Recuerdo perfectamente la primera vez que visité Volubilis, hace casi dos décadas. Me había subido a un Grand Taxi en Meknes, junto a otros cinco pasajeros —tuve que compartir el asiento del copiloto con un anciano con chilaba—, para visitar la ciudad santa de Mulay Idrís. Tras pasar allí la mañana, otro de esos ruidosos y antiguos Mercedes me llevó hasta la entrada del recinto arqueológico. Era un seco mes de mayo —me lo ha chivado el pie de foto de las diapositivas que tomé en aquella ocasión—, y estaba despejado. Mi intención era quedarme en Volubilis hasta que me echaran, porque entonces la hora de cierre coincidía con la puesta del sol. Sabía que ser el último en salir, también lo había sido para entrar, me haría pagar caro el regreso. Ya no iba a encontrar taxis que regresaran a Meknes y no podía dormir en Mulay Idrís porque, pese a estar a menos de cuatro kilómetros, su condición de ciudad santa no permitía la pernocta a los no musulmanes. Pero no pensé en eso ni un minuto, ya lo solucionaría más tarde. Estaba solo en el recinto arqueológico y la luz se ponía de mi parte.




Para situarme un poco, me hice acompañar de uno de los insistentes guías que había en la entrada. Tras identificar los principales sitios con él, pensé, luego podría dedicar el tiempo que me quedara a recorrerlos a mi aire, sin las prisas “wikipedistas” de los guías turísticos. Vimos el fórum, la casa de un hombre rico, las termas y algunos de los mosaicos mejor conservados. Asistí con sorpresa al cruce del Decumanus Maximus por parte de una familia con sus burros. Mi guía me dijo, con toda naturalidad, que eran vecinos de la zona y que ese era el camino más corto para llegar desde los campos en los que trabajaban hasta su casa.
Un poco antes de marcharse, el guía dijo que iba a hacer algo por mí, que le había caído bien. Di a sus palabras la veracidad justa, consciente de que esa frase-anzuelo se la decía a todos los turistas buscando una propina como respuesta. Saltó la pequeña cuerda que separaba el camino de una estancia con un hermoso mosaico, sacó una pequeña y roñosa botella de plástico que tenía pinta de haber sido rellenada una y mil veces de agua; se empapó la mano y salpicó hacia el mosaico con enérgicos movimientos de los dedos. Al momento, diez, veinte teselas, o cien qué más da, cobraban vida. Los colores, antes apagados por una gruesa capa de polvo, se mostraban con fuerza, intensos, dibujando algunos trozos de la figura que componían.




He guardado ese momento en mi memoria desde entonces. Pese a que visité Volubilis en tres o cuatro ocasiones más, nunca se volvió a repetir. Supongo que el hecho de que el lugar sea Patrimonio de la Humanidad no permite alterar en absoluto el estado de los restos romanos. Además, ahora llegan algunos turistas más, aunque siguen siendo muy pocos, y probablemente ya no hay que encandilarlos para que suelten alguna moneda a la salida.
Hace unas pocas semanas he vuelto a Marruecos. Uno de los días, en los que me encontraba paseando por la medina de Fez, empezaron a caer algunas gotas. Al rato, caminaba por aquellos callejones acompañado de una persistente lluvia y me vino un recuerdo en forma de impacto: en mi mente se dibujaban, de manera precisa, aquellos pedazos de mosaico revividos por mi guía y las gotas de agua que caían de sus dedos. Comprobé la previsión meteorológica y esbocé media sonrisa, anunciaban lluvias para los próximos dos días. No tuve dudas, programé una visita a las ruinas de Volubilis para la mañana siguiente.
Pagué con prisas, con cierto nerviosismo que hizo que se me cayeran algunas monedas, los 20 dirhams que costaba la entrada. No quería guía, sabía perfectamente hacia dónde me tenía que dirigir. No era la basílica, ni las columnas con cigüeñas, ni el arco de triunfo lo que reclamaba mi atención. Iba sediento de mosaicos. Los trabajos de Hércules, el séquito de Venus, el acróbata, Diana con las ninfas, Baco y Ariadna. Si apenas unas gotas de agua se mantuvieron en mi memoria durante tantos años, ¿qué podía pasar con semejante aguacero? Tardé muy poco en saberlo.
Las teselas brillaban de manera espléndida. No había rastro del polvo que las mantenía apagadas, casi ocultas, durante muchos días al año. La Unesco no podía decir nada. Era un fenómeno natural, la lluvia, y no un guía ávido de propina lo que me mostraba así los mosaicos. Hice algunas fotografías para ayudar a la memoria el día que no tenga fuerzas, pero la mayoría del rato me dediqué simplemente a observar. A ver que Ariadna parecía embarazada, a encontrar crustáceos y peces que habían pasado desapercibidos en anteriores visitas, a sentirme un poco voyeur ante la desnudez de las ninfas, a jugar a adivinar el mosaico que representa cada trabajo de Hércules, con la obviedad de aquél en el que aparece el Can Cerbero; a contemplar los detalles del acróbata sentado al revés sobre la grupa de su caballo.




En 2015 se ha cumplido un siglo de las primeras excavaciones en Volubilis. No se me ocurrió mejor manera de celebrarlo que disfrutar de los mosaicos en todo su esplendor, en un incómodo pero impresionante día de lluvia en aquella ciudad de Marruecos donde un día se habló latín.
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