La historia del turismo rural y comunitario en Costa Rica es la de las vidas de Luisa, Flor, Yahaira, Geiner y Efraín entre otras muchas personas. Gente sencilla, de sonrisa amplia y perenne, que te abre la puerta de su casa para que compartas un rato con ellos y sus familias. Hace algunos meses viajamos por zonas rurales del país para conocer a algunas de esas personas que lideran pequeños proyectos pero que aportan grandes beneficios: generación de recursos para las comunidades, con la consiguiente consolidación de la población; creación de escuelas y voluntad de la gente joven por continuar los estudios, practicas de sostenibilidad beneficiosas para el medio ambiente, como el reciclaje y el empleo de biodigestores; o el cuidado y la utilización en sus recetas del producto gastronómico de proximidad. En resumen, gente que busca, con la implicación del turista, hacer de su entorno un mejor lugar donde vivir; ellos son los garantes de que los modos de vida ancestrales, la gastronomía y el folclore del medio rural permanezcan vivos. El cultivo de café y cacao orgánicos, el avistamiento de aves, un curso de cocina, la agricultura biointensiva junto a un volcán, las tradiciones de los sabaneros, la elaboración de queso, la cerámica chorotega, la visita a un trapiche artesanal, todas ellas propuestas de actividades vivenciales, con fuertes raíces identitarias, que nos muestran la cara más tradicional de los costarricenses. Además, muchos de estos proyectos están en manos de mujeres, generalmente más afectadas en periodos de crisis laboral. Si estamos de acuerdo en que son los pequeños gestos los que mueven el mundo, viendo el empeño y el cariño con que nos muestran sus modos de vida cabe albergar la esperanza de un futuro mejor.
Arenal
Agricultura sostenible en la falda del volcán
Costa Rica es tierra de volcanes. Entre ellos, el Arenal ha sido el más activo durante las últimas décadas. En el año 2010, este volcán que forma parte de la sierra de Tilarán, entró en una fase de descanso y dejó de emanar lava, aunque, ocasionalmente, todavía podemos ver algunas emisiones de gases y vapor de agua. Aún así, este gigante en duermevela fascina a los visitantes por su perfecta forma cónica. En las afueras de La Fortuna, la localidad que vive a la sombra del Arenal, encontramos la Finca Educativa Don Juan, un espacio donde se integran la agricultura orgánica y la educación. Juan Castro, su fundador, fue maestro durante veinte años. Ahora lo sigue siendo, nos cuenta, pero en una “escuela sin paredes” como le gusta llamar a la finca. El proyecto se basa en tres pilares: la producción, la educación y la conservación. Sus métodos de agricultura son biointensivos, con más de treinta cultivos en menos de tres hectáreas. Con la siembre de plantas repelentes de insectos, consiguen que sus prácticas agrícolas sean totalmente orgánicas. Juan inició el proyecto educacional en el año 2003, con unos primeros días moviéndose entre el ensayo y el error hasta llegar a cosechar de manera responsable y hacer que el viaje de la tierra a la mesa sea de apenas unos pasos: aproximadamente el ochenta por ciento de lo que consumen proviene de esos campos para los que nos alcanza la vista. Dando un paseo por la propiedad nos dice que prefiere hablar de alumnos que de turistas, su objetivo es que la gente pueda entender, de manera participativa, la necesidad inmediata de cambio. Los visitantes siembran y cosechan lo que luego se van a comer, incluso en una de las actividades meten las manos en la masa, preparando tortilla de masa con queso o helados de fruta entre otras recetas. Tienen una vaquita, a la que llaman Chocolate, que les regala catorce litros de leche al día, suficiente para elaborar el quesillo para el desayuno. Uno de los talleres que tiene más éxito es el de la Farmacia de Monte, donde se aprende a identificar las plantas, sus propiedades y a elaborar infusiones; también a teñir con tintes naturales o a preparar agua de azul de mata para sumergir los pies. «¿Veis ese árbol de ahí? Es moringa, sus hojas tienen más potasio que el plátano, más calcio que la leche, más proteína que los frijoles, más vitamina C que las naranjas. Si licuamos las hojas con fruta fresca sale una bebida deliciosa». Tenemos ocasión de comprobarlo durante la comida. Al acabar, nos invita a coger algunos plátanos de las manos que cuelgan a la entrada del restaurante. «Durante el taller de folclore aprendemos los bailes típicos. Si hay alguien que no se acaba de arrancar, abrimos una botella de “bombazo de contrabando”, el espíritu noble de la caña, un guaro que destilamos artesanalmente y que hace que todo el mundo acabe bailando», asegura Juan.
