rareza complicada de encontrar. La luz y el color ponían el resto. De la sombra de un portal se escapaba el plañido de una guitarra, una chica joven transitaba de la sombra al sol, a contraluz, atusándose el cabello, peinándolo con sus dedos; cabellos morenos, rizos que aceleraban el pulso; ella caminaba —flotaba— junto a una fachada ajada, decadente, que pedía una mano de pintura que probablemente aún tardará mucho en llegar. Si eso no era poesía, se le parecía mucho.


Neruda no habló todo lo que hubiéramos —lo que yo hubiera— querido de sus días en Valparaíso. Para él fue el sitio de su recreo y receló, rozando el hermetismo, a la hora de compartir algunos de los momentos más felices de su vida. Compartió con nosotros su poesía, pero de sus ratos de empanadas, disfraces y guitarras sabemos bien poco por su propia voz. En su autobiografía, Confieso que he vivido, apenas dedica algunas líneas a la ciudad porteña, en un pequeño capítulo que llama El vagabundo de Valparaíso que es más una crónica de viajes que un ir desnudándose poco a poco. Sabemos de sus viajes por el mundo, pero dejó a otros la tarea de contar las noches en Valparaíso, entre ellos a su amiga Sara Vial.
A lo mejor fue porque de Valparaíso ya han hablado muchos otros. A Blasco Ibáñez, por los más de cuarenta cerros, le recordaba a Constantinopla. Rubén Darío habló de cerros trágicos, con ladridos —a los perros volveremos— y un lento silbido por las noches. Augusto d’Halmar dijo que era uno de los siete puertos del orbe, en los siete mares; una de las puertas y de las llaves del mundo. “Si yo fuera creyente diría que Valparaíso es la mejor obra de Dios. Y que, aunque pobretón, no podría hacerse de otra manera”, dijo Neruda, que consideraba a ese apéndice que es Viña del Mar como la ciudad antípoda de Valparaíso, no un lugar extramuros de Valparaíso sino un suburbio de Santiago, un lugar donde todo huele a casino: “La isla de Juan Fernández, a tres días y cuatro noches a la vela de Valparaíso, es Valparaíso. Viña del Mar, a quince minutos de travesía, cinco de auto y probablemente unos segundos de avión, no es, sin embargo, sino Santiago, un arrabal más santiaguino, ahí donde las distancias son desmedidas y descomedidas”.
Para un proyecto de poeta, bregando con la adolescencia, sureño, la llegada a Santiago era un trago demasiado amargo, un Pantagruel que devoraba sueños. Valparaíso era todo lo contrario: “Los muchachos locos de mi generación encontramos, en cambio, materia insondable de melancolía y ensueño en Valparaíso”. A la ciudad le sacó ángulos y maneras de dibujo cubista, con las casas haciéndose colores; aunque entendía que a los locales —porteños— no les gustara —o no supieran ver— la parte de Picasso y Dalí que había en el paisaje; una suerte de belleza boca abajo.
«Si caminamos todas las escaleras de Valparaíso habremos dado la vuelta al mundo» (Pablo Neruda).
Caminar buscando al poeta me resultaba, en muchos casos, como perseguir a un fantasma. Intangible, inasible, y a la vez inabarcable. Por supuesto inimitable aunque me empeñara en seguir sus rutinas. Podía evitar pasar por debajo de las escaleras y no mirar a los portales numerados con el trece. Podía colocarme el sombrero panamá, que me protegía del sol abrasador, ante cualquier vitrina que me devolviera la imagen. Podía, incluso, lustrarme los zapatos en la plaza de Armas. Pero la mayor parte del tiempo iba en busca de un Valparaíso perdido: ya no llega el aroma de los chocolates franceses de la confitería Ramis Clar y la orquesta del café Vienés hace mucho que enmudeció; cambiaron la nostalgia y la bohemia por los despachos de la Dirección de Desarrollo Cultural. No pude oler, ni pude escuchar, tan solo alcancé a leer e imaginar. No obstante, insistí. Me planté en la esquina entre las calles O’Higgins y Melgarejo, donde estuvo el restaurante Alemán. En una de sus mesas redondas se fundó, el 3 de junio de 1961, el Club de la Bota.
El bombero misterioso
El símbolo de la cofradía era una gran bota alemana de cerámica que Neruda había traído de México, con una inscripción en castellano que rezaba “Beba cerveza Julia”, de la que bebían todos los miembros o “botarates”. El rito iniciático para ser aceptado en el club consistía en dibujar, con los ojos vendados con una servilleta, un chanchito. En el organigrama figuró como presidente el Soldado Desconocido, cuya identidad, si es que la tuvo, fue siempre un misterio. Neruda, firmando como el Bombero Misterioso, fue el vicepresidente. La elección del mote pudo tener que ver con el prestigio que el cuerpo de bomberos tiene en Chile, especialmente en Valparaíso donde tienen que intervenir con frecuencia, formado exclusivamente por voluntarios. Sara Vial, la Pantera del Cerro Alegre, ejerció de secretaria y levantó actas de cada encuentro, material que utilizó más tarde en su libro. Detrás del Padre Camilo, el Navegante Solitario, el Fidel de las Finanzas, Mary Corazón de Piedra, Lorenzo el Magnífico o Elena de Troya, estuvieron, entre otros, el doctor Francisco Velasco y su esposa la artista María Martner, con los que compartía La Sebastiana; el pintor Camilo Mori o el fotógrafo Rolando Rojas, que pese a que inmortalizó muchas de aquellas reuniones jamás vendió una sola fotografía. Allí se celebraba la amistad y la vida; decidieron que eso poco importaba a la prensa. Eso sí, hubo una serie de normas de obligado cumplimiento: nadie debía presumir de inteligente, estaba prohibido alardear de intelectual o mostrarse culto en exceso. “Pobre del que se crea poeta”, alertaba Neruda. Sobraban los halagos y se requería sentido del humor, de lo contrario había que presentar la renuncia. En las conversaciones no encajaban los temas políticos, menos aún los religiosos o las enfermedades. En más de una ocasión, llegó algún invitado que no se hizo digno de volver por segunda vez a esa mesa.
No me resigné a quedarme sin compartir mesa con Neruda, así que entré en el restaurante Menzel para comer algo antes de visitar otro de los puntos importantes en la ruta de mi obsesión: Antigüedades El Abuelo. El Menzel fue una de las casas de comida frecuentadas por el poeta; allí sigue la mesa a la que solía sentarse. Como llegué temprano o porque pregunté —el fetichismo lleva pareja la curiosidad— pude sentarme en esa mesa. Por supuesto pedí caldillo de congrio, plato que le entusiasmaba y al que dedicó una oda. Mientras me servían recordé una de las dudas que asaltó a Pablo —a estas alturas, permitidme el tuteo— en alguna ocasión: “¿Puede un poeta gordo ser un poeta, puede ser espiritual si le escribe al ajo, a las uvas, al caldillo de congrio?” Puede, Pablo, puede. Y como tú, pienso que la vida empieza en la mesa. Ahora que empezábamos a intimar, me atreví a pedirle un trago de la petaca secreta, “hermanita” la llamaba cariñosamente, que sabía que siempre llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón. “Bebe —me dijo—, bebe. No creo en los que no beben vino igual que no creo en los que no se enamoran”.


