Cuentan que, deprimido, Fernando de Magallanes lanzó todos sus mapas por la borda gritando: «¡Con perdón de los cartógrafos, las Molucas no están en el lugar que debían estar!» Los errores de Ptolomeo habían alentado las ansias de descubrimientos e insuflado aire a los sueños de los grandes navegantes y a la codicia de los reyes, esos mapas decían que el mundo era más pequeño de lo que en realidad hoy sabemos. Pero cuatro meses sin conseguir comida fresca, con la idea de que el escorbuto se combatía comiendo ratas y compartiendo las galletas con los gusanos, mermaban el ánimo de cualquiera. Sin embargo, el concepto griego de autopsis, ver por uno mismo, era más poderoso que cualquier contratiempo. Por fin, hacia finales de noviembre del año 1520, tras treinta y ocho días con sus respectivas noches danto palos de ciego, las tres naves capitaneadas por Magallanes —salieron cinco, pero una naufragó y otra se había sublevado— completaron el paso desde el Atlántico hasta el Pacífico.
La glaciación que hizo añicos el sur de Chile tenía reservado un paso para que Magallanes hiciera historia. Hacía tiempo que se conocía que el planeta era redondo, pero en aquel momento la cantidad de terraplanistas todavía era considerable. Muchos de los marineros a bordo creían que podían navegar únicamente hasta el borde del mar y, si se descuidaban, caer por él. La superstición estaba a la orden del día: se daba credibilidad a las andanzas del Preste Juan, incluso Los viajes de Marco Polo, libro que alguno de los tripulantes de Magallanes llevaba a bordo, incluye entre sus páginas varios pasajes atribuidos a este personaje imaginario. En los barcos también viajaban santos a los que se encomendaban y se les concedía una parte de los beneficios de la expedición a cambio de su divina protección. Pensando en las condiciones en que lograron semejante gesta —de 250 marineros tan solo 18 regresaron a casa—, había que agarrase a cualquier cosa en la que creer. Describen el paso por el Estrecho de Magallanes como quinientos kilómetros de pesadilla náutica desde la misma entrada, con tormentas y un clima infernal debido a los williwaw, las corrientes de aire que se enfrían al pasar por los glaciares, volviéndose inestables y precipitándose a gran velocidad desde las montañas. Al alcanzar los fiordos, estas corrientes crean potentes vendavales que llegan a desorientar.
Cuando recorrí los últimos metros del muelle Pratt en Punta Arenas para embarcar en el crucero de expedición Australis, algo de ese espíritu de las grandes gestas de la navegación también subió a bordo conmigo. Es complicado dar un respiro a la imaginación con semejante letanía de nombres: Patagonia, Tierra del Fuego, Estrecho de Magallanes, Canal Beagle, Cabo de Hornos. ¿Qué viajero no ha soñado alguna vez con ir tras los pasos de Magallanes, los bergantines holandeses o Fitz Roy y Darwin? Los barcos Ventus y Stella Australis emulan aquellos días en que navegar era una cuestión de fe. Ya no se siguen las pautas de las olas, ni se estudia el vuelo de las aves para descubrir señales de tierra o el movimiento de las nubes; tampoco se utiliza la Cruz del Sur como brújula, pero la carta de navegación sigue teniendo prioridad sobre toda la tecnología a bordo.
Cuando el barco zarpa y enfila el Estrecho de Magallanes se pierde la cobertura, una desconexión obligada por la cuestión geográfica que no hace sino magnificar aún más el escenario por el que serpentea el barco. El estrecho ya no es un laberinto inexplorado, pero este canal ubicado entre las montañas del extremo sur de los Andes sigue siendo un complejo entramado de estuarios, bahías, calas y fiordos de belleza sobrecogedora. Como sabemos por los diarios de Pigafetta, el cronista oficial del viaje, en la expedición de Magallanes hubo muy pocos momentos para la belleza y muchos para el miedo, nulas concesiones al paisaje porque todavía faltaban más de dos siglos para que Rousseau inventara la descripción de la naturaleza.
