Con frecuencia, cuando me preguntan por qué viajo contesto que la vida es tan corta que aprendemos más de las experiencias ajenas que de las propias. Viajo para conocer otras vidas, para compartir un rato de charla, un plato de comida y una cerveza con personas extraordinarias. Un viaje por el mundo rural de Costa Rica te permite acercarte a interesantes iniciativas, pequeños proyectos cuyos fines son tan simples como complicados: evitar la despoblación, garantizar la educación, permitir el empoderamiento de la mujer, conservar modos de vida ancestrales, recuperar tradiciones. En una palabra, sobrevivir. En uno de esos lugares a los que hay que ir expresamente, el municipio de Mollejones, he conocido uno de esos proyectos; me han permitido traspasar el umbral de las casas de Luisa, Heriberto, Laura, Noemí y otros muchos, que han querido compartir conmigo un instante de sus vidas.
Decir que todos se conocen en la pequeña localidad de Mollejones podría parecer uno de esos tópicos del mundo rural, pero es que, de hecho, casi todos sus habitantes comparten media docena de apellidos y miles de horas cortando caña de azúcar en los campos cercanos. De Mollejones siempre ha sido más fácil salir que llegar; un lugar al final, muy al final de una tortuosa carretera con pendientes que parecen paredes, que sin embargo veía salir a los jóvenes con una facilidad pasmosa, en busca de oportunidades. Allí, en el pueblo, eran lentejas: compaginar la escuela, más bien poca, con la habilidad para cortar caña con el machete. «Aquí llegó el teléfono fijo solo dos años antes que el celular, un invento que ha acortado distancias pero aleja a las familias», me cuenta Minor, uno de los chicos que decidió quedarse.
En las visitas que organizan a su comunidad muestran su día a día: el proceso de cultivo de la caña y su manipulación en el trapiche para preparar panelas, la cocina de sus platos más tradicionales o la elaboración de pan a cargo de Laura Vargas, a quien al principio le resultaba extraño que alguien pudiera interesarse por algo que entraba en sus quehaceres diarios. Si alguien se pregunta sobre los beneficios de este tipo de turismo, basta con conocer la historia de Minor, que ha pasado de esconderse en su habitación cuando veía a alguna persona extraña en el pueblo a ser el guía de las visitas a Mollejones.
Gracias al desarrollo reciente de la comunidad, los chavales cada vez están más dispuestos a estudiar. Para Luisa Núñez, una de las personas que conozco durante la actividad de visita a los adultos mayores, lo de la escuela ya le queda un poco lejos. A sus 81 años, se avergüenza un poco de no haber aprendido a leer y escribir, pero, tras un rato de charla con ella, le comento que su anecdotario vital no se aprende en ninguna universidad. Cuando tenía diez años, Luisa ya cargaba leña para llevar al trapiche. A los dieciséis, tuvo que sembrar una milpa —maizal— y gracias al dinero que sacó dejó de ir descalza a todas partes, se compró su primer par de chancletas que evitaron que se le siguieran clavando en los dedos de los pies las espinas de una planta que llaman berenjena.
Un día, Luisa llegó de trabajar en el campo y se puso a dar a luz. Hasta dieciséis hijos, de los que consiguió sacar a catorce adelante, todos nacidos en su casa junto al río Pacuare. A veces venían a pares. «Yo esperaba solo uno pero venían gemelos, y al chico le ponía la ropa de la niña mientras se secaba la suya», me cuenta con la mirada perdida en un pequeño altar con una veintena de figuras y postales de vírgenes y santos. Era acabar de parir y vuelta al campo. En un trapo echaba a los niños y los cuidaba. A su edad, todavía se siente con ganas de salir al campo para juntar guayabas para vender, recoger algo de leña y moler café. También le gusta la buena cocina, sobre todo los platos de cerdo, pero no flaco, bien gordito me dice, con un poco de banano verde hervido.
No hay trabajo del campo que no sepa hacer: vendía algunas gallinas en Turrialba para pagar un prestamito con el que compró un terreno; con jabón en seco borraba las letras a los sacos para hacer mantas y camisas para el marido, tiñéndolas con achote. ¿Y no le daban mucho calor?, le pregunto. «Yo no sé, él se las ponía». Hace seis meses contó a sus hijos que ella misma dibujaba la ropa y les enseñó los patrones dibujados, aunque ellos nunca la vieron con un lápiz. También aprendió, de muy niña, a sacar —destilar— el guaro para su papá, que era muy borrachito.
