Por todos es conocido que Bangkok es la capital de Tailandia, pero no ha sido la única. En el último viaje que hice por el país me decanté por recorrer los lugares históricos, las ruinas de Tailandia. Algunos de los parques arqueológicos fueron espléndidas ciudades, antiguas capitales. Otros no alcanzaron el rango de capital pero tuvieron cierta importancia en la formación y en la herencia cultural del país. Fue un viaje diferente, en el que esquivé el dato y fui al encuentro de las sensaciones, de las emociones. Porque si algo tienen en común la gente que vivió el esplendor de esas ciudades y los viajeros que hoy las visitamos es el viento que eriza el vello, la lluvia mojando la cara, los árboles, el tacto de la piedra, los tranquilos y largos paseos, los ratos de meditación junto a un Buda yacente. Aquí no vais a encontrar el dato práctico, las cuestiones históricas o los tejemanejes dinásticos, para todo eso le preguntáis al Todopoderoso Google o lo buscáis en Santa Wikipedia.
Así que nos disponemos a recorrer los sitios arqueológicos de Ayutthaya, Sukhothai, Kamphaeng Phet, Phimai, Muang Tam y Phanom Rung. Prestando más atención a una bolsa de fruta o al rítmico pedaleo que a Shiva o a Vishnu, aunque no se podrán evitar algunos chismes de deidades. De deidades del pop. Sin más dilación, aquí va mi (atípico) manual para enfrentarse a tanta piedra.
Recorriendo Ayutthaya en tuk tuk
No había amanecido aún cuando paré un tuk tuk frente al hotel y negocié el precio para ir a visitar los principales lugares arqueológicos, esparcidos en un territorio rodeado por tres ríos. El conductor no tenía prisa y yo tampoco. Aún así, después de recorrer algunos chedis —nombre que reciben los estupas en la mayor parte de Tailandia— y un gran Buda yacente, era demasiado pronto cuando llegamos a Wat Mahathat, el más conocido de los recintos. No eran aún las 7 de la mañana y ante mí se interponían una taquilla que anunciaba que abrían a las 8 y un murete perimetral de piedra de poco más de medio metro de altura. ¡Hop! Estaba dentro. Entonces sí, aceleré un poco el paso para plantarme ante el Buda rodeado por raíces y ver cómo los primeros rayos de sol le acarician la cara, cómo me la acariciaba a mí también. Pensé que, a esa hora, el calor todavía era soportable, no asfixiaba, se sentía la calidez sobre la piel y aún tenía una tregua de algo más de una hora antes de empezar a sudar durante el resto del día, cuando los más de 35 grados se unirían al altísimo grado de humedad formando un cóctel pegajoso, incómodo, pero raramente adictivo. Ese margen de tiempo me permitió sentarme a divagar, a intuir, a dibujar en mi cabeza posibles formas desaparecidas por el paso del tiempo, a seguir las líneas hasta completar la filigrana o tratar de imaginar si la cabeza que le faltaba a un Buda sedente sonreía o si quizá llevaba algún adorno en las orejas. Acabé la mañana en el Wat Yai Chaimongkol, asistiendo a la primera ceremonia del día en la sala Ubosatha, escuchando los hipnóticos cánticos de los monjes mientras algunas familias llegaban para realizar sus ofrendas en el exterior.
Sukhothai en bicicleta
Llegué a Sukhothai por la tarde, en bus desde Chiang Mai. Me acerqué a la entrada de la zona central del parque histórico con la curiosidad de saber a qué hora abrían la mañana siguiente. Faltaban diez minutos para cerrar, pero el guarda me invitó a pasar sin cobrarme la entrada. Mi ilusión por ver las ruinas iluminadas se fue desvaneciendo con el paso de los minutos que dura la hora azul: no hubo iluminación artificial ese día. Pero sí pude disfrutar de las formas de columnas, chedis y estatuas de Buda a contraluz. Por la mañana, alquilé una bicicleta para recorrer los principales restos de la ciudad histórica. Fue una delicia pasear entre ruinas de antiguos templos, parar de pedalear donde me apetecía para rodear un chedi o para tocar las raíces de un árbol que habían desafiado a la razón y emergían de la tierra para que la gente pudiera depositar sus ofrendas, pequeñas estatuas en su mayoría. Abandoné la zona central por la salida norte, junto a un chedi circundado por figuras de elefantes. En el Wat Si Chum pasé parte de la tarde sentado frente al Buda de manos gigantes y largos y afilados dedos. Hasta que un grupo de septuagenarias, llegadas desde Bangkok, me despertaron de mis ensoñaciones. Llegaban para hacer una ofrenda y me invitaron a unirme a ellas, a depositar un collar de flores y encender unas varitas de incienso al pie del gigantón.
Comiendo rambutanes en Kamphaeng Phet
La distancia entre los dos núcleos de ruinas de Kamphaeng Phet es considerable, por lo que la bicicleta fue de nuevo la mejor opción para desplazarme. En el camino del hotel a la principal entrada pasé por un mercado. El vivo color rojo de una montaña de rambutanes, haciendo equilibrios en la bandeja de un carromato, llamó mi atención. Pedí tres o cuatro puñados, los suficientes para llenar una bolsa, sin importar si pesaba un kilo o un kilo y medio, ya que el precio era ridículo. Con la bolsa en el cesto de la bicicleta me planté frente a un Buda yacente secundado por otros dos sedentes, sin duda uno de los conjuntos más hermosos de los que he visto en Tailandia. La soledad de mi visita, a los dos espacios arqueológicos, únicamente fue rota por un par de empleados recogiendo los restos de unas antorchas que todavía olían a queroseno. Pensé que la noche pasada tuvieron que vivirse momentos preciosos entre las ruinas, quizás algún tipo de celebración. En el núcleo grande, la compañía la pusieron algunos monos escandalosos. Las ruinas estaban más asilvestradas, más imperfectas, aparecían entre los árboles de un denso bosque, con los caminos de piedra cubiertos por un espeso manto de musgo. Entre rambután y rambután llegué a Wat Singha, un antiguo templo decorado con elefantes de piedra, engalanados con fastuosos jaeces, delicadas gualdrapas, preciosos brazaletes en las patas y joyas adornando las orejas. Incluso los que habían perdido su trompa por la inmisericordia del tiempo, lucían altivos, sin haber perdido un ápice de dignidad.