En esas primeras horas de viaje es imposible no pensar en Charles Darwin, quien durante el segundo viaje del Beagle llevó a cabo una buena parte de sus estudios en esas latitudes, a la postre fundamentales para el desarrollo de una teoría que movió los cimientos del mundo. El naturalista inglés ingresó dos veces en el Estrecho de Magallanes, a finales de 1832 y justo dos años después. Una primera mirada al paisaje le bastó para ver que todo era completamente distinto a cualquier otra cosa que hubiera visto jamás: «Hay algo muy solemne en estos paisajes. En cualquier momento se presenta ante la mente la conciencia de lo remoto que es el rincón del mundo en el que uno se encuentra», dijo Darwin. También constató que las heladas no eran tan largas ni tan severas como en Inglaterra. El cielo constantemente nublado rara vez permite que los rayos de sol entibien la superficie del gran océano, lo que da lugar a inviernos moderados, veranos fríos y a que encontremos glaciares en la latitud de París en su equivalente norte. A lo largo de los siguientes días de navegación se irán sucediendo glaciares de diferente tipología que darán por válida la afirmación de Darwin: «Es casi imposible imaginarse algo más hermoso que el azul berilo de un glaciar, especialmente cuando está en contraste con el blanco perfecto de una extensión de nieve. Cuando caían fragmentos de un glaciar en el agua, se alejaban flotando, y el canal, con sus icebergs, representaba una miniatura del mar polar». Los chasquidos del hielo al resquebrajarse y el estruendo que produce al caer al agua es una de las cosas que más impresiona al navegar por los canales patagónicos.
Además del paisaje, la fauna también tiene un gran protagonismo durante la navegación: delfines madrugadores que nadan junto al barco; el resoplido que precede a la aparición de una ballena minke; unas focas que asoman el hocico; el elegante vuelo del albatros, que roza el agua con su panza y se deja mecer por las corrientes térmicas; y los pingüinos que habitan en los islotes Tuckers o en Isla Magdalena. Pigafetta también nos habló de los pingüinos, a los que llamaba gansos torpes y fáciles de cazar, que no levantaban el vuelo, lo que nos permite adivinar que alguna vez pasaron a formar parte de la despensa para completar la monótona dieta de los marineros. Hay otro animal del que resulta más fácil ver su obra que su cara: el castor. En las excursiones por el bosque magallánico vamos viendo algunas represas y el característico corte de los árboles en forma de lápiz afilado. Los castores fueron introducidos desde Canadá para hacer sombreros con su piel, pero el clima más cálido abrió la puerta a la evolución biológica y las crías nacían con el pelo más fino cada vez. Cuando dejaron de ser negocio, la suelta indiscriminada de una veintena de ejemplares se convirtió, con relativa rapidez, en varios centenares. Pese a haber sido criados en cautividad, los castores aún tenían el instinto intacto de construir presas. Estas barreras de troncos están produciendo el bloqueo de los nutrientes y minerales que las lluvias arrastran desde las montañas hasta el mar, los cuales son el principal alimento del krill y este a su vez de las ballenas.
El desembarco en Bahía Wulaia, en Isla Navarino, es uno de los grandes momentos del viaje. Darwin dijo que no había nada que pudiera verse más apacible que aquel lugar con imagen de sereno retiro. En el primer viaje del Beagle, como parte de la misión de la marina británica que estaba trazando los mapas de las costas más complicadas del mundo, el capitán Fitz Roy sufrió el robo de una ballenera por parte de los indígenas. Decidió llevarse a cuatro indígenas yaganes como garantía, pero también con el objetivo de educarlos en las buenas costumbres británicas y, sobre todo, en la fe católica. Tras un periodo razonable, serían devueltos a su lugar de origen para que hicieran de transmisores a sus semejantes. Entre aquellos indígenas estaban dos individuos mayores, una niña de unos nueve años que parecía haber sido abandonada y un niño. Uno de los marineros hizo notar a Fitz Roy que los adultos pensarían que estaba robando al niño, así que se arrancó un botón de nácar y lo arrojó como pago, por eso aquel pequeño recibió el nombre de Jemmy Button. Al mayor le pusieron York Minster por una roca bautizada así en honor de la catedral inglesa; la niña fue conocida como Fuegia Basket porque los marineros a los que habían robado la ballenera regresaron en una estructura de ramas y enredaderas que parecía una canasta. El último de ellos, que murió de viruela en Plymouth, se quedó con Boat Memory porque no recordaba dónde estaba la ballenera que habían sutraido, falta de memoria seguramente relacionada con las botellas de cerveza vacías, también robadas, que encontraron en su canoa.