Del pueblo actual destaca que ahora tienen iglesia, antes tenía que caminar tres o cuatro horas para ir a misa. «Caminaba demasiado rápido, agotaba a mi esposo que estaba acostumbrado a andar a caballo», dice Luisa sonriendo. Minor, el guía, uno de sus catorce hijos vivos, la mira con esa clase de admiración que solo se puede tener por las madres. Antes de salir para la siguiente visita, Luisa se empeña en enseñarme cómo muele el café en un enorme mortero que tiene en un cobertizo junto a su casa. Mueve la enorme maja con sorprendente agilidad y fuerza mientras esboza una sonrisa, tímida, para la cámara. Caminando por las embarradas calles del pueblo, Minor me da las gracias: «Es la primera vez que mi madre da una entrevista, es extremadamente tímida pero es una cosa a la que quería enfrentarse».
Allá donde mires en Mollejones, ves un campo de caña. Allá donde pongas el oído, escuchas el particular sonido del machete cruzando el aire para dar un certero y seco corte en la caña. Heriberto tiene una colección de esos machetes colgada de una pared en el trapiche artesanal, el lugar donde procesan la caña para convertirla en dulcísimas panelas. Tras el corte, Heriberto introduce las cañas en el trapiche y arrea al caballo para que su tracción les saque todo el jugo. En el siguiente paso, el jugo extraído se pone a cocer en unas enormes ollas, sobre un horno alimentado con los restos de la propia caña, hasta que tiene la consistencia deseada para volcarlo en unos moldes de madera y ponerlo a secar para que solidifique.
Con las panelas o tapas de dulce se prepara, en todo el país, una tradicional y refrescante bebida conocida como agua dulce. En la parte caribeña, le añaden limón y jengibre y es conocida como agua de sapo. Con la melaza bien espesa, antes del proceso de secado, Heriberto me enseña a preparar melcocha, una bomba calórica que añade cacahuetes y leche en polvo a la melaza. En una bolsa de papel —tienen el objetivo de cero plásticos en 2021— me pone unos pedazos “para el camino”, pero nada más dejar el trapiche no puedo evitar ir dando pequeños mordiscos a esa masa, un poco pegajosa, que podría llegar a ser adictiva.
La siguiente casa que me abre sus puertas es la de Laura Vargas, la “panadera” que se extrañaba de que la gente quisiera ver cómo elaboraba su particular receta de pan: harina, polvo de hornear, mantequilla, leche, vainilla, clavo, canela, huevo, natilla y agua. Hornear pan, lo que lleva haciendo dos veces por semana desde que tiene memoria. Con la masa preparada, empieza a hacer formas acaracoladas y una especie de empanadillas que rellena con dulce de leche o mermelada de piña. El horno es un gran bidón metálico, al que le ha hecho el hueco para introducir la leña. Un horno en el que, de vez en cuando, entra algún chancho, como los que le gustan a Luisa, o algún pollo. Al cabo de unos minutos, el olor delata que la cocción ha llegado a su punto óptimo. Cuando Laura me da a probar el pan, sé exactamente la respuesta a su inquietud sobre el interés que puede generar lo que hace. Es el lujo: saborear pan recién horneado —no, esa masa que nos venden en las ciudades no cuenta—, en un sencillo balcón techado con madera y chapa, con vistas a las lomas sobre las que se asienta el pueblo, cayendo una ligera llovizna y compartiendo un rato de sus vidas.
Tras la melcocha y el pan, no hay rastro de apetito, pero quién se puede negar al menú que ha preparado Noemí Ramírez en su casa. La lluvia ha arreciado, por eso se agradece entrar en la calidez de su hogar. Cruzamos el salón, donde sus dos hijas están viendo la televisión, y la cocina para llegar hasta el patio. Noemí me enseña a elaborar las tradicionales tortillas de maíz. Prepara y muele el maíz a diario porque, como su vecina Laura, es lo que ha tenido que hacer siempre para alimentar a su familia cuando iba a trabajar en el campo. Intento, con poco éxito, palmear la masa como me ha enseñado Noemí; lo que resulta de mi torpeza se parece más bien poco a las perfectas tortillas que salen de sus manos. Pasamos a la cocina para asarlas. Cuando están listas, calentitas, son el acompañamiento perfecto para el pollo achiotado que ha cocinado.
Compartimos mesa con Minor y charlamos animadamente, entre risas, de todas esas cosas que no se enseñan en la escuela y de las que Luisa es toda una maestra.
Texto: Rafa Pérez / Fotos: Òscar Domínguez
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Esta es solo una de las cientos de historias, de vidas, que podemos conocer viajando por Costa Rica, acercándonos a conocer los proyectos de turismo rural comunitario. Con el número de diciembre de la revista Muy Interesante, en los quioscos desde hoy 20 de noviembre, regalan la guía que hemos preparado en Kamaleon sobre otras interesantes propuestas. Viajamos por Turrialba, La Fortuna, Guanacaste, Monteverde, Nicoya, Rincón de la Vieja, Sarapiquí y San Gerardo de Dota, destino este último en el que vimos el vuelo del majestuoso quetzal. También te recomendamos algunos alojamientos y te damos una serie de datos prácticos para facilitar tu viaje por Costa Rica.
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