Si llegamos a Asturias en avión, un poco antes de aterrizar vemos el inconfundible manto verde, con sus prados y campos de manzanos de los que sale la sabrosa sidra. Si pudiéramos darle la vuelta a ese tapiz, el color variaría hacia un profundo negro. Ya nos lo cantaba Víctor Manuel: «Asturias verde de montes y negra de minerales». Durante mi infancia, en aquellos despreocupados años ochenta, Asturias salía en la televisión por dos motivos: una tragedia en la mina o las huelgas de los mineros. Entre lágrimas, solidaridad y los ecos de la desgarradora canción Santa Bárbara bendita —oficialmente En el pozo María Luisa—, creció en mi imaginario la imagen de gente fuerte, que se jugaba la vida a diario bajando al Hades para extraer un preciado mineral vegetal, el carbón, que contribuyó notablemente al desarrollo económico de toda la región. Iniciaba un viaje en el que quería acercarme a un mundo que no me era del todo ajeno, por mi origen asturiano, por empatía y por vínculos con familiares que se dedicaron a la industria derivada de la extracción del mineral. Un viaje que iba a llevarme desde esas suaves lomas cubiertas de verde hasta las negras profundidades del pozo Sotón.
Nada más tomar tierra, la persistente y copiosa lluvia recomienda tarde de museo. En el Bellas Artes de Asturias, en Oviedo, se expone la obra Mineros asturianos de Mariano Moré. En esta pintura costumbrista, el pintor nos muestra a cuatro mineros que han acabado su jornada laboral. Van caminando hacia el espectador, tienen las caras tiznadas por el carbón, boinas bien caladas y ropas que llevan días sin lidiar con el jabón; calzan enormes madreñas y cada uno de ellos lleva un paraguas en la mano. Uno de ellos sostiene un maletín en el que probablemente transporta herramientas y algunas migas restantes del sustento diario, otro lleva una lámpara de carburo. Las fachadas, luminosas, aparecen embanderadas con la colada recién tendida. Al fondo, una chimenea humeante. Podríamos situar esta escena en un día cualquiera, minutos después de sonar la sirena que anuncia el cambio de turno en los barrios obreros que crecieron al amparo de las minas.
Durante los siguientes días tenía previsto hacer un recorrido por algunos de los puntos más significativos del patrimonio industrial de la cuenca minera asturiana, un lugar que te convierte en héroe antes de nacer. Más allá del legado tangible, en muchas ocasiones inerte, iba en busca de lo intangible, de la oralidad que mantiene vivos los recuerdos de familias enteras que pasaron sus vidas a oscuras. Las construcciones del patrimonio industrial, si no transcienden a la categoría de arte —no es lo común—, no resultan atractivas. Las historias de las personas que contribuyeron a levantar ese patrimonio y a crear toda una cultura de la mina, sí lo son. A lo largo de las décadas, la mina ha entrado en las tradiciones, la gastronomía y las canciones populares asturianas. En el tema La carbonerina de Ciañu se canta: Mio probe carbonera, carbonerina / to’l blancor del mundu / yo te daría. Todo el blancor del mundo es lo que le desea a su carbonera, a su amada, que oscuridad ya tienen suficiente. Ese particular modo de vida caló hasta tal punto en la gente de las cuencas que cuando falleció José Manuel Fernández Felgueroso, expresidente de Hunosa, esparcieron sus cenizas en el pozo Fondón, del que fue ingeniero jefe.
Pese a que hay datos de la extracción de carbón en Arnao desde finales del siglo XVI, gracias a un permiso expedido por Felipe II, la historia industrial de Asturias echa a andar en este rincón del Cantábrico en el año 1833, con la fundación de la Real Compañía Asturiana de Minas, sociedad creada con 450.000 reales de vellón de capital mayoritariamente belga y alguna aportación española. Hay que imaginar la escena, las caras de un puñado de agricultores, ganadores y pescadores que practicaban una paupérrima economía de subsistencia, al ver al industrial belga Adolphe Lesoinne asomado a la cornisa cantábrica, hablándoles en un idioma ininteligible para decirles que a partir de ahora iban a complementar sus exiguos ingresos entrando en las entrañas de la tierra. Por supuesto, les pareció más plausible seguir creyendo que cuélebres y trasgos, los personajes de la mitología asturiana, les movían las herramientas de sitio.