En el regreso del Beagle a aquellas tierras, ya con Darwin a bordo, desembarcaron a los indígenas en Bahía Wulaia. El naturalista llamó a los habitantes de Tierra del Fuego «miserables amos de una miserable tierra». No llegaba a creer cuán amplia era la diferencia entre los salvajes y los hombres civilizados y los llegó a comparar con unos diablos que aparecen en la obra El cazador furtivo. Emitían una suerte de cloqueo, dijo, similar al que usa la gente cuando alimenta a los pollos. «El capitán Cook lo ha comparado con un hombre que se aclara la garganta, pero seguramente ningún europeo se aclaró jamás la garganta con tales sonidos». Una placa en una pequeña casa de la bahía recuerda el desembarco de Fitz Roy y Darwin. En el interior hay un pequeño museo que nos muestra que la historia con los nativos no acabó bien. Casi quince años más tarde, la Misión Patagónica con Allen Gardiner al frente volvió a navegar por allí para lleva el Verbo Divino a gente que vivía en el silencio del limbo y para comprobar si la tarea evangelizadora de Jemmy Button había tenido éxito. Tras naufragar en Spaniard Harbor, todos los tripulantes murieron de escorbuto o de inanición. Unos años más tarde, otra expedición construyó en Wulaia una pequeña parroquia para celebrar los servicios religiosos. El 6 de noviembre de 1859, decidieron reunirse con los yaganes para celebrar una misa de inauguración. Alfred Coles, cocinero, el único que se quedó a bordo, escuchó gritos desgarradores que sobrepasaron en muchos decibelios los de salmos, campanas y villancicos. Los indígenas acabaron con la vida de todos. No se pudo probar la participación o connivencia de Jemmy Button en la masacre, pero parece ser que sí la de uno de sus hijos.
La vista desde los cerros más cercanos a la playa de Wulaia no devuelve más que silencio y toda la serenidad que sintió Darwin. El descenso se convierte en una lección sobre el bosque y el clima magallánico, sol, lluvia, ventisca, nieve, granizo fino y viento intenso se suceden en un breve espacio de tiempo. Hermosos árboles de la familia de las notofagáceas, de nombres tan sonoros como ñirre, lenga o coihue, flanquean el sendero. Los guías enseñan a identificar hongos y frutos comestibles, como la chaura o falsa manzana, crujiente en el primer mordisco y algo amarga en el retrogusto, o el abundante pan de indio que parasita los árboles. No es época de calafate, cuya ingesta asegura el regreso a Patagonia como cuenta una de esas leyendas de tintes shakesperianos. Habrá oportunidad de cumplir con el rito, por si acaso, con el cóctel calafate sour que sirven en el bar del barco. Pero sin duda, lo que más llama la atención es encontrar completos ecosistemas en troncos caídos: un liquen que se convierte en musgo, este en arbusto y luego en árbol. Sucesión biológica que nos lleva directos a las palabras de otro naturalista, el alemán Alexander von Humboldt: «El mundo está bien en aquellos lugares donde el ser humano no alcanza a turbarlo con sus miserias».
