Debido a los caprichos de las hoces del Júcar y del Huécar, Cuenca tuvo sus particulares rascacielos mucho antes que Nueva York. El AVE la dejó a pocos minutos de Madrid y Valencia, así que los conquenses se han empeñado en gritar al resto del país que el arte abstracto puede ser para todo el mundo y que se sienten orgullosos de su ciudad, como se sentía José Luis Coll. Decía el cómico que Cuenca era un estupendo lugar para nacer, aunque tuviera que empeñarse en demostrarle a un imbécil que efectivamente la ciudad existía. A la mínima, sacaba su bandera y decía: “Soy conquense, cosa que muy pocos pueden decir, de la ciudad encantada pasada a cuchillo varias veces. Ciudad de más leyendas que historia, donde las brujas conspiraban desde los tejados y los monjes manejaban la espada”.
Leyendas hay y las escucharás por todas partes: en el bar, en la carnicería o a través de la guía turística que se empeña en contarlas. Las más conocidas son la del Cristo del Pasadizo y la de la Cruz de los Descalzos. La primera es una suerte de ménage à trois que acaba de forma trágica para los chicos y con Inés en el convento de las Petras. La segunda cuenta las andanzas de un mozo que llegado el momento de consumar su amor se encuentra con una sorpresa, las pezuñas del diablo bajo la falda de su amada.
Con la llegada del tren Marshall, se ha mirado de sacar a la luz cualquier vestigio de su historia en formato de cómodo recorrido turístico. Como el proyecto Cuenca Oculta, un viaje por las entrañas de la ciudad a través de refugios antiaéreos, criptas y largos túneles con propensión a las habladurías. Es el caso del que conecta el seminario de San Julián, masculino, con el convento de Las Blancas, femenino. Da igual que el túnel estuviera allí desde mucho antes de la llegada de los religiosos. Las alusiones al sexto y al noveno mandamiento, amén de los escapes de risa floja, están servidos.
Cuenca es una ciudad que está cuesta arriba. Al final acabas bajando, pero sólo te acuerdas de las cuestas, porque si bien Cela dijo que caminándola, al viajero le brotan de súbito alas en el alma, hace falta algo más que alas para que cada adoquín pisado no cuente. Es muy fácil diferenciar al censado del que está de visita: por sus pasos les conoceréis. El conquense va subiendo sin detenerse, su ritmo no es alto pero sí constante. El turista da tres pasos y saca el mapa del bolsillo como excusa para detenerse a tomar aire. Da igual lo que busques en el mapa, todo está arriba, en el meollo histórico que le valió el título de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. Únicamente el monasterio de San Pablo, actual Parador, parece querer escapar del complejo entramado de verticales soluciones habitacionales. Pero el puente homónimo se encarga de soldar el monasterio al lugar que le corresponde.
Desde San Pablo vemos la parte de la ciudad que se asoma al Huécar, sobre la hoz, accidente geográfico que soporta la cara más conocida de Cuenca, la de portada de folleto turístico, la que desciende desde el Castillo hasta las Casas Colgadas cargando con el peso de su pasado. Allí están los rascacielos del siglo XV, de cuatro alturas en la entrada y hasta diez al salir a tender; alguna iglesia y las famosas casas que como cuelgan de un risco, no de un cuello, son colgadas y no colgantes. El interior de las Casas Colgadas alberga el Museo de Arte Abstracto Español, con obras de Saura, Chillida, Zóbel y Torner entre otros. Un buen puñado de las casas de la ciudad tuvo su pasado de clausura, confesiones y bulas para comer carne los viernes. Dada la crisis de vocaciones espirituales, hubo que llenar esos espacios con algo más tangible y el incomprendido arte, no apto para escépticos ni cobardes, encontró en Cuenca espacio para campar a sus anchas.
