Me gustaría contaros que me paso las mañanas durmiendo en el hotel para estar fresco cada noche, de cara a darlo todo por las noches y preparar el reportaje “Bangkok para hipsters”; pero no me acaba de quedar bien la barba. Así que me levanto cada día a las 5 de la mañana, cojo un bus —digamos que el 73— y me voy a pasar las horas a lugares como Pak Khlong Talat, el mayor mercado de flores de Bangkok.
Aunque las flores son sólo una de las muchas cosas que podemos comprar allí. Hay también una buena parte dedicada a la venta de frutas, verduras y hortalizas en este mercado localizado al sur del Wat Pho, en la Chak Phet Road y sus calles, callejones y callejuelas adyacentes. La zona más grande del mercado está cubierta, lo que significa que tiene techo pero apenas puertas que cierren totalmente el recinto. ¿Para qué las necesita si está abierto las 24 horas? Mucha gente, de hecho, hace del mercado su casa o tiene una pequeña vivienda encima de su puesto.
Hay actividad durante todo el día, pero alcanza ritmos frenéticos algunas horas antes del amanecer, cuando llegan las barcazas y los camiones cargados de material fresco procedente de los principales centros de producción floral y hortofrutícola de Tailandia.
Con los primeros rayos del sol se pisa el acelerador para tenerlo todo colocado y se intuye un punto más de prisa en los chavales que van arriba y abajo con las carretillas cargadas de mercancía. Todo el mundo parece querer adelantar el momento en que buscarán unas cajas, un puñado de cartones, el suelo o, en el mejor de los casos, una hamaca para echar un sueñecito reparador.
La lista de olores que se perciben según vas esquivando puestos, vendedores, carretilleros y gatos, es casi infinita, todos ellos intensos en la cercanía, con tendencia a la confusión cuando los cientos de ventiladores en marcha se encargan de esparcirlos y mezclarlos. Están las flores, pero luego hay limas, berenjenas, rambutanes y jengibre. Hay pimientos, vainas gigantes, calabazas y las hojas con las que aromatizan la tradicional sopa tom yum goong. Está la amenaza de diferentes tipos de chiles que llenan enormes capazos y pican sólo con mirarlos durante unos segundos, cosa que no es difícil por la atracción que causan los vivos colores. Tenemos cebollas, sudor, fritangas y humedad.
Luego están los vendedores que elaboran decenas de paquetes con nuez de areca, hoja de betel y tabaco, tal es el estilismo del resultado que casi te apetece empezar a mascar esa mezcla, como hacen por allí, pese a que te cuenten que es altamente adictiva. Cuando por fin consigues equilibrar la borrachera de aromas y acostumbrarte a ella, todo se rompe por culpa de un solitario puesto de pescado con una sombrilla que no alcanza a proteger del sol a todas las piezas exhibidas. O bien porque pasas por las zonas con pequeños puestos de comida pero gran diversidad de opciones gastronómicas, desde los platos más clásicos de la gastronomía tailandesa hasta algún que otro bicho para los que esta vez no tuve estómago; las cucarachas fritas competían en tamaño con las alitas de pollo rebozadas.
También hay una zona dedicada a las ofrendas para los templos, donde engarzan pequeñas flores para hacer todo tipo de guirnaldas y preparan lotes que la gente ofrendará en los templos cercanos. Cuando toca la campana en los colegios los estudiantes acuden a comprar flores: algunas rosas, nomeolvides, orquídeas y lirios. ¿Para su casa o tal vez para un primer amor con uniforme escolar? Con los ramos en la mano se acercan a los puestos de comida a por unos refrescos, Coca-Cola y Sprite principalmente, que son servidos en bolsas de plástico llenas de hielo, con una cañita para sorber. La nota más exótica la ponen los puestos que venden unos pompones excesivos, de estridentes colores artificiales que consiguen apagar el brillo natural de las flores de los puestos vecinos.
La foto del Rey Bhumibol está por todas partes, en calendarios, pósters o recortes de periódicos. Muchas veces junto a pequeños altares con velas encendidas, que son sustituidas con frecuencia por perennes cacharros artificiales que iluminan a Buda, más asépticos, evitando que el olor a cera quemada pase a formar parte de la amalgama aromática. También hay algunos altares mayores en el propio mercado, en los que se mezclan los rezos con gente lavando cacharros alrededor, niños corriendo y, otra vez, carretillas cargadas hasta no dejar ver un solo pedazo del hierro con el que están hechas.
Tras algunas horas en el mercado parece haberse corrido la voz de que hay un farang haciendo fotos —pese a que el lugar aparece en varias guías, como la Lonely Planet, apenas es visitado por los turistas— y la gente me sonríe al pasar, alguno de ellos incluso me insinúa que quiere una foto. Nunca piden nada a cambio, es más, te lo agradecen con esas luminosas sonrisas que han dado fama a Tailandia. El encargado de recoger sacos de plástico y cartones se pasea por el mercado con su propia música gracias a un viejo radiocasete que lleva colgado del cuello —se coloca una toalla para amortiguar el peso del enorme aparato—, y que emite con tartamudeos por la escasa potencia de la antena. Él también quiso su foto.
El suelo está siempre húmedo, con pequeños charcos incluso. Más allá de que pueda llover y el agua entre a placer por todos los accesos al mercado, hay que refrescar las flores, lavar verduras, platos y vasos. También dedicarle un rato a la higiene personal, no es difícil ver personas echándose palanganas de agua por la cabeza, agua que recogen en las fuentes. Y tras refrescarse, corriendo de vuelta al puesto que empiezan las telenovelas que causan furor, hasta el punto de que en las escenas donde sube la música y se prevé el drama, los clientes importan menos y no se quita el ojo del televisor que la mayoría de puestos encajan entre la mercancía. Y luego vuelta a dormir un rato, el calor agota y la perspectiva de unas horas tranquilas antes de que vuelvan a llegar los vehículos cargados hace que se duerma a pierna suelta. 24 horas en el mercado son muchas horas, de hecho, son la vida entera.
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