Aquellos primeros mineros no dudaban en ausentarse de los quehaceres hulleros cuando era tiempo de arar o de cosecha; lo primero era lo primero. Tampoco vacilaron a la hora de añadirle grados a la sidra, bebida demasiado “blanda” para aguantar las interminables horas en el pozo. A la mina le había salido un duro competidor a la hora de causar tragedias: los excesos con el aguardiente. Sobre la comida, calórica pero escasa, tenemos referencias como la del ingeniero Francisco Gascué, de un escrito de 1889: «…una pequeña ración de alubias con escaso tocino, un pedazo de pan de maíz, acaso un poco de queso o leche constituyen, con ligeras variantes, la comida fuerte del medio día; por la mañana y por la noche menos aún. Los mejor remunerados comen pan».
En Arnao también se desarrolló el paternalismo industrial, que empresarios como Pedro Duro perfeccionaron algunas décadas más tarde en la siderurgia. La empresa proveía a los trabajadores de viviendas sociales, economatos donde tenían la opción de comprar y que se les descontara de la nómina —había ocasiones en que a final de mes debían más de lo que cobraban—, hospitales y escuelas, en las que se pagaban los estudios a los hijos de los obreros siempre que estuvieran relacionados con la actividad industrial. También monopolizaban la oferta de ocio, con casinos, cines y campos de fútbol. Lejos de la generosidad que pueda sugerir, el paternalismo era una manera de tener controlados a los trabajadores para conseguir una mayor productividad y evitar la creación de sindicatos y conflictos laborales, además de asegurarse una futura mano de obra bien formada. El hecho, anecdótico, de que Arnao fuera la única mina submarina de Europa tenía los días contados: el mar Cantábrico acabó reclamando lo que era suyo e inundó una buena parte de la mina, que tuvo que detener la explotación en 1915.
En la cuenca minera hay varios museos que divulgan ese pasado industrial. El Museo de la Siderurgia (MUSI), en La Felguera, está ubicado en una de las antiguas torres de refrigeración de la Duro Felguera. El Ecomuseo minero Valle de Samuño es una buena opción para las familias, ya que permite acceder al interior de una mina en el tren minero, recorrido que no entraña ninguna dificultad y que se complementa con la visita al pozo San Luis, donde destaca la arquitectura de la Casa de Máquinas. El Museo de la Minería y de la Industria (MUMI), en El Entrego, nos permite conocer las antiguas tecnologías mineras, el importante papel de la revolución industrial, el uso de explosivos, el trabajo de la Brigada de Salvamento Minero o el avance que supuso abrir hospitales y dispensarios en los propios poblados obreros, evitando así los largos desplazamientos en caso de accidente. También encontramos expuestos los antiguos calendarios de la Unión Española de Explosivos, que eran encargados a reconocidos artistas. Para algunas de las ediciones del almanaque, Julio Moreno de Torres pintó a sus mujeres morenas ¡empuñando pistolas o explosivos!
A la hora de poner nombre a los pozos generalmente echaban mano del santoral, aunque luego los mineros los rebautizaban, casi siempre con nombres de mujer y en ocasiones con algún mote relacionado con las anécdotas vividas. De anecdótico podríamos calificar, si no fuera por la rivalidad existente entre los destajistas, el hecho de que se llegaran a fotocopiar las nóminas para colarlas por las rendijas de las taquillas de los compañeros. La mina tampoco fue ajena a las desigualdades laborales de género que siempre han existido. Durante mucho tiempo, mientras que los hombres encajaban en diferentes categorías, con sus respectivos salarios, para la mujer existía una única categoría, trabajaba once horas —por nueve de los hombres— y cobraba la mitad.
