La península de Osa fue la tierra de los borucas. No quedan muchos, pero tiempo atrás poblaron el extremo sur de Costa Rica. Hoy se dedican, principalmente, a la artesanía que venden a los turistas, como las máscaras hechas con madera de balsa. Tradicionalmente, las máscaras eran tallas sencillas para desfilar en el Juego de los Diablitos, una celebración que representa la lucha indígena contra los conquistadores españoles en la que corre la chicha, una bebida tradicional obtenida de la fermentación del maíz. Antiguamente, las máscaras se pintaban con algunos colores básicos obtenidos de pigmentos naturales: achote para el rojo anaranjado, carbón para tonalidades del gris al negro y yuca para el ocre. Con el turismo llegaron las máscaras multicolor y la representación de motivos de la naturaleza: serpientes, colibríes, tucanes, monos y jaguares entre otros.
Pero si hay algo de los borucas que asombra al mundo son las esferas precolombinas, dando pie a numerosas conjeturas sobre su significado y su casi perfecta redondez. Fueron construidas en época precolombina durante un periodo de mil años. Para ello usaron materiales muy duros, como el grabo y la granodiorita. Los tamaños oscilan entre los 10 centímetros y los 2,57 metros de diámetro, pudiendo alcanzar hasta 16 toneladas de peso. Se encontraron, de forma casual, en el delta del Diquís, la llanura aluvial formada por los ríos Grande de Térraba y Sierpe.
Los conquistadores españoles no las mencionan, probablemente porque estuvieran enterradas en aquella época. Los trabajos de deforestación de la United Fruit Company las dejaron al descubierto. Las especulaciones sobre su significado hablan de marcadores territoriales, símbolos de poder, relación con los ciclos agrícolas, alineaciones que semejan constelaciones y, cómo no, asunto de extraterrestres. Una reciente teoría apunta a la asociación con el dios del trueno, Tlachque, y a los dioses del viento. La mejor muestra de estas esferas la podemos ver en la localidad de Palmar Sur, un poco al norte de Osa, en la Finca 6 conocida como parque de las Esferas o Can Baset Roje en lengua indígena. La Unesco declaró a los cuatro sitios arqueológicos del Diquís —Finca 6, Batambal, El Silencio y Grijalba-2— como Patrimonio de la Humanidad en el año 2014. Poco después, Costa Rica las incluyó en su lista de símbolos nacionales.


Tras la ración de historia indígena que me había ido contando mi guía, y un buen atracón de baches, llegué a Puerto Jiménez, el Downtown como es conocida esta pequeña ciudad por allí. Desde allí a Lapa Ríos, el ecolodge, donde iba a pasar los siguientes días, más baches, barro, algunos arroyos que vadear y la sensación de que estaba en un sitio de naturaleza superlativa. Llevaba varios días de viaje por el resto del país, incluso en el límite norte de la región Pacífico Sur había visto al quetzal, por San Gerardo de Dota.
Pero en Osa tuve que redefinir todo, especialmente mi concepto de verde. El bosque tropical era más denso, verde era un color que se quedaba pobre para definir toda la gama de tonalidades de la vegetación, los árboles eran mucho más altos y los animales más abundantes y más cercanos.