Neruda el cosista
Otro Pablo, este de apellido Eltesch, me recibió en El Abuelo, uno de los anticuarios donde más objetos compró nuestro poeta. Sus padres habían abierto el negocio, en 1960, en un local diferente del actual. Neruda fue uno de sus mayores clientes: “No estuvo una vez, estuvo cien veces”, me asegura. Tras dejar la embajada en París, el primer lugar que visitó en Valparaíso fue esa tienda, desde donde hizo una llamada a un amigo retándole a adivinar dónde estaba: “Pos (sic) en El Abuelo, hombre”, cuenta que resolvió Neruda entre risas. “Don Pablo era cosista, no coleccionista”, quiso precisar el anticuario. Y en esa precisión está parte de la vida de Neruda que, en efecto, fue un virtuoso del cambalache. Compraba postales eróticas —con todo el erotismo que la época permitía— para colgarlas en uno de los lavabos de su casa de Isla Negra, adquirió juguetes antiguos, cajas de música, pipas, gramófonos, carteles de latón; cosas relacionadas con la industria y con el trabajo de la gente.
Mientras que la mayoría de la gente buscaba mueble francés, con remates dorados, Neruda supo apreciar objetos que en Chile no se cotizaban demasiado, a lo que sin duda contribuyeron sus viajes por Europa. Le entusiasmaban los trueques y se enorgullecía cuando conseguía una buena compra, aunque también sabía retirarse a tiempo. Regateaba con gracia y tranquilidad, pero si consideraba que el precio en el que se plantaba la otra parte era abusivo le espetaba: “Soy poeta, pero no tanto”. Esta era su fórmula para triunfar entre cachivaches: “Cuando quieras coleccionar alguna cosa, no tienes más que desearlo intensamente. Las cosas empezarán a llegar solas. […] Soy buen cachivachero porque tengo mucha paciencia. […] Cuando regatees mira para otro lado. Procura parecer cansado y con ganas de irte a dormir”.