Guanacaste
El hogar del sabanero
En la provincia de Guanacaste encontramos un paisaje marcado por el delicado bosque tropical seco, que pierde sus hojas durante una parte del año para dar paso al soberbio espectáculo de la floración masiva: el poró, el malinche, el roble de sabana, el jacaranda o el guachipilín tiñen de vivos colores la pampa guanacasteca. Es tierra de haciendas ganaderas, donde podemos ver al sabanero a lomos de su inseparable caballo.
Cuando el día despunta, Gilberth Rodríguez hace rato que está en el campo. Es complicado que el alba pille a Barbanegra, como le conocen sus amigos, en la cama; hay demasiado que hacer. El trabajo de los sabaneros no entiende de relojes ni de domingos, hay que ordeñar las vacas, preparar los caballos y conducir el ganado desde el establo hasta los potreros donde pasarán el día, hasta que por la tarde hagan el camino inverso. Gilberth trabaja en la Hacienda Guachipelín, una propiedad que ha conjugado a la perfección el modo de vida tradicional de Guanacaste con la actividad turística. El sabanero es un tipo orgulloso, solo hay que ver las hechuras con las que luce el machete al cinto, de elegante hebilla grabada; la camisa bordada, el chonete calado hasta las cejas, la soga y las botas de hule. En la hacienda podemos acompañarlos —el madrugón es opcional— en sus quehaceres, cabalgando junto a ellos; ayudar en el ordeño de las vacas y ver cómo preparan el quesillo que nos comeremos al día siguiente durante el desayuno, acompañado de las tortillas que palmea una mujer vestida con el vistoso traje regional, de ancha falda con vuelo.
La rutina solo se detiene al llegar las fiestas de Liberia, la capital de Guanacaste, conocida como la Ciudad Blanca debido a la grava blancuzca con la que remataban las calles y al color de las casas coloniales de la calle Real, al sur del parque Central. Las casas, que datan de finales del siglo XIX y principios del XX, fueron construidas con bahareque, un entramado de palos, cañas y barro. Algunas de estas casas tienen dos puertas esquineras, conocidas como Puertas del Sol, para favorecer la iluminación natural y la corriente para refrescar el interior. El 25 de julio, durante las fiestas de la Independencia, es fácil escuchar el grito güipipía de boca de los sabaneros mientras bailan punto guanacasteco, suena la marimba, se cantan serenatas o se asiste al tope, una exhibición de caballos y corridas de toros en las que el animal no muere.
Monteverde
Un café entre las nubes
Monteverde es uno valioso ejemplo de bosque nuboso, un ecosistema, ya de por sí frágil, expuesto a un gran riesgo por la acción del cambio climático. El calentamiento global está alterando el patrón de formación de nubes en las montañas tropicales, lo que reduce la neblina y las lloviznas que alimentan el bosque con su goteo casi continuo.