Mientras me enfundaba el mono y las botas para convertirme en minero por unas horas, pensaba en el memorial dedicado a las víctimas de la minería que hay en la entrada del pozo Sotón, con largas y sobrecogedoras filas de lápidas metálicas ordenadas cronológicamente. Lejos de ser una actividad lúdica, el descenso a las galerías del pozo debe interpretarse como un ejercicio de divulgación y llevarse a cabo con el merecido respeto al trabajo de tanta gente. Tras ponerme el casco y completar el equipo en la lampistería, con los cinco kilos del autorescatador y la lámpara de luz que me colgaron de la cintura, estaba listo para entrar en la jaula que me llevaría hasta la octava planta.
La experiencia está conducida por los propios mineros. Nada más iniciar el descenso advierto el talante humorístico de sus conversaciones para contrarrestar la seriedad que impone la mina. «En la mina se habla de mujeres, a veces de fútbol, y en el chigre (sidrería) se habla de la mina», me cuenta uno de ellos. Una de las mineras que dirige la actividad es Nuria Rouñada, que cuenta con veintiún años de experiencia en la mina. Empezó a trabajar allí por preferencia absoluta, el fallecimiento de un familiar muy directo. «Te acostumbras a la vida a oscuras. Lo peor de este trabajo es la dureza física, el peligro y, sobre todo, la gente que pierdes. Lo mejor, sin duda, el compañerismo», dice con la mirada algo perdida. Aunque piensa que el futuro de la minería clásica está tan negro como el fondo del pozo, aún le ve alguna salida. En el año 2014 se dejó de extraer carbón en el pozo Sotón y al año siguiente, como parte del programa de reconversión, se iniciaron las visitas a la mina. Al preguntarle por alguna curiosidad de sus años como minera me habla de la comida: «La comida en la mina tiene otro sabor, otro olor. Por la ventilación, puedes oler una naranja a quinientos metros. Mi padre siempre dejaba un trozo del bocadillo para comerlo fuera».
Desde la octava planta se accede a la chimenea La Jota, que comunica con las dos plantas inferiores. Esta chimenea tiene una pendiente media superior a los 43 grados, con algunos tramos completamente verticales, y pasos en los que solo cabe una persona. En la planta décima, a 556 metros de profundidad, montamos en un pequeño tren con vagonetas para el traslado de los mineros. Al final del trayecto accedemos, a través de un estrecho paso, al lugar donde se extrae el carbón. Durante unos segundos trato de picar con el pesado martillo neumático, con más voluntad que tino, para tratar de arrancar algo de mineral. Apenas se desprenden unos guijarros que rápidamente descienden por la tolva. Si la dificultad de llegar hasta allí no había sido suficiente, bastan esos segundos para darme cuenta de la enorme dureza de ese trabajo. Emprendo el regreso hacia las jaulas mirando de reojo las numerosas pintadas con tiza que hay por toda la mina. Muchas de ellas refieren a asuntos laborales o a preferencias futbolísticas, pero entre esas palabras también se cuelan algunas lindezas: cornudo, chivato o follaviejas.
La reconversión industrial no salió como se pretendía. Las aguas del río Nalón bajan más limpias y cada pueblo tiene su polideportivo, pero no hubo un cambio efectivo del modelo productivo. Si se trabaja bien, el turismo industrial en Asturias tiene la posibilidad de recorrer un interesante camino. Para ello es fundamental la integración de todos los actores, empezando por los mineros. La cultura minera, su gente, sus risas y sus llantos, las canciones populares, el recetario minero; todo ello constituye una sólida base para la construcción del necesario relato que lleve a mantener viva la memoria, para decirles a todos aquellos esforzados trabajadores que todos aquellos días a oscuras no fueron en vano, para que los pueblos de la cuenca minera no se vuelvan a convertir, parafraseando la obra de Armando Palacio Valdés, en aldeas perdidas.
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