Pero por lo visto no era tan fácil que renunciara a una pieza interesante: “Era muy insistente con algunas cosas que no queríamos vender. En la entrada del negocio teníamos un molinillo gigante como emblema. ¡Véndamelo, véndamelo!, le decía a mi padre cada vez que nos visitaba. Le hizo una oferta y mi padre le dijo que no. Al tiempo, vino María Martner y le dijo que le diera ese último gusto a su tocayo, que le vendiera el molinillo porque se estaba muriendo. Esa misma tarde subimos el molinillo a la camioneta, entre cuatro personas, y lo llevamos directamente a Isla Negra. Fue lo último que compró en nuestra casa. Nos mandó el cheque, recuerdo que algunos de los cheques iban destinados a El Abuelo, no a nombre de mi padre, pero en el banco nos los pagaban igual porque conocían a don Pablo”.
Le gustaba particularmente lo naíf. En casa tuvieron un cuadro con el dibujo de media sandía en un frutero. A Pablo Eltesch hijo le daba cierta angustia, lo consideraba feo y le decía a su padre que lo regalara. Pero el padre quiso bajarlo para que lo viera Neruda, le pidió un precio alto y lo pagó. El poeta dijo que había ingenuidad en el cuadro. “Era comprador, comprador. Y siempre pagaba, a veces se iba de viaje a Europa y se olvidaba de recoger la mercancía, pero la dejaba pagada”. La tienda tiene la categoría de Patrimonio Intangible de Valparaíso, pero no está especializada en nada concreto dentro del mundo de las antigüedades: “Chile no da para eso”, sostiene Eltesch. Tras despedirme, cuando estaba a punto de salir, el anticuario me volvió a llamar: “Anota esto, eso de que lo envenenaron es un invento. Fui con mi padre a La Sebastiana, a arreglar un cuadro que tenía algunas piezas móviles y estaban estropeadas. Nos atendió en cama, había hecho bajar su cama al comedor porque ya no podía ni subir al piso de la habitación”. Al morir Neruda, se hizo una exposición en La Sebastiana con objetos que le hubieran gustado. Llevaron una taza bigotera para tomar el té, pero el doctor Velasco les dijo que todo era muy acertado excepto la taza. “Le preguntamos qué tenía don Pablo encima de la mesa del salón. ¡Otra taza bigotera! Mira si conocíamos sus gustos”.




Algo cansado de escaleras, tomé uno de esos ascensores que forman parte de la identidad y el paisaje porteño. Encima del torno las monedas se agrupaban en pilas exactas para que el ascensorista pudiera entregar el cambio con celeridad. Un ascensor quejumbroso me cambió el nombre del cerro. En esta ciudad siempre se puede subir más alto, que es, como decía Neruda, el modo de hallar algo más pobre, de encontrar a niños despiertos y confiados que aceptan que invadas sus míseros dominios y te regalan el cielo sin regatear nada. Casi sin darme cuenta, caminado entre el colorido confeti de casas, llegué a La Sebastiana. Desde la ventana del comedor, por la que se le colaban el mes de septiembre, los días de empanadas y guitarras y el océano que tanto le gustaban, yo también le declaré mi amor a Valparaíso.


Regresé, caminando todo lo lentamente que pude, a mi habitación en el hostal Los Poetas. Hubiera querido dormir en la habitación que lleva el nombre de mi perseguido, pero estaba ocupada. De todos modos, Gabriela Mistral tampoco era un mal sitio donde caer rendido, recordando como la poetisa aconsejaba a Neruda, en el intercambio epistolar entre ambos, que se arropara. En mitad de la noche llegaron los ladridos de perros como Cuatro Remos, un chucho con alma de marinero que se vino de Santiago para convertirse en la mascota de la Sexta Compañía de los bomberos en los días del Club de la Bota. Sara Vial contaba que los perros como Cuatro Remos no caben en simples fotografías, pero su ladrido oceánico revive en todos los perros andrajosos y libres de los puertos, que no soportan amos por largo tiempo. Las ganas de juerga de la jauría contrastaban con mis ganas de dormir, por mucha libertad que reclamaran a ladridos. No quedaba sino poner en práctica el consejo que Neruda le dio a Sara Vial para las situaciones adversas: ¡Ríete como en el Life!
Pablo Neruda murió el lunes 23 de septiembre de 1973 a la 10.30 de la noche. Cuentan que a esa misma hora, en La Sebastiana, la bota del club cayó al suelo y se hizo pedazos.
Neruda y Valparaíso
Como decía al inicio del artículo, poco conocimos de la vida privada de Neruda en Valparaíso a través de su propia voz. Ha sido Sara Vial la que nos ha desnudado al Bombero Misterioso. Sin embargo, la ciudad de Valparaíso, Valpo como la conocen cariñosamente, sí estuvo muy presente en la obra y discursos del poeta. La llamó Oceánico Amor, Albacora del Sur, Reina del Agua, Central de olas y barcos, Puerto loco. Dijo que era el anfiteatro del mundo, un racimo de casas locas. Estas son algunas de las palabras que dedicó a la ciudad.
“Valparaíso me usurpó, me sometió a su dominio, a su disparate”.
“Valparaíso es secreto, sinuoso, recodero. En los cerros se derrama la pobretería como una cascada y la ropa a secar embandera cada casa”.
“Valparaíso encendido y rumoroso, espumoso y meretricio, con sus cerros de nombres profundos, con sangre en las sílabas. Cerros aromáticos y heridos”.
“Valparaíso está muy cerca de Santiago. Lo separan tan solo las hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, grandes cactus hostiles y floridos. Sin embargo, algo infinitamente indefinible distancia a Valparaíso de Santiago. Santiago es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve. Valparaíso, en cambio, abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños”.
“Amo Valparaíso porque es una ciudad con la que se puede jugar, una ciudad armada para un poeta”.
“Cada día vemos que se va sacando algo, un diente, una muela, una mandíbula de Valparaíso. Cada día vemos que vuela un edificio y que se hace un cajón de cemento”.
“Te declaro mi amor, Valparaíso.”
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