Los cuáqueros, llegados desde Alabama en el año 1951, fueron los primeros en ver la necesidad de proteger ese espacio natural. El clima fresco de la zona era favorable para la producción lechera y compraron tierras. Sus principios eran pacifistas y de concordia, así que hicieron copropietarios a los ticos de la planta procesadora de leche y destinaron los beneficios a comprar más tierras. El encuentro de uno de esos cuáqueros, Wilford ‘Wolf’ Guindon, con el ornitólogo George Powell fue definitivo para la conservación del bosque nuboso. De sus conversaciones salió la necesidad de conseguir fondos para comprar aún más tierras y protegerlas. Las condiciones climáticas y altitudinales también han sido propicias para el cultivo del café. ¿Puede una taza de café ayudar a proteger ese delicado paisaje? Guillermo Vargas, presidente del Fondo Comunitario Monteverde, asegura que sí. Tras una introducción en la que nos habla de la historia del “grano de oro” en Costa Rica y las particularidades de la marca Café Monteverde, creada por una sociedad de doce familias originarias de la región y propietarias de la tierra, entra en los detalles de la producción, la magia del tueste y, por supuesto, la degustación. En las fincas productoras combinan las zonas de producción con las de conservación, la agricultura orgánica y con los sistemas de energía de bajo impacto ambiental. La mitad de la propiedad está reservada a bosques primarios y secundarios, mueven el agua por acción de la gravedad, secan el café con energía solar y el biodigestor utiliza los desechos de los cerdos para generar gas metano que emplean como combustible. Cada año plantan una media de quinientos árboles nativos para regenerar el bosque nuboso. Uno de los fines del Fondo Comunitario es la educación, tanto en agricultura sostenible dirigida a estudiantes de todo el mundo, como en los problemas medioambientales enfocada hacia los turistas: “Queremos invitar al visitante a reflexionar sobre los problemas ambientales para que implementen cambios en sus actividades diarias, nuestra intención es que camine por la naturaleza y tenga la sensibilidad para protegerla, para que podamos seguir disfrutando del bosque nuboso y de especies tan emblemáticas como el quetzal”, dice Guillermo fijando la vista en las nubes sujetas al dosel del bosque.
Península de Nicoya
Huellas chorotegas
En época precolombina, los chorotegas formaban el grupo indígena con mayor presencia en Costa Rica. Estaban ubicados, principalmente, en lo que se conocía como la Gran Nicoya, una zona al sur de la actual ciudad de Nicoya. Por su situación, las tribus chorotegas recibían influencias tanto de las civilizaciones precolombinas asentadas al norte, en Centroamérica y México, como de las de Sudamérica. Actualmente, quedan muy pocos indígenas chorotegas en el país, pero gracias al empeño de gente como Jetty Mendoza se mantienen vivas sus tradiciones, la artesanía y la gastronomía. La comunidad de Ortega es uno de esos lugares de los que cuesta volver del todo: un ritmo de vida pausado, sonrisas sinceras y un puñado de casas plantadas como el que echa frijoles al campo esperando que arraiguen, una aquí y otra allá, a orillas del río Tempisque. Jetty nos lleva hasta casa de doña Shirley para ver cómo prepara las mejores rosquillas y tanelas guanacastecas, cocidas en un antiguo horno de leña. “Nos propusimos recuperar nuestra cultura porque era más fácil encontrar comida italiana en un restaurante que una receta chorotega. Quisimos poner el énfasis en la cultura de las regiones, que es lo que nos hace únicos. Siempre tuvimos claro que el proyecto debía involucrar a toda la comunidad, encadenando diferentes unidades productivas. Unos hacen pan casero, otros cultivan cilantro o tienen gallinas ponedoras. El turismo rural nos ha permitido distribuir los recursos que llegan del turismo”, nos cuenta Jetty mientras nos ponemos el delantal para cocinar varios platillos tradicionales, como los tamales, el arroz de maíz y las tortillas revueltas, que incorporan queso a la masa de maíz. También preparamos pinolillo, una bebida hecha a base de maíz blanco tostado y un variado de especias. La comida acaba con un café chorreado y las tanelas de Shirley recién horneadas. La comunidad también trabaja la cerámica, moldeando cuencos, platos y jarras. Una vez horneada se pinta con tintes naturales, predominando los colores rojo, ocre y negro, muchas veces con las mismas imágenes de cocodrilos, monos, serpientes y jaguares que habían dibujado sus antepasados, cuya fuente de inspiración era la exuberante naturaleza que tenían a su alrededor. La tarde acaba con un paseo por el Refugio de Vida Silvestre Cipanci, navegando por el río Tempisque para avistar decenas de aves diferentes que se delatan con sus deliciosos cantos, enormes iguanas y algunos monos que brincan por las ramas en busca de frutos.