Caminando descalzo por Phimai
Los parques históricos del este de Tailandia tienen dos características comunes: la mayoría son de época jemer y no los visita casi nadie. Por la mañana había estado paseando por la pequeña ciudad de Phimai, siendo invitado a una ceremonia íntima y colándome entre las ramas de un árbol mágico. Reservé la tarde para pasear por la ciudad histórica. Lo primero que hice al entrar fue descalzarme y dejar mis sandalias en la entrada. No era obligatorio, ni siquiera recomendable, como en algunos templos del país. Pero vi a un monje caminar de esa manera y decidí hacer lo mismo. Anduve por la hierba mojada, mis pies pisaron la piedra como seguramente lo hicieron los fieles siglos atrás, notando la rugosidad, la porosidad de cada una de las piedras en la planta de los pies. Así seguí, pese a que la hora de cierre se aproximaba. Pero me había propuesto ver Phimai iluminado y me acerqué a la garita de la entrada a pedir permiso para quedarme. No había nadie y mis sandalias seguían allí. Así que opté por hacerme el despistado, dar media vuelta y volver a cruzar el puente de Naga, camino al prang que, cuentan, sirvió de modelo para el de Angkor Wat. Mientras encendían las luces, me di cuenta de que no estaba solo. Había un señor, de mediana edad, rezando de manera muy sentida junto a una de las estatuas del recinto. Ni siquiera reparó en mi presencia, él buscaba la iluminación a través de la fe y yo a través de los circuitos eléctricos que me dieran una foto de perfecta hora azul para mi archivo.
Sentado con unos monjes en Muang Tam
Echando un rápido vistazo a Muang Tam se puede considerar un aperitivo para el plato principal, el parque histórico de Phanom Rung, ambos a pocos kilómetros de la frontera con Camboya. Pero a poco que haya ganas de piedra y ruinas, conviene comprar el ticket combinado para los dos lugares. Muang Tam no defraudará. Los dinteles ya dan una pista de lo que encontraremos en el “hermano mayor”. Si alguna etapa del arte ornamental jemer es similar al barroco, no cabe duda de que fue aquella en la que decoraron esos dinteles y columnas con tal profusión de detalles. Lo que hace únicas a estas ruinas es que están rodeadas de estanques, pero no de la imperfección de Sukhothai y ese aspecto de haber sido creados de manera natural. En los de Muang Tam está la mano del hombre, que rodeó con muros y figuras de piedra los espacios acuáticos que rodean a los templos. En uno de los bordes de piedra había tres monjes que, con sus túnicas azafrán, rompían la monotonía cromática. Me invitaron a sentarme junto a ellos y pese a no poder intercambiar una sola palabra, hubo gestos que me indicaron lo que de verdad era importante en un lugar como aquél: mirar y sentir.
Dejando que la lluvia me calara hasta los huesos en Phanom Rung
Había dicho que éste no iba a ser un artículo de datos, deidades y reyezuelos. Llegando al último de los lugares históricos que visité, casi lo he cumplido. Pero ahora no tengo más remedio que romper esa promesa para hablaros de un rey elevado a la categoría de dios, del Rey del Pop. Necesitaríamos un par o tres de días para ver todos los detalles de los dinteles de Phanom Rung, pero yo buscaba uno: el Phra Narai. Es un dintel que muestra a Vishnu reclinado, con una flor de loto naciendo de su ombligo de la que a su vez salen varias flores, con Brahma descansando en una de ellas. Fue robado en 1965 y apareció, como por arte de la magia del expolio, en el Art Institute de Chicago. En la década de los 80 del siglo pasado, Michael Jackson triunfaba en todo el mundo y por supuesto arrasaba en los conciertos que ofrecía en Tailandia. El grupo tailandés Carabao, aprovechando una gira del autor de Thriller, compuso una canción que decía en su estribillo: “Llevaos a Michael Jackson y devolvednos el Phra Narai”. En el año 1988, la cantinela o las negociaciones entre gobiernos, devolvieron el dintel a su lugar de origen.
Me encontré a los mismos monjes que, previendo el protagonismo del monzón, iban camino de la salida. Yo hice todo lo contrario, puse mi cámara a resguardo y me senté al aire libre, en el suelo, a esperar la llegada de la lluvia. Vi cómo se iba gestando en el cielo, la velocidad con la que se movían las nubes, formando enormes y orondos cumulonimbos. Entonces llegó la lluvia. Y no hablo de chirimiri. Primero una gota, luego otra más gruesa. Al momento el cielo se caía a cubos, calándome hasta los huesos. Hace siglos, los habitantes y fieles que llegaban a Phanom Rung pudieron disfrutar de la ciudad y de los lugares de culto en plenitud. Seguramente se asombraron ante edificios de vivos colores y yo lo hacía ahora ante piedra desnuda. Pero estoy seguro que la lluvia les mojaba exactamente igual que a mí en ese momento.
Viajar te enriquece
Un reportaje fascinante sobre unas ruinas fascinantes. Y me ha encantado corroborar que alguien piensa como yo: el incómodo y pegajoso calor de los trópicos crea una rara adición.