En la segunda década del siglo XX, el campo catalán decidió que ya era hora de dejar de lamentarse por la crisis de la filoxera y encontró, en la vía del cooperativismo, la manera de que el vino volviera a estar presente en todas las mesas. La fiebre cooperativista fue perfectamente interpretada por arquitectos como César Martinell, que proyectó y construyó alrededor de cuarenta bodegas, y Pere Domènech, que era hijo de Lluís Domènech i Muntaner, el gran arquitecto del modernismo junto a Gaudí. Les tocó dar respuesta a lo que demandaba el campo, a la necesidad de adaptarse a los cambios sociales y a los avances tecnológicos, con una arquitectura de servicio al mundo rural pero de ínfulas urbanas.
En Cataluña hay alrededor de cincuenta edificios modernistas construidos para usos agrícolas. La mayoría se encuentra en el interior de la provincia de Tarragona y dos de los más importantes en Terres de l’Ebre, en la comarca de la Terra Alta. Son las cooperativas de Gandesa y de Pinell de Brai, ambas obras de César Martinell.
El arquitecto quiso dotar de funcionalidad a los edificios leyendo las necesidades de los trabajadores, pero sin olvidarse del preciosismo de la estética modernista. En estas obras se ve perfectamente el deje gaudinista —Martinell fue discípulo de Gaudí— y también la influencia de Domènech i Muntaner. Al modernismo le debemos la manera que tuvo de dar solución a los espacios, las formas y los materiales. Pero no hay que olvidar que César Martinell encajó muy bien en el estilo novecentista, como muestran cierto clasicismo y la simplicidad de líneas. En la cooperativa de Pinell de Brai podemos apreciar los enormes arcos parabólicos, que, sin embargo, al tener las enjutas agujereadas dan la sensación de ligereza y luminosidad.
El arquitecto tuvo la colaboración del ingeniero Isidre Campllonch. Entre ambos consiguieron naves de gran volumen, bien ventiladas, con depósitos con cámaras de aireación para evitar que el calor afectara al vino pero sin dejar al azar la evacuación de los gases. Construyeron grandes edificios, de apabullante verticalidad, uso mayoritario del ladrillo, enormes ventanas para garantizar la iluminación de todo el espacio y unos gigantes arcos parabólicos que les dan aspecto de templo majestuoso. El dramaturgo Àngel Guimerà no lo dudó: aquello eran Catedrales del Vino —Catedrals del Vi para ser exactos y establecer diferencias con las bodegas jerezanas—.
En su día, las Catedrals del Vi fueron el último grito en arquitectura, sobre todo teniendo en cuenta que hablamos del medio agrario, que hasta entonces solo había buscado que las cosas, simplemente, funcionaran. Esa mezcla entre fabril y sacra todavía se advierte actualmente. La cooperativa de Gandesa mantiene una alta actividad, en los días de vendimia se puede ver el trajín de tractores que llegan para descargar la uva. En la de Pinell de Brai, aunque todavía funciona para el objetivo con el que fue construida, la producción es pequeña y su principal actividad son las visitas y catas de los excelentes vinos y aceites que se producen en la comarca. En la fachada de Pinell de Brai destaca el friso cerámico pintado por Xavier Nogués, que representa, de manera algo caricaturizada, los trabajos de elaboración del vino y del aceite.
Ambos templos son exponentes vivos de la fuerza de las personas y del empuje colectivo para salir de una de las peores crisis que había vivido el medio rural en Cataluña.
Sin salir de la Terra Alta, vamos en busca de Laureano Serres, uno de los vignerons —como él mismo se denomina— más interesantes en el creciente mundo de la producción de vinos naturales. Me encuentro a Laureano con la espalda doblada en un pequeño viñedo en Villalba dels Arcs, en plena vendimia. La faena del vigneron incluye mancharse las manos de tierra, elaborar el vino y un toque de alquimia, arte podríamos llamarlo, que le da personalidad al vino. «Hay muchas maneras de hacer vino, pero todas deben responder a una sencilla fórmula: el vino es zumo de uva fermentado», me cuenta Laureano sin dejar de trasegar cajas y cubos llenos de racimos. La vendimia es un asunto familiar, su mujer y su hija le acompañan en uno de los momentos más importantes del año. En un rato, esa uva que cogen iniciará un proceso que acabará en una de esas botellas que algunos definen como “vinos locos”, botellas que han conseguido entrar en algunos de los mejores restaurantes del mundo.
Aunque habían tenido viñas en casa de toda la vida, la inquietud por la elaboración le llegó de mayor, al dejar su trabajo de informático. Laureano quería saber si el vino de su tierra era bueno, qué gusto tenía su tierra. Empezó, como otras grandes ideas que cambiaron el mundo, trabajando en el garaje de casa, en lo que había sido un corral de gallinas. En el año 1999 sacó su primera botella y un poco más tarde, en el 2003, ya elaboró una tina sin añadir sulfitos. Al año siguiente, elaboró todo el vino de esa manera. «Un vino siempre está más vivo si no lo matas, se trata de que estén vivos porque se lo beben personas vivas».
Sostiene que la Terra Alta es un continente, en un territorio pequeño se dan diferencias de temperatura, de viento y de altura. Aunque predomina el suelo calcáreo, también hay zonas arcillosas, y el Pinell de Brai tiene un microclima particular. «La Terra Alta tiene grandes cualidades para el vino», me dice.
«El vino natural tiene que empezar por la propia tierra, tiene que ser un reflejo de lo que es la tierra. Hay que escuchar siempre al vino. Hay vinos que me dicen, embotéllame. No hay que tener límites. Los sentimientos están dentro del vino, si he respetado todo el proceso no necesito añadir sulfitos porque pienso que bloquean la expresión de la tierra. Mis vinos muestran, en ocasiones a base de algún defecto, que pueden ser libres», me contesta Laureano cuando le pido que me hable de las características de sus vinos. Joan Gómez Pallarès, el experto crítico de vinos, definió a uno de los blancos de Laureano Serres, el Terme de Guiu, como la sonrisa de una tierra dura.
El recorrido iniciado por Laureano no debe ir mal encaminado, muchas bodegas se están apuntado a elaborar, por lo menos, una tina de vino natural. Junto a otro de estos “locos vignerons” que están cambiando el modo de hacer y de beber vino, Joan Ramón Escoda, organiza la feria de vinos naturales H2O —ambos consideran que el vino natural es agua vegetal, de ahí el nombre—, en la que reúnen a más de 70 bodegas, no solo de Cataluña y del resto del Estado, sino de países como Georgia, Japón, Francia, Italia, Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos. La feria se celebra un año en Prenafeta, otra localidad de la provincia de Tarragona, y otro en Pinell de Brai. La próxima edición, en julio de 2019, será en Pinell de Brai.
Para el futuro, Laureano cuenta que quiere seguir poniendo el corazón en sus vinos. Su mayor satisfacción llega cuando el consumidor los prueba y dice sin atisbo de duda: «Esto es un Laureano».
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