Rincón de la Vieja
La vida junto a un volcán activo
Javier Sánchez es de Cañas Dulces, una localidad a escasos veinte kilómetros de la entrada del Parque Nacional Rincón de la Vieja. Gracias a los cursos del Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) se ha formado como guía especializado en herpetología y acompaña a los clientes de la hacienda Guachipelín al serpentario que hay en la propiedad y, si así lo solicitan, a recorrer los senderos del parque. Las evidencias geológicas acostumbran a llevar la contraria a las leyendas, no obstante, el volcán recibió su nombre de la que habla de la princesa indígena Curubanda, un drama de tintes shakesperianos que acabó con la chica, ya mayor, ofreciendo remedios de medicina natural al que se acercaba a visitarla en las partes altas del volcán.
El Parque Nacional Rincón de la Vieja está dividido en dos sectores, Las Pailas y Santa María, y forma parte del Área de Conservación Guanacaste (ACG), un corredor biológico que favorece el tránsito de especies. Para el ACG, el papel de las comunidades rurales que viven alrededor de las zonas protegidas es fundamental, involucrándolas en la educación medioambiental del visitante, las tareas de protección y el servicio de guías que encontramos en la entrada de los parques.
El volcán Rincón de la Vieja está muy vivo —sus últimas erupciones son bastante recientes—, como así lo atestiguan fumarolas, aguas mineromedicinales y pailas —ollas— que expulsan barro a borbotones. Alrededor del volcán podemos ver hasta cuatro pisos ecológicos, desde los 400 metros de las tierras más bajas hasta la cumbre a casi 1.900 metros. No solo eso, sino que la vertiente oriental, que mira al lado caribeño y por lo tanto recibe más lluvias, muestra diferente vegetación que la occidental.
Nada más entrar en el parque, junto al sendero que lleva hasta las pailas, vemos un par de ejemplares del precioso saltarín colilargo (Chiroxiphia linearis), un manaquín conocido como toledo por el canto que emite. El camino transcurre ondulante entre enormes ejemplares de matapalo o higuerote, una especie de ficus que estrangula al árbol sobre el que se desarrolla con el fin de alcanzar la luz del sol, que por la densidad del bosque tropical seco solo llega a las partes más altas. En una maraña de lianas leñosas Javier identifica a la bocaracá, una clase de víbora venenosa de vistosos colores. En el área de influencia del parque visitamos la cascada Oropéndola, que en su caída forma una poza de agua color turquesa que invita al baño, y las aguas termales del río Negro, un conjunto de diez piscinas cuyas aguas, aseguran, tienen efectos rejuvenecedores y terapéuticos.
