Amanece en la Coma d’en Pou. El campanario de Gandesa alza su testa por encima de las colinas cercanas. La luz del alba parece agotada después de la vendimia y le cuesta atravesar las nubes que se aferran a la sierra de Cavalls. Estoy con Pili Sanmartín y su madre Carme Ferrer, responsables de la bodega Bàrbara Forés. Voy a pasar todo el día con ellas, en el corazón de la DO Terra Alta.
Esto va de vino y de mujeres, pero en un sentido diferente a como hasta hace relativamente poco se hubiera interpretado la frase. Esto va de mujeres fuertes, valientes, sensibles, sin complejos que quieren hacen buen vino sin pensar si lo beberán hombres o mujeres. Junto a ellas, Manuel, marido de Carmen y padre de Pili, recién jubilado de su trabajo en la administración y feliz como un niño con zapatos nuevos por poder pasear por la viña junto a sus dos mujeres.
Hoy es el último día de vendimia. Solo queda por recoger la garnacha blanca con la que elaborarán su vino dulce. La han dejado sobremadurar en la viña, en una especie de juego de riesgo con este sol que da la vida a las uvas pero que también puede acabar con ellas. En estos últimos años la garnacha blanca se ha consolidad como la variedad más identitaria de la DO Terra Alta. Aquí se cultiva un tercio de la producción mundial y son numerosas las bodegas de esta DO que han aprendido a mimar y a sacar todo el potencial de esta fantástica variedad.
Están contentas. Las garnachas jóvenes que han empezado a vendimiar se muestran esplendorosas. La cosecha de este 2017, sin embargo, aunque buena ha sido escasa. Le pregunto a Carmen qué razón explica que la uva luzca tan bien. “Es difícil saberlo”, me confiesa. En su casa han elaborado vino desde el siglo XIX; sabe bien de que habla y, sin embargo, su discurso es profundamente humilde y honesto.
Paramos a desayunar. Me he olvidado de traer algo para comer —no es la primera vez que me pasa—. La gente suele ser muy generosa y siempre acaba compartiendo parte de su comida conmigo. Esta vez es diferente, ellas han preparado un bocadillo de más para mi; y está delicioso.
Hace casi diez años que trabajan la tierra con métodos ecológicos. Me explican que quieren ir más allá y que han empezado a aplicar métodos de la agricultura regenerativa. Se trata de una corriente centrada en la salud de los suelos y en recuperar aquellos que, tras siglos de explotación agraria, muestran signos de extenuación. Buscan conseguir suelos equilibrados y ricos que permitan evitar la necesidad de los constantes aportes externos que la agricultura de corte más industrial utiliza para compensar déficits.
Estas mujeres aman el vino, sí, pero empiezo a darme cuenta de que aman incluso más la tierra. No sé hasta qué punto la feminidad tiene un papel en esta conexión —me gusta pensar que sí la hay— pero es evidente que existe una unión emotiva con el territorio, con el paisaje, con este suelo polvoriento del que, de vez en cuando, todavía afloran restos de obuses de la batalla del Ebro.
Mientras corta racimos de uva y hablamos de cómo le gusta estar en medio de las viñas, Pili lanza un grito de dolor. Algo le ha picado en la mano. El dolor es intenso. Uno de sus trabajadores corre a buscar un termo con agua fresca. La mezclan con tierra y aplican el barro sobre la herida. ¿Se les ocurre una metáfora mejor de esa conexión con Gaia?
El dolor se ha calmado un poco, pero la mano se empieza a hinchar de manera exagerada y deciden acudir al médico. Nos rencontraremos después para almorzar en Gandesa, en la casa de la familia. Comemos los cuatro y disfruto como nunca con su Abrisa’t, un blanco nuevo y especial, macerado en parte con la brisa y que le encanta a los abuelos porque les recuerda a sus vinos. Y de postre higos, avellanas y almendras con su vino dulce. La felicidad existe y yo la he conocido.
La sobremesa podía haberse alargado in aeternum pero era preciso seguir trabajando. Ahora empezaba el proceso de colgar los racimos, uno a uno, en alambres para conseguir que la uva vaya deshidratándose. El lugar escogido es una antigua casita en la viña, al otro lado de Gandesa. En el interior, la escena derrocha barroquismo y delicadeza. Racimos suspendidos en el aire llenando todo el espacio con una promesa de esa felicidad que había degustado hacía solo unos momentos.
En el exterior, las viñas se preparaban para asistir, como cada día, a la ceremonia de la puesta de sol con el macizo de los Ports como retablo de fondo. Volvemos a Gandesa. La bodega continúa instalada en los bajos de la casa familiar, donde la inauguró Rafael Ferrer en 1898, hijo de la mujer que décadas después daría nombre a la bodega: Bàrbara Forés.
Entre depósitos de acero inoxidable aparecen unas tinajas de barro. Madre e hija se han confabulado para experimentar nuevas relaciones con sus vides y el mosto que estas les regalan. Quieren entenderlas y cuidarlas para que expresen lo mejor posible el carácter de este territorio. Cuando veo a Pili sumergir el brazo en la tinaja para mezclar las pieles y el mosto y sacarlo “ensangrentado”, lo entiendo todo: estas mujeres necesitan acariciar su vino.
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