Escribo este artículo cómodamente sentado en la cama de un hospedaje del pequeño pueblo de El Chaltén, en la Patagonia argentina. Es una comodidad que aprecio mucho, pues afuera está lloviendo y hace un viento que, si esto no fuera la Patagonia, calificaría de excepcional. El tiempo es bastante malo en la parte de Patagonia cercana a la cordillera andina. Es algo que hay que saber: si queremos venir a hacer caminatas y ver los imponentes macizos de los cerros Torre y Fitz Roy más vale que dejemos una amplia ventana en nuestro calendario. Para que se hagan una idea, según informaciones de la oficina del Parque Nacional Los Glaciares, el cerro Torre no puede verse desde hace más de tres semanas.
Esta es mi quinta visita a El Chaltén y todavía hay algunos senderos que no conozco. Recuerdo que en mi segunda visita, tras once días seguidos de lluvia bastante fuerte, se despejaron las nubes y por fin pude ver el Fitz Roy. Salí de acampada dispuesto a fotografiarlo bajo las estrellas y tuve el tiempo justo de hacerlo, pues a media mañana del día siguiente volvió la lluvia y, puesto que la previsión meteorológica era pésima hasta donde alcanzaba la misma, decidí marcharme. Once días seguidos de lluvia parecen muchos, pero un guardaparques me contó que en una ocasión vivió esta experiencia durante más de treinta.
El Fitz Roy ya lo había visto en mi primera visita, pero para ver el cerro Torre en su totalidad tuve que esperar hasta mi tercera visita, cuando tras pasar la noche acampado junto a la laguna Torre pude por fin verlo al amanecer iluminado de rojo.
De estas experiencias he aprendido que uno debe venir a El Chaltén con una predisposición al ocio y a aceptar lo que buenamente le regale a uno la montaña, sea mucho o poco.
Me da pena ver que hay mucha gente que en un viaje por Patagonia se reserva solo dos o tres días para El Chaltén y al encontrárselo nublado se obsesiona con recorrer los senderos más populares —los que llevan a las dos “joyas de la corona”, los cerros Torre y Fitz Roy— cuando están condenados a no ver más que nubes y probablemente a regresar completamente mojados. En los días no perfectos más vale dedicarse a recorrer otras maravillas que si no son más conocidas es porque viven a la sombra de esas dos “divas”.
El glaciar Piedras Blancas es una de estas maravillas. Salimos del pueblo temprano y tras cuatro horas de sencilla caminata por laderas de suave pendiente pobladas de bosques de lengas alcanzamos la laguna que hay al pie del glaciar. Los últimos veinte minutos los dedicamos a sortear por donde podemos las gigantescas rocas —alguna de cerca de diez metros de diámetro— que fueron transportadas por el glaciar durante el último periodo glacial. Tenemos la precaución de apoyarnos con las manos ya que de vez en cuando soplan unas rachas de viento muy fuertes que amenazan con hacernos perder el equilibrio. Como me encanta la geología disfruto observando las distintas morrenas que demuestran que el glaciar era mucho mayor en el pasado. De hecho, si uno se toma la molestia de buscar fotos antiguas, se puede comprobar que el glaciar Piedras Blancas se encuentra en retroceso alarmantemente rápido.
Sentados a la orilla de la laguna disfrutamos del almuerzo que nos hemos traído. En un par de ocasiones presenciamos pequeñas rupturas de hielo, que forma pequeñas cascadas que desaparecen tras unos pocos segundos. En otras ocasiones escuchamos el estruendo pero no logramos ver la caída.
Tenemos cierta sensación de inquietud en la laguna Piedras Blancas. Todo en el paisaje nos recuerda la fuerza de la naturaleza: los tremendos bloques de roca transportados por el hielo, el estruendo que producen las rupturas del mismo, las violentas ráfagas de viento que forman remolinos que levantan el agua de la laguna a varias decenas de metros de altura… La Patagonia inspira mucho respeto.
Hay otra caminata más popular que lleva a un mirador del glaciar. Está marcada en todos los mapas y la huella en el camino no puede ser más evidente, pero la vista desde la laguna que hay al pie del mismo es, debido a la proximidad, incomparablemente más impresionante. El glaciar lo vamos a poder ver aunque llueva y como podemos regresar al pueblo el mismo día no necesitamos acampar.
Regresamos caminando muy deprisa gracias al viento que nos empuja con fuerza. Pese a que las nubes que hay sobre nuestras cabezas son finas, la lluvia cae sobre nosotros debido a los fuertes vientos que la traen desde las cimas donde sí que llueve. Es literalmente una lluvia horizontal que se ve claramente cuando miramos sobre el fondo oscuro de las laderas cubiertas de lengas. La Patagonia es un lugar muy bello pero también hostil.
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