Si remotos y aislados son esos parajes, la sensación al amanecer del siguiente día de navegación, cuando la isla Hornos no es más que una silueta, es la de estar en los confines del mundo. Más allá, tan solo queda el temido Pasaje de Drake y la Antártida. Dicen del Cabo de Hornos que es demasiado hostil para ser un paraíso, demasiado hermoso para ser un infierno. Tan mítico como deseado, el escritor y navegante francés Paul Guimard dejó escrito que el Cabo de Hornos hubiera podido ser para siempre nada más de lo que es, un pequeño punto sobre el mapa del mundo; pero los hombres y los veleros lo han transformado en una epopeya. La leyenda comenzó durante el siglo XVII, cuando los holandeses se llevaron el mérito de descubrir el paso interoceánico por el Cabo de Hornos. Eso sí, con el permiso de Francisco de Hoces y de Francis Drake que les precedieron en 90 y 37 años respectivamente.
La obsesión de la Compañía Austral era encontrar un nuevo paso que le permitiera eludir la exclusividad en las rutas de la todopoderosa Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. El 25 de enero de 1616, en el cuaderno de bitácora del buque Eendracht (Concordia), con Le Maire y Schouten a bordo, se escribió la siguiente nota: «En la mañana estábamos cerca de la tierra del oriente, muy alta e irregular. Le dimos el nombre de Staten Landt, pero a la tierra al oeste la llamamos Mauritius de Nassau. Sin duda, era el gran mar del Sur, lo que nos puso muy contentos porque habíamos encontrado un camino que hasta ese momento era desconocido para la gente». Tan solo cuatro días después, Le Maire vio una tierra muy alta y blanca de nieve, con dos cerros altos hacia el oeste. En honor a la ciudad holandesa de Hoorn, sede de la compañía, llamaron a aquel pedazo de tierra Kaap Hoorn, que nosotros hemos mal traducido como Cabo de Hornos. Desde un punto de vista estratégico, esta nueva vía facilitaba el acceso al océano Pacífico. Aún faltaban más de dos siglos para que Fitz Roy descubriera el tercer paso interoceánico, el Canal Beagle, y la navegación por el estrecho de Magallanes estaba a merced de los vientos, con el consecuente riesgo de naufragio. Aunque la ruta por el Cabo de Hornos tampoco estaba exenta de riesgos por los severos temporales y la presencia de vientos contrarios en la zona.
Cuando el jefe de expedición del Ventus Australis, tras consultarlo con el capitán del barco, anuncia que se puede desembarcar en la isla Hornos, hay un estallido de júbilo a bordo. Pese a que todos los pasajeros asumen que existe la posibilidad de no poder poner el pie en esta remota isla, debido a las condiciones climatológicas, no se puede negar que es el sueño de la mayoría de ellos, incluso sin que oficialmente se puedan considerar verdaderos Cap Horniers, privilegio reservado a aquellos que doblan el cabo —los barcos de Australis únicamente hacen esta maniobra en días muy concretos de buen tiempo— y que da derecho a ponerse un aro en la oreja izquierda, a no saludar con una genuflexión al rey, a comer con el pie encima de la mesa y a orinar a barlovento. Aun así, el pellizco en el estómago está presente en todo el trayecto en zódiac desde el barco hasta tierra firme.
El archipiélago está formado por ocho islas y varios islotes; la isla de Hornos es la más austral. Más allá, a algo menos de mil kilómetros de distancia, está la Antártida. El faro de Julio Verne no era el del fin del mundo, así como tampoco lo es el único que se visita en la isla —el verdadero está en cerro Pirámide—, con una casa anexa en la que hay destinado un militar de la Armada chilena que, junto a su familia, pasará allí un año de su vida. Excepto José Luarte y Pamela Tranamil, quienes junto a sus hijos Gael y Sofía han decidido prorrogar la estancia otro año más. Ah, y su gato Calafate. Los militares postulan de forma voluntaria al puesto, junto a todos los familiares que los acompañen deben pasar por una operación preventiva de apéndice. Puerto Williams está a ocho horas en buque y una en helicóptero, tiempos solo válidos aquellos raros días al año en los que hace buen tiempo; otros, es imposible alcanzar la isla. Todas las pertenencias de su domicilio habitual se van a un almacén, solo pueden escoger una cosa para llevarse a Hornos y ellos lo tuvieron claro: su cama.
