Salsa, merengue, bachata… La música no para, suena insistente por los altavoces del ferry. A los ticos les va el ritmo, se les nota en el gesto pero sobre todo en el habla: “Cómo le va, mae”; “sobreviviendo”, contesta el otro. Y es verdad. Hace calor. Esa clase de calor tropical que se engancha en la piel en forma de sudor. Y el mae se levanta la camiseta por encima de una barriga bien redonda para refrescarse. Sonríe. Sonrío al escuchar la conversación. Miro el paisaje del golfo de Nicoya desde la barandilla: un horizonte suave, el perfil de la costa cubierto por una densa vegetación, el verde, el mar calmo, el azul, los pelícanos en el cielo acompañando el avance del ferry con su vuelo entre torpe y gracioso.
No se puede llegar de mejor forma al sur de la península de Nicoya, el lugar donde comenzó todo. Costa Rica es el país de la sostenibilidad. Promueve el turismo responsable, invierte en infraestructuras de calidad y defiende la conservación de una flora y una fauna excepcionales: en 51.100 kilómetros cuadrados cabe el 5 % de la biodiversidad mundial. Podría parecer que siempre fue así, pero no. Fue en la punta más meridional de esta península, con la historia de una pareja, ella danesa, él sueco, donde Costa Rica comenzó.
Karen Mogensen y Olof Nicolas Wessberg llegaron en la década de 1950 a Costa Rica. Llegaron de viaje de novios y se quedaron toda una vida. Escogieron Montezuma para vivir en armonía con la naturaleza. En aquel tiempo la política del país estaba dirigida al desarrollo agrícola más que a la conservación y la pareja de ecologistas se encontró con amplias zonas deforestadas. Ahí comenzó una lucha y un sueño que dio como resultado la que sería la primera área silvestre protegida del país y que, más tarde, acabaría por inspirar el actual sistema de reservas naturales y parques nacionales de Costa Rica.
Montezuma es un pequeño pueblo jipi rodeado de selva que funciona a modo de capital playera en este rincón del noroeste del país. Hay unas pocas calles, rótulos de colores, luces, algunos hoteles, algunas sodas, bares, restaurantes, y una estética basada en pareos, rastas, pies descalzos, bañadores surferos y mucho amor. Es habitual que se te cruce un pizote en la recepción del hotel, o que algún mono capuchino aproveche un descuido para intentar llevarse algo de comida como premio. Los sábados hay un mercado ecológico. El Pacífico se siente tan cerca que parece que en cualquier momento te mojarás los pies. A las afueras hay plantaciones de yuca, maíz o frijoles para el gallopinto —si no has desayunado gallopinto es que no estuviste en Costa Rica—. A la playa se va caminando, se saluda a la gente por la calle. A algunos los conoces de la noche, en el mítico Chico’s Bar, donde se junta la bohemia del lugar, a otros solo porque en este pueblo se respira confianza y es lo que toca.
Detrás del edificio del colegio comienza el sueño. El sendero interpretativo Sueño Verde preserva la memoria de doña Karen y don Nicolás, como se conocía aquí a los dos ecologistas. Un cartel —ella mira sonriente a la cámara, él también sonríe pero la mira a ella, son tan jóvenes y tienen tanta energía para perseguir su sueño— señala el inicio de este sendero de algo menos de dos kilómetros de trayecto a lo largo de Playa Grande, que muchos visitantes usan para ir de una playa a otra por la costa.
Es otro mundo. Aquí, si miras fijamente la arena blanca de la playa ocurre como con el cielo nocturno, que cuanto más rato pasas mirándolo ves más estrellas. Con la arena igual, solo que en lugar de estrellas comienzas a ver más y más cangrejos ermitaños moviéndose. En época de desove, la Asociación de Voluntarios para el Servicio en áreas Protegidas de Costa Rica (ASVO), protege las puestas de las tortugas marinas. Las trasladan a los viveros que la asociación tiene a pie de la playa y, tiempo después, las neonatas, que de otra forma probablemente habrían muerto por los depredadores y por la actividad de los humanos, salen al encuentro del mar. Todos los pasos importan para estas pequeñas que al llegar a la orilla son arrastradas a la vida por las olas. Verlo emociona. Ya con el crepúsculo el cielo se llena de libélulas y de tonos rojizos. Y te sientas sobre alguno de los troncos de superficie pulida que la marea deja anclados en la playa. Y comprendes cómo dos extraños se quedaron aquí a vivir. Tú piensas lo mismo, en quedarte.
A solo 11 kilómetros de este edén se encuentra la Reserva Natural Absoluta Cabo Blanco. La reserva natural más antigua de Costa Rica, la que promovieron en 1963 Karen Mogensen y Olof Nicolas Wessberg. En Cabo Blanco hay dos senderos: el Sendero Sueco (por Olof) y el Sendero Danés (por Karen) que llevan hasta una playa virgen en la punta más meridional de la península de Nicoya. Si alguna vez imaginaste una playa paradisíaca, ésta se parecerá mucho: una franja de arena entre la selva y el mar, verde y turquesa, realidad y ensoñación. Vale la pena el largo camino, generalmente embarrado, y subir todas sus empinadas cuestas para llegar a este trozo del mundo. Cabo Blanco lleva algo más de cincuenta años demostrando que los sueños son posibles. Gracias a ese sueño, hoy esta reserva natural, en parte bosque tropical seco y en parte húmedo, es el hogar de gran variedad de monos, de perezosos, ardillas, mapaches, ciervos, osos hormigueros y de una vegetación desbordante.
El tiempo es la espuma blanca que las olas del Pacífico dejan en la orilla a lo largo de todo el litoral de la península de Nicoya. Especialmente en Playa Grande; donde, frente a una placa levantada en hormigón, la gente sigue colocando montículos de piedras de diferentes colores. Lo hacen en memoria de los primeros que soñaron con un país verde, lo hacen porque creen que soñar es importante. Lo hacen frente a la placa en memoria de Karen y Olof, en el lugar donde todo comenzó.
Fotos: Gonzalo Azumendi, Félix Lorenzo y Rafa Pérez
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