La península de Osa alberga el 2,5% de la biodiversidad del mundo. Por su concentración de flora y fauna, en un territorio tan pequeño, ha sido definida como el área biológicamente activa más intensa de nuestro planeta.
Cuando llegué a Lapa Ríos me estaba esperando Danilo Álvarez, uno de los guías especializados. Me contó que llevaba más de veinte años allí. Sé que me hablaba directamente, pero su mirada no paraba de rastrear el entorno. Vestía camisa color caqui, con las mangas remangadas. Sus brazos eran fuertes, curtidos en la dureza del ambiente selvático. ¿Qué podemos ver en Osa y en el Parque Nacional Corcovado, Danilo? Como si hubiera estado esperando mi pregunta, entonces sí, fijó toda su atención en mí. Hizo un gesto pensativo: se estaba trasladando a mitad del bosque, el lugar que había sido su patio de recreo. “Aquí puedes encontrar un tercio de las especies de árboles —los más altos del país— y la mitad de las de aves, entre ellas la población más numerosa de la hermosa lapa roja o guacamayo macao (Ara Macao). Hay cuatro especies de monos, aulladores o congo (Alouatta palliata), carablanca (Cebus capucinus), tití o ardilla (Saimiri oerstedii) y araña (Ateles geoffroyi). También perezosos de dos dedos (Choloepus hoffmanni) y de tres dedos (Bradypus tridactylus), coatíes (Nasua nasua), armadillos (Dasypus novemcinctus), tolomucos (Eira barbara), osos hormigueros (Tamandua mexicana). Y en Corcovado, con mucha suerte, se pueden ver cinco especies de gatos: jaguar (Panthera onca), puma (Puma concolor), ocelote (Leopardus pardalis), yaguarundí o gato moro (Puma yagouaroundi) y el caucel o tigrillo (Leopardus wiedii)”.
Insistió en lo de “mucha suerte”, los felinos no son amigos de las visitas y se ven en contadas ocasiones. Me contó también que se sienten orgullosos de cuidar de los últimos ejemplares de sangrillo colorado (Paramachaerium gruberi), un árbol endémico de la reserva de Lapa Ríos. No dejaba de sorprenderme la naturalidad con la que hablaba de lo excepcional o que, mientras estábamos hablando, los tucanes se posaran en un árbol a un par de metros para saciarse con sus frutos. Con toda esa información, estaba deseando salir del alojamiento para empezar a caminar por el bosque. Me calcé las botas de hule, recomendables para caminar por la zona, imprescindibles en este caso porque parte de la ruta hacia unas cascadas de la propiedad transcurría por el interior del río Carbonero, y salimos al encuentro de las hipnóticas ranitas venenosas, de tres o cuatro centímetros las más grandes, como la endémica de Golfo Dulce (Phyllobates vittatus) y la verdinegra (Dendrobates auratus). Durante una buena parte del recorrido, nos acompañó una garza tigre (Tigrisoma mexicanum) que iba realizando pequeños vuelos, casi saltos, curiosa por la presencia de un par de tipos dentro del río.


En otra de las actividades, la caminata nocturna, el objetivo era poder observar a otro de los animales emblemáticos de Costa Rica, pero se vio interrumpida por un aguacero, una fuerte tormenta tropical que nos hizo regresar. Hubo que esperar hasta la noche siguiente para ver varios ejemplares de rana verde de ojos rojos (Agalychnis callidryas), conocida como calzonuda en Costa Rica, y a uno de sus principales depredadores, la serpiente ojos de gato (Leptodeira septrentrionalis).
Llevaba en Osa apenas un par de días y tenía la sensación de estar en mitad de uno de esos documentales de TV2.




Me levantaba muy temprano, antes de la salida del sol. Un café rápido y un pedazo de pan de banano eran suficiente desayuno. No había que perder un minuto, el avistamiento de aves es mucho más productivo justo al amanecer. En poco más de una hora anotábamos más de una treintena de vistosas especies. El guía iba diciendo nombres científicos, mostrando la ficha y encuadrando con los prismáticos, el telescopio, o incluso a ojo desnudo. Sin tiempo para asimilar la belleza de una especie ya había localizado la siguiente, aún más hermosa. Por la tarde, en la terraza de mi habitación, trataba de asimilar todo lo que estaba viendo. Pero no había tregua: una familia de monos araña daba un paseo por los árboles que tenía enfrente, casi al alcance de la mano, y las parejas de lapas rojas volaban en amplios círculos por encima de mi cabeza. Por la noche, a través de la pared de mosquitera de la habitación, escuchaba los sonidos del bosque. Aves, ranas, crujir de ramas que despertaban la imaginación. Luego silencio hasta las 4 de la mañana, hora a la que los monos aulladores piensan que pueden ser el mejor de los despertadores.
Texto © Rafa Pérez
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