Cuenta José que los días que hace mucho viento la casa se mueve, en el Cabo de Hornos se han registrado vientos de 275 kilómetros por hora. La lluvia se alterna con el granizo, la nieve o la ventisca con una rapidez inusitada. Además, fuera de la temporada de llegada de los barcos de expedición Australis, que operan entre finales de septiembre y primeros de abril, se quedan en completa soledad, con la única visita del buque de la Armada que les trae provisiones cada dos meses. Todos aseguran que es un paisaje que genera adicción, que les permite un grado muy elevado de introspección, cálidas charlas y grandes momentos en familia. La misión de José, que ostenta el cargo de Alcamar (alcalde de mar), es controlar el tráfico marítimo, salvaguardar vidas, efectuar soberanía y el monitoreo del clima, cuyo parte meteorológico envía cada tres horas, tanto de día como de noche. Pamela tiene la función de guardaparque, ya que la isla está protegida bajo la figura de Parque Nacional. Los niños, tras unos primeros días un poco inciertos, se han adaptado perfectamente. Gael dice que él es de viento y Sofía de lluvia. Pasan los días entre estudios —no pierden el curso escolar y se examinan en Puerto Williams—, haciendo excursiones por las cercanías del faro monumental o avistando aves que Sofía pinta en acuarelas que vende por algunos pesos. Gael, el pequeño, trata de seguir la pasión artística de su hermana. Dice Sofía que la fauna no tiene miedo porque están acostumbrados a que no les hagan daño.
Lo que más echan de menos es el salmón fresco y algunos otros pescados: la paradoja de estar rodeados de mar y encontrar a faltar el pescado, pero las provisiones que llegan son congeladas y ellos tienen que elaborar todo, incluso la ración diaria de pan que ellos mismos hornean en casa. El agua para beber y demás usos es la que cae de la lluvia, pasando por un proceso de hervido antes de consumirla, precaución que no sería necesaria porque el Cabo de Hornos está ubicado más al sur que las corrientes de viento que transportan agentes contaminantes procedentes de la industria; la lluvia llega directa de las corrientes originadas sobre el océano Pacífico, por lo que el agua que deja es considerada la más pura del planeta.
Tras visitar el faro hay que cumplir con la tradición de acercarse al monumento dedicado al albatros, aunque solo sea por rendir homenaje al ave que acompaña todo el recorrido del Australis, llenando de belleza el otro lado del gran ventanal del camarote con sus hipnóticos vuelos. Un ave al que Sara Vial le dedica un poema que podemos ver en una losa de mármol al lado del camino que se dirige a la escultura. Baudelaire veía en el albatros la encarnación del poeta, del ser que en tierra es imperfecto y torpe, pero que en las alturas es majestuosos y sacrosanto, un ser que no es de este mundo.
Francisco Coloane, el escritor chileno que mejor ha narrado estas tierras del extremo sur del país, habló largo y tendido sobre el Cabo de Hornos, ese trágico promontorio que apadrina el duelo constante de los dos océanos más importantes del mundo, según sus palabras. Cada vez que tenía ocasión contaba la historia de un barco cargado de pianos que naufragó en esas aguas, razón por la que las olas enfurecidas en días de tormenta hacían sonar una música que llegaba desde las profundidades marítimas. «A Chile le fue entregado un cabo, una isla, una mole, una esfinge, una media luna, un cuerno, una espada, un umbral, un refugio de leviatanes, un cementerio, una brújula dislocada, una sonata de piano que acompaña el rugir de la tormenta. En ella aún escribimos y esculpimos los heraldos de la memoria. Alguna vez, Neruda dijo que el mar de Chile era una verdadera universidad. Es probable que el Cabo de Hornos sea el examen de grado». De esta manera, decía, el viaje habrá tenido sentido. De vuelta al camarote, un diploma firmado por el capitán es el testimonio gráfico de ese sueño cumplido. El intangible, formado por una mezcla de gusto salobre, viento que se pega a la piel con la intensidad de los primeros besos y ecos de algunas de las gestas más grandes de la navegación, quedará por mucho tiempo en la memoria.
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