En 1998, la Fundación Antonio Pérez se instaló en un convento carmelita. A la entrada, una señal de dirección prohibida advierte que fumar perjudica seriamente la pintura. Es una advertencia de lo que vamos a encontrar allí: arte, arte por encima de todo, pero también es un museo concebido como la cacharrería particular de quien ha dedicado una vida a recoger todo tipo de objetos que llamaban su atención y dignificarlos con un sentido artistico. Durante mi visita al museo, fue el propio Antonio mi excepcional cicerone. Me contó que siguiendo un río llegó a Cuenca. Me habló de su amistad con Manolo Millares y Antonio Saura, de su viaje a París y de las curiosidades de su colección de objetos encontrados. Hay más espacios que colgaron los hábitos para dar cabida al arte, quizá con la intención de que lo que no alcanzara la lógica lo completara la mística. La iglesia benedictina de San Pablo, anexa al monasterio, guarda algunas obras de Torner.
La otra fachada de Cuenca, la del Júcar, lejos de ser la puerta trasera de la ciudad es el jardín por el que pasean los conquenses. Por la mañana y por la tarde, haga frío o calor, recorren la ribera del río haciendo deporte, con el perro o simplemente paseando sabiendo que se van a encontrar a la mitad del padrón. No son tantos.
Vuelta arriba, siempre arriba, encontramos la plaza Mayor como crupier que reparte juego. De allí salen calles y callejuelas que van engarzando todos los puntos de interés del casco histórico. Antes, parada en el centro de la plaza para hacer un travelín por su eclecticismo hasta detener la vista en la inacabada Catedral. Estuvieron justo a tiempo de subir a San Julián para darle un nombre, pero el resto de hornacinas aparecen vacías. Poco importa que fuera la primera gótica de Castilla o que su triforio sea una joya única en España. La gente sólo se fija en que sin torre está incompleta, cuando es precisamente ese rasgo de su carácter lo que la hace especial. El único pero que se le puede poner a la asimétrica plaza Mayor es la manga ancha a la hora de regular la prohibición de aparcar.
La calle Alfonso VIII pone una nota disonante en el monocromático perfil de la ciudad. Desde las alturas, las fachadas de las casas son como fichas de parchís sobre un tablero de ajedrez.
Hablando de juegos de mesa, en el Museo de las Ciencias de Castilla-La Mancha se expone el puzle de dinosaurio más completo de la Península Ibérica, el Concavenator Corcovatus, aunque a los niños les guste más todo aquello que pueden toquetear, que es mucho. Haciendo un recorrido por las distintas salas del museo aprenderemos algo más de nuestra relación con el espacio y el tiempo, también sobre astronomía en el Planetario que recrea un cielo nocturno plagado de estrellas, el que no podemos ver desde las ciudades debido a la contaminación lumínica.
Cuando bajamos del casco histórico aparece la otra Cuenca. El resto de la ciudad sufrió, por obra y milagro de la expansión demográfica, un crecimiento hecho con más necesidad que orden y aunque no tenga interés patrimonial, sí lo tiene gastronómico. La cocina tradicional de Cuenca, la de empacho fonético, todavía se encuentra en la carta. El morteruelo, el ajoarriero y el alajú, siguen invitando a la siesta de pijama, Padrenuestro y orinal. Pero en algunos casos los platos han sido reinterpretados alargando sus rotundos nombres para restarles calorías. Restaurantes como Raff, El Bálsamo de Fierabrás o el Ars Natura, dirigido por Manolo de la Osa, uno de los últimos en llegar a la ciudad que no a la provincia, son habituales de las páginas de crítica gastronómica.
Por otro lado, encontramos la calle San Francisco o simplemente “la Calle”, donde se rinde culto al tapeo. La Ponderosa tiene fama de ser uno de los templos del noble arte del tapeo en España. Ángel Millán lleva desde 1973 sirviendo raciones sin romances. Oreja, chuletas de cabrito, trigueros, setas de temporada, sin más salsas que el aceite de oliva virgen extra. La ciudad ha venido reclamando la atención que merece desde hace tiempo. Primero, a base de esos lemas turísticos de ciudad de interior que tenían un punto reivindicativo, de pataleta si se quiere: Cuenca es única, Teruel existe. Ya que el AVE la puso a distancia de periferia, hay que atreverse con Cuenca.
Asi como esta descrita, es la Ciudad que me vio nacer en la calle El Colmillo, asi es mi ciudad, esa es mi Cuenca unica
Cuenca es única y sorprende. La descubrí hace ya unos años y con ganas de volver por allí siempre.
Siempre es un placer regresar a Cuenca, Ana. Y más ahora que conozco buenos lugares donde comer 😛