San Gerardo de Dota
El vuelo del quetzal
Hay unos pocos animales en el mundo por los que merece la pena emprender un viaje. No son muchos, nos alcanzan los dedos de las manos. Uno de ellos, sin duda, es el quetzal, una de las aves más hermosas que existen. San Gerardo de Dota es uno de los mejores sitios de Centroamérica para disfrutar del vuelo del quetzal y de la magia de su plumaje iridiscente, que cambia de color según la incidencia de la luz. Pero antes del quetzal hubo otra especie que atrajo a los primeros turistas al valle: la trucha. Nos lo cuenta Efraín Chacón, el pionero del turismo rural en la zona. Llegó en 1954, de cacería, abriendo camino a machete. Se instaló en una zona de bosque sin tocar, parte de lo que se conocía como baldíos nacionales: si trabajabas la tierra por un periodo de diez años, el gobierno te permitía registrar la propiedad. Y vaya si la trabajó, sembró maíz, calabazas, zanahorias, tuvo algunos chanchos, luego algunas vacas para montar una pequeña lechería. También, dice, le sembraron truchas al río. Eso atrajo la atención de algunos pescadores, que le pedían a su mujer que les arreglara —cocinara— una trucha o si tenía un galleto —algo de comer muy informal—, el camino de vuelta hasta la Panamericana era complicado y no tenían otro lugar donde echar un bocado. Efraín hace referencia al nombre del lugar con una anécdota: «San Gerardo es el patrón de las mujeres parturientas, estando mi señora embarazada me dijo que si no había a quién volver los ojos, este lugar se iba a llamar San Gerardo y punto». Aquella primera cocina sencilla, con tres cabinas para hospedaje, se ha convertido en el hotel Savegre. Tras las truchas, llegaron unos científicos de la universidad de Harvard con el objetivo de colectar pequeñas orquídeas para un estudio que publicaron en una revista. En el artículo aparecía la foto de una pareja de quetzales diciendo que eran abundantes y fáciles de ver. Para comprobarlo, nos vamos a conocer a Rafael Bonilla, aunque todo el mundo le conoce como Felo. Poco a poco ha ido juntando una docena de caballos con los que organiza cabalgadas por el bosque primario, junto al río Savegre, el más limpio de Centroamérica según el programa Araucaria. Felo tiene un mirador en sus tierras con vistas a un aguacatillo, árbol que da uno de los frutos preferidos por el quetzal. El ave se va desplazando altitudinalmente a lo largo del año, a su mirador llega a partir de agosto y en ocasiones se han contemplado hasta quince ejemplares a la vez. Otra de las personas que hablan con cariño del quetzal es doña Miriam, propietaria de una pequeña soda y unas cabinas en la parte alta de San Gerardo: «Soy una enamorada de las aves, el quetzal me gusta demasiado. Durante muchos años, a esta zona llegaba uno cuando le silbaba. Le pusimos Manolito».
Sarapiquí
Con las manos en la masa
Cuando al caer la tarde ves volar al guacamayo ambiguo sobre Sarapiquí, te das cuenta de que estás en un lugar especial. La lapa verde, como conocen por allí a esta vistosa ave, es solo una de las más de quinientas especies de aves que se pueden ver en la zona; la más emblemática por el empeño que tuvieron algunos de los habitantes de Sarapiquí para que no desapareciera por culpa de la tala del almendro de montaña, árbol en el que anidaba. A Yahaira Rojas se le ilumina la cara cuando habla de las aves, no en vano es la especialista de las caminatas de avistamiento que organiza la asociación Campos Azules, de la que también es su presidenta. A principios de 2016, ante la dificultad de encontrar empleo, especialmente siendo mujer, peor aún siendo madre, un grupo de mujeres de Horquetas de Sarapiquí decidió unirse —diez al principio, diecinueve en la actualidad— en un proyecto que buscaba, de una manera vivencial, mostrar el día a día de su comunidad con la finalidad de no tener que abandonar la tierra que aman. Sus edades comprenden desde los 27 hasta los 75 años, cada una es responsable de una actividad y tienen una cosa en común: fe ciega en lo que la tierra les regala. «Queremos que la gente mantenga su tierra, que no vendan al monocultivo para que se lleven los ingresos fuera. La gente “nos da pelota”, vamos a sus plantaciones para ver la avifauna o nos invitan a entrar con los turistas para recoger algunas frutas», dice Yahaira. En el restaurante Rosa del Bosque participamos en un curso de cocina tica, dirigido por Ana Isabel. Todos los ingredientes que utilizamos son locales y de cultivo orgánico. Entre risas y consejos aprendemos a preparar los tradicionales patacones, un ceviche de palmito, chancho a la caribeña y el postre, un flan de palmito y maíz. También hacen talleres de artesanía y sobre la utilidad de las plantas en la gastronomía o la medicina; tours para conocer el cultivo de la pimienta o de la vainilla, y están preparando una visita a los adultos mayores, actividad que les reportará compañía y unos pequeños ingresos derivados del cobro de una entrada.
