Desde cualquiera de los numerosos miradores que hay en la ciudad, Valparaíso devuelve una imagen de hechuras cubistas, de cuadro de Mondrian si se mira con los ojos entrecerrados, de cubo de Rubik descuajaringado. Si a ese rocambolesco entramado de casas de colores y cerros se le añade el olor a salitre y el aire arrabalero que toda ciudad portuaria tiene, no es de extrañar que la Unesco la incluyera en la lista del Patrimonio de la Humanidad.
Si caminamos todas las escaleras de Valparaíso habremos dado la vuelta al mundo. Eso decía Pablo Neruda de la ciudad que utilizó como patio de recreo. Cada vez que asomaba la primavera austral, coincidiendo con las Fiestas Patrias en septiembre, el poeta llegaba a La Sebastiana, una casa que reunió todas las condiciones de su lista de deseos: «Siento el cansancio de Santiago, quiero hallar en Valparaíso una casa para vivir y escribir tranquilo. Tiene que poseer algunas condiciones. No puede estar ni muy arriba ni muy abajo. Debe ser solitaria, pero no en exceso. Vecinos ojalá invisibles. No deben verse ni escucharse. Original, pero no incómoda. Muy alada, pero firme. Ni muy grande ni muy chica, lejos de todo. Pero con comercio cerca. Además, tiene que ser muy barata».
No hacían falta motivos para que esta casa, situada entre los cerros Florida y Bellavista, se llenara de amigos y tardes de empanadas, disfraces, guitarra y vino. En la actualidad se puede visitar el jardín y las diferentes plantas de La Sebastiana, donde se acumulan recuerdos y piezas de las colecciones más extrañas que cabe imaginar; Neruda fue más que coleccionista un virtuosos del cambalache, un “cosista” como lo define Pablo Eltesch, propietario de El Abuelo, uno de los anticuarios donde más objetos compró el autor de Canto General y que todavía tiene sus puertas abiertas en el local de la calle Independencia.
La Sebastiana está llena, como todas las demás casas que tuvo, de objetos de colección como platos con globos aerostáticos, mapas, marinas, vitrales o una sopera italiana con la forma de una vaca. Junto a la barra de bar hay un pedicuro donde le cortaban las uñas. La puerta de entrada, pintada de rosa, perteneció a un antiguo confesionario y en ella cuelga un cartel que reza “Prohibido fumar y expectorar”. En un pequeño lavabo junto a la barra se puede ver un espejo convexo en el que le gustaba mirarse porque se veía más delgado. En el estudio donde trabajaba cuelga una gran foto de Walt Whitman. Un día, Rafita, el carpintero que trabajó en la casa, le preguntó si era su papá. «Sí, es mi papá», le respondió Neruda.
En Valparaíso, Valpo como la conocen los locales, siempre hay manera de subir más arriba. Un sistema de viejos ascensores conecta algunos de los cerros. En la entrada, el ascensorista apila las monedas para el cambio con habilidad de prestidigitador y abre las puertas con el hastío del gesto repetido cien veces al día. Algunos de los ascensores parecen más el vagón de un viejo tranvía lisboeta, solo que cuando arrancan lo hacen en sentido vertical, quejumbrosos, lentos, arrastrados por la inercia del que viene en descenso. El ascensor El Peral comunica el Valparaíso a nivel del mar con el cerro Alegre, que junto con el cerro Concepción forman el meollo turístico. En ambos cerros se pueden ver las casas coloniales que están en mejor estado de conservación y palacetes que pertenecieron a comerciantes europeos, como el impresionante palacio Barburizza.
Valparaíso es uno de los mayores museos al aire libre del mundo en lo que al arte del grafiti se refiere, tanto en concentración como en calidad. En un paseo por un par de cerros es fácil ver medio centenar de buenos murales. Alegre, Concepción, Buenavista y Polanco son buenos lugares para ver grafitis, aunque se encuentran por toda la ciudad.
Aunque todavía haya algunas personas mayores que lo llamen “rayados”, este arte urbano es cada vez más apreciado: el grafiti se ha convertido en una seña de identidad porteña y empresas como Valpo Street Art hacen rutas temáticas en las que cuentan cómo los artistas que están empezando hacen sus murales gratuitamente; para el propietario de una casa es una manera de vencer al deterioro, una “renovada capa de pintura”, y para el artista de mostrar su obra. Todos ganan. Otra cosa es cuando ya se convierten en referencias del arte callejero y sus obras son encargos de grandes empresas o de la municipalidad. Algunas de las grandes firmas internacionales tienen obras en las paredes de Valpo, como las parejas Ella & Pitr y Jekse & Cines, el neoyorkino Cern, el español Cuellimangui o el belga Roa. Entre los chilenos destaca Cekis.
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