Subes y bajas por calles y siempre estás en el mismo lugar: Quito. Ahora subo y bajo por el recuerdo. Hace unos días, en un perfil de Gabriela Alemán sobre el escritor Pablo Palacio, leí que “el pasado siempre amenaza con desaparecer, solo que nunca lo hace del todo”. Me pareció que hablaba de Quito.
Cuando Pablo Palacio llegó a Quito en 1924 tenía dieciocho años y nadie estaba preparado para la literatura que haría poco después —en realidad, nunca se está del todo preparado para “un hombre muerto a puntapiés”—. El adelantarse a su tiempo y la locura hicieron que su nombre desapareciera de los manuales de literatura, hasta que en 1964 se le recuperó: resulta que Pablo Palacio había sido uno de los precursores de la nueva novela en Latinoamérica y eso es algo que, como el pasado, nunca desaparece del todo.
Si el viajero consulta Google Maps antes de viajar, conocerá el tiempo, la temperatura, la hora, los habitantes, la superficie y la fecha de la fundación de Quito; pero nada le indicará el número de subidas y bajadas que hay en las calles, salvo por una elevación que aparece al seleccionar el modo topográfico del mapa: es la colina del Panecillo, junto al Centro Histórico de Quito. Eso tal vez le haga sospechar. Cuando llegue descubrirá, si es que en casa no se aventuró ya a recorrer la ciudad con el muñeco de Google Street View, que sobre el Panecillo hay una virgen gigante, metálica y kitsch. Todos suben hasta ahí para ver Quito desde la altura. Sin duda, el viajero también lo acabará haciendo, siempre y cuando no requiera de mayores alturas. De ser ese el caso, entonces deberá ascender hasta los 4.000 metros en teleférico, donde está el páramo del volcán Pichincha y desde donde se ve la ciudad desparramada por el valle andino. En Quito vas de la ciudad a un volcán así, como si nada, como si fueras a la compra.
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Quito en el recuerdo: señores con traje, taxistas que hablan de política, los limpiabotas, los sombreros, los mofletes colorados, zapatitos, niños como madejas de lana, la subida hasta el hostal, y, poco después, tras el checkin, la bajada, y el desayuno en el patio de comidas del mercado próximo: entre doña por aquí y doña por allá, entre pescado frito, ceviches, platos de arroz, secos de carne, churrasco o corvina, escojo el Rincón de Rita y su encebollado acompañado de palomitas —el canguil en Ecuador, las cabritas en Chile, las cotufas en Venezuela, las canchitas en Perú, Simón Bolivar no supo poner orden—. Me parece demasiado temprano para las palomitas; en Ecuador, la sopa de pescado sabe a tarde de cine en sesión continua.
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Cuando Paul Theroux pasó por Quito en 1978, cincuenta y cuatro años después de Pablo Palacio, que ya había muerto y había sido enterrado en Guayaquil, viajaba en tren de Boston a la Patagonia y le pareció que, pese al frío y la altitud que le quitaba el aliento, la ciudad era la más feliz que había conocido en Sudamérica entre las ubicadas en altura. Paul Theroux no pudo conocer a Pablo Palacio, pero sí a alguien tan importante en la vida literaria de aquel como fue Benjamín Carrión. Se reunió con él una mañana y hablaron de literatura. Antes, el americano fue a visitar las iglesias de Quito, que es lo que se suele hacer en el centro histórico: el viajero también explorará los callejones y su arquitectura virreinal —es lo que dicen las guías—.
La ruta de iglesias que siguió Paul Theroux le llevó a La Compañía, a la iglesia de San Francisco y a Santo Domingo. Sabía que hay ochenta y seis iglesias en Quito —yo nunca me atreví a comprobar el dato: la Wikipedia informa que solo el Centro Histórico de Quito tiene 4.286 inmuebles patrimoniales—, pero con esas tres se dio por satisfecho. El recorrido lo hizo de puerta en puerta, en coche; pero el viajero, como corresponde en todo Patrimonio de la Humanidad, lo hará caminando y en este orden: La Compañía, la más asombrosa de la ciudad, con portada labrada en piedra volcánica; San Francisco, impresionante en belleza, con la plaza llena de palomas y detrás de su vuelo los niños corriendo como si volaran cometas; y Santo Domingo, más sobria por fuera que por dentro. Para completar la serie no deberían faltar la basílica del Voto Nacional, la Catedral y la iglesia de El Sagrario.
Quito ya era importante antes de los españoles; pero no hay restos incas porque el héroe Rumiñahui decidió destruirlo todo antes de que cayera en manos de los conquistadores: la arquitectura virreinal se levanta sobre ruinas prehispánicas. Siempre construimos sobre ruinas, sean prehispánicas o personales. En realidad, los restos incas se encuentran dentro de las iglesias —por ejemplo, hasta una cuarta parte de la decoración de San Francisco, señala Paul Theroux, es inca—. En su recorrido, Paul Theroux pasó por La Ronda, le venía de paso. No lo dice, pero sospecho que fue ahí donde se reunió con Benjamín Carrión para hablar de literatura. La Ronda siempre fue de bohemios.
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Quito en el recuerdo: los selfies con la guardia del Palacio de Carondelet, la crema de coca milagrosa, la lotería, los lectores de portadas de los periódicos del día, los fotógrafos de la plaza Grande que sacan retratos instantáneos. Camino como equilibrista por los bordillos, subo la Cuesta del Suspiro, paso por la calle de las Siete Cruces, llego a la calle Rocafuerte, a la esquina de los dulces, maní confitado, cocadas, ajonjolís, lo dulzón que cosquillea en mis fosas nasales; y más arriba, junto al Arco de la Reina, todo para la santería, baños, colonias, soluciones contra el mal de aire, de ojo, de espanto, de malas energías. ABRACADABRA como dice Pablo Palacio en su cuento Brujerías. Abracadabra: y la memoria se abre.
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Subo y bajo por las calles de Quito, en el recuerdo. Ahora leo a Gabriela Alemán sobre Pablo Palacio y todo se me antoja uno. El pasado amenaza con desaparecer pero nunca lo hace del todo, porque “sigue ahí, a nuestras espaldas, tras una puerta sin candado pero con perilla defectuosa”. Tal vez sea que subes y bajas por calles y siempre estás en el mismo lugar. Tal vez sea que hablar de lugares es hablar de memoria.
Fotos © Rafa Pérez
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