Vamos hasta Puerto Viejo para conocer a otro de los emprendedores de la zona, Geiner Huertas. Hace tres años empezó, junto a su hermana y su cuñado, a hacer el tour de cacao, que consiste en la visita a una plantación y en participar en el proceso del tueste, elaboración y degustación del chocolate. A su corta edad, no alcanza todavía la treintena, tiene muy claros sus principios: «Sé que ganaría más como guía independiente, pero me siento mejor como persona con esta actividad que forma parte de nuestra cultura y que realizamos de manera sostenible. En algún momento voy a tener hijos y me gustaría que pudieran ver todo lo que yo estoy viendo».
Turrialba
El valor de las cosas sencillas
Mollejones es una comunidad de poco más de doscientas almas, en la que casi todos comparten parentesco en mayor o menor grado, acostumbrada a vivir bajo el dictado de las cosechas de la caña de azúcar. La timidez de Minor Rodríguez, uno de sus habitantes, le hacía esconderse en una habitación cada vez que llegaba alguien a su casa. Hoy, gracias al desarrollo de un programa de visitas a la comunidad, es el guía de la actividad. El camino fácil en Mollejones siempre había sido el de salida: «Aquí llegó el teléfono fijo solo dos años antes que el celular, un invento que acortaba distancias pero alejaba familias», cuenta Minor, que tuvo que compaginar la escuela, poca, con el machete en los campos de caña. Ahora, gracias al desarrollo de la comunidad, los chavales más jóvenes quieren estudiar. El primer lugar que visitamos es un trapiche artesanal, para conocer el principal cultivo de la zona y su proceso de manipulación hasta convertirlo en panelas con las que prepararan la tradicional y refrescante bebida conocida como agua de dulce, agua de sapo cuando le añaden limón y jengibre. Tras cortar la caña, Heriberto la introduce en el trapiche para que la tracción de un caballo le saque todo el jugo, que pondrá a cocer en unas enormes ollas hasta que tenga la consistencia necesaria para ponerlo a secar en unos moldes de madera. Todo a mano, todo del modo tradicional. Por eso Laura Vargas se extrañó tanto de que la gente quisiera ver cómo hacía pan. «¿Por qué iba a interesar si era lo que llevaba haciendo toda la vida dos veces por semana?», dice sin dejar de amasar su particular receta, a la que incorpora algunas especias. Tras hacer formas acaracoladas o de empanadillas que rellena con dulce de leche o mermelada de piña, introduce el pan en un horno hecho con un gran bidón metálico y alimentado con leña, en el que también caben algunos días piernas de chancho o pollos. La comida corre a cargo de Noemí Ramírez, que nos enseña a elaborar, en el patio de su casa, las tradicionales tortillas de maíz con las que acompañaremos el plato de pollo que ha cocinado. Prepara y muele el maíz a diario porque, como Laura, es lo que ha tenido que hacer siempre para alimentar a su familia cuando regresaba de trabajar en el campo.
Por la tarde nos trasladamos hasta Santa Cruz de Turrialba para encontrarnos con Carla Gómez, de la finca La Florita, una de las participantes en la Ruta del Queso de Turrialba. Nos presenta a sus seis vacas que, afirma, responden por el nombre: Magnolia, Hortensia, Violeta, Lili, Margarita y Girasol, con cuya leche elabora quince kilos de queso al día, sin cambiar nada de una receta que tiene más de un siglo. Como resultado tenemos un queso de tipo fresco, muy apreciado por los ticos sobre todo a la hora del desayuno.
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