Donde el olivo se retira, acaba el Mediterráneo
Georges Duhamel, poeta francés
Mientras que el emperador Constantino se echaba en brazos del monoteísmo, en el siglo IV de nuestra era un olivo empezaba a crecer en un rincón de las Terres de l’Ebre. Todavía hoy, este ejemplar conocido como la Farga del Arión, sigue dando sus frutos para extraer ese jugo tan apreciado en la gastronomía del Mediterráneo. El olivo es un árbol perseverante, fuerte y de crecimiento pausado y constante, cuando clava sus raíces no cede ante el viento, se adapta a suelos complicados y resiste bien los veranos rigurosos; únicamente se queja ante el frío. Pocos símbolos hay tan vinculados a nuestro mar: Teofrasto, en De historia plantarum, una de las obras sobre botánica más importantes de la antigüedad, dice que el olivo no podía prosperar nunca a más de trescientos estadios de las orillas del mar.
El aceite de oliva ha tenido un uso secular en múltiples aplicaciones más allá de la gastronómica. El paganismo lo utilizó en sus rituales religiosos, los sacerdotes egipcios ungían las estatuas divinas con aceite, como ofrenda lo empleaban los romanos, y la Biblia hace mención del olivo y del aceite numerosas veces. Con aceite se han hecho perfumes y ungüentos para libaciones, barniz, lociones hidratantes, medicinas o detergente. Los romanos, responsables de la expansión del cultivo del olivo por todos sus dominios, dividían el aceite de oliva en diferentes categorías en función de su calidad, desde el oleum ex albis ulivis, el producto excepcional destinado a las clases altas, pasando por el viride, el caducum o el cibarium, hasta el maturum que servía para poco más que para iluminar con lámparas. Ya en época romana, los aceites que salían de Hispania eran de alta calidad y llegaban hasta la capital del Imperio. En Roma, el monte Testaccio se eleva a más de treinta metros de altura sobre los restos de ánforas que habían llegado por el río Tíber, procedentes de Hispania, cargadas con aceite de alta calidad.
Los olivos de las Terres de l’Ebre producen un aceite singular. Además, las actuales generaciones de agricultores se han marcado la alta calidad como su principal objetivo. Dos denominaciones de origen protegidas (D. O. P.) certifican todos los procesos, Baix Ebre-Montsià y Terra Alta, con variedades tan características como la morruda, muy vinculada a la Sierra de Godall, o el empeltre de la Terra Alta. El aceite de oliva es uno de los productos destacados de la despensa ebrense, extraordinariamente nutrida si tenemos en cuenta el pequeño tamaño del territorio. La iniciativa Lo Rebost Ecològic (Despensa Ecológica) de las Terres de l’Ebre es única en Europa por el potencial y variedad de estos alimentos, con una costa de la que salen buenos pescados y mariscos, una huerta rica y unos vinos que se han ido haciendo un sitio en las cartas de los restaurantes más conocidos. En las Terres de l’Ebre hay más de 25 familias de alimentos certificados por el Consejo Catalán de la Producción Agraria Ecológica (CCPAE). Lo Rebost está poniendo en contacto a productores en ecológico con los restauradores y con el consumidor final.
Algunos de los productores de aceite de oliva están ofreciendo experiencias de oleoturismo para conocer las variedades e ir mucho más allá de la cata del producto. Toni Beltrán, uno de los impulsores de Lo Rebost, tiene un molino de aceite en Horta de Sant Joan. En su anterior experiencia como químico en un grupo de investigación en biomedicina, había participado en estudios que concluían que el aceite de oliva es el mejor alimento que hay. Para Toni, tan importante como embotellar buen aceite es la difusión de su cultura para valorar el producto y aprender a utilizarlo de manera correcta. Entre las actividades que realiza están las catas, en las que muestra cómo interviene el aceite para modular el gusto de un plato; el de la preparación de la clotxa, ese tradicional bocado de las Terres de l’Ebre que consiste en un pan redondo relleno de ajos, tomates, sardina de casco y regado con aceite hasta empapar el pan —dicen que una buena clotxa tiene que chorrear aceite hasta llegar al codo—; o el showcooking en un precioso olivar con hechuras de jardín en Horta de Sant Joan, con vistas al caserío amontonado de un pueblo que forma una de las estampas más hermosas de las Terres de l’Ebre. La actividad ha empezado a realizarla en colaboración con el cocinero Manuel Francés y Paula C. Loureiro, del restaurante L’Hort de Arnes.
Esta experiencia gastronómica prescinde de los tecnicismos de la elaboración y de discursos sobre las propiedades organolépticas del aceite, no es una cata de manual ni un máster en aceite, es una mesa con amigos, buena temperatura, una botella de garnacha blanca de la Terra Alta y un hermoso paisaje: la esencia del modo de vida del Mediterráneo. El tradicional gesto del restaurante que te sirve un poco de aceite en un platito con un pedazo de buen pan, Manuel lo convierte en una original creación con fécula, transparente y crujiente, que hace que destaque el color y el sabor del aceite. La aceituna empeltre, deshidratada y convertida en una especie de polvo, puede ser el remate perfecto para un plato de bacalao cocinado a baja temperatura. El aceite de oliva virgen extra es el toque final incluso para el postre, un babá, el dulce de tradición napolitana, relleno de chantillí y piel de naranja.
Dicen los que más saben, nuestros abuelos, que del olivo se aprovecha hasta la sombra. El pie de los venerables olivos monumentales de la Sènia o de aquellos que tienen vistas a las Rocas de Benet en la Terra Alta, son una invitación a disfrutar de esa sombra que nos ofrecen, de su tortuosa belleza y de un poco de aceite, pan y vino, tres ingredientes sencillos que forman parte indisoluble de lo que somos.
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