Tengo la costumbre de guardar las etiquetas de las cervezas que tomo en mis viajes por el mundo. Durante mi último viaje por la República Checa he sabido que muchas de esas cervezas tienen un punto en común más allá del similar proceso de fermentación: el lúpulo rojizo saaz, plantado en la localidad de Zatec y sus alrededores. Los checos son grandes consumidores de cerveza —con más de 140 litros anuales son los líderes mundiales— y su espumosa bebida está considerada una de las mejores del mundo. Todo ello obedece no solo a razones climatológicas sino también históricas. La tradición cervecera heredada de la Edad Media se ha perpetuado en el país sin que apenas nada —ni los ingredientes, ni los métodos— haya cambiado.
El paisaje de Bohemia evidencia que esta es tierra de cerveza. Solo hay que subirse a un coche y cruzar la región para percatarse que, junto a las carreteras, los campos de cebada se suceden sin interrupción. También de lúpulo, esa planta con flores de intenso color verde que da a la cerveza su característico sabor amargo. Zatec, una pequeña localidad agrícola a poco más de ochenta kilómetros de Praga, fue el centro mundial del lúpulo hasta la Segunda Guerra Mundial. En una localidad de apenas veinte mil habitantes hubo hasta ciento sesenta compañías dedicadas a la producción y al comercio de este ingrediente que se distribuía a todas las cerveceras del mundo, desde España hasta Rusia o Canadá. Luego vino la nacionalización por parte de la comunista Checoslovaquia y la aparición de grandes competidores como Estados Unidos o China, que en la actualidad abastecen al gran grueso del mercado. Pero Zatec sigue fiel a su historia, ahora a pequeña escala. Su lúpulo saaz —una variedad que se cultiva entre Praga y Munich desde hace más de mil años— es mundialmente conocido por su calidad. Muchas cerveceras en Bohemia y Baviera, así como reconocidas marcas a nivel mundial, siguen utilizando este tipo de lúpulo. En los últimos años, los pequeños productores de cerveza artesanal también han apostado por el lúpulo de Zatec. En uno de los antiguos almacenes de lúpulo se puede visitar un interesante museo para hacer un recorrido por la historia de este producto y cómo ha marcado la identidad de la localidad.
Es difícil encontrar en Bohemia una localidad, por pequeña que sea, que no disponga de su propia taberna o de una pivovar de producción limitada destinada a un consumo principalmente local. La diminuta Chodova Plana, ya casi en la frontera alemana, es buen ejemplo de ello. Los imaginativos propietarios de la cervecera Chodovar decidieron utilizar las cualidades de las aguas terapéuticas, por las que es conocida la región, no sólo para elaborar una excepcional y galardonada lager sino para crear un spa de cerveza en las instalaciones de la fábrica. Precisamente el agua es la razón principal de que en estas latitudes se concentren varias ciudades balneario tan célebres como Karlovy Vary o la vieja Marienbad, hoy rebautizada como Mariánské Lázne. Olvidadas y casi abandonadas durante el período de gobierno comunista, estas joyas del Art Noveau checo empezaron a recobrar el esplendor de sus tiempos pretéritos allá por el año 1990. Durante la época dorada de Marienbad, intelectuales como Goethe o Kafka, además de otros muchos artistas, aristócratas y soberanos, curaron aquí sus reumas y dolencias del riñón, igual que lo siguen haciendo los turistas que acuden a estas ciudades balneario y van peregrinando, de fuente en fuente, con su tacita de porcelana en la mano para ir sorbiendo estas “aguas milagrosas” durante sus paseos.
No solo el clima y el propicio terreno para los cultivos necesarios dan explicación a tamaña afición de los checos a la cerveza. También hay muchas razones históricas. En el corazón de la Bohemia occidental se levanta Plzen, una ciudad que huele a malta y que vio nacer la primera y original cerveza conocida como pils, pilsner o pilsener. Todo empezó en 1295 cuando el Rey Wenceslao II otorgó la licencia exclusiva a 257 familias de esta localidad para fabricar pivo (cerveza en checo). Muchos años después, bien entrado el siglo XIX, una serie de pequeños productores unieron sus esfuerzos y revolucionaron el negocio cervecero creando una empresa municipal, Plzensky Prazdroj, en la que produjeron la famosa Pilsen Urquell de tipo lager. Hoy esta macro-cervecera atrae hasta la ciudad a miles de turistas al año ansiosos de conocer el lugar de nacimiento de la rubia más famosa del país. En rutas perfectamente guiadas se recorre una embotelladora colosal, se visita un centro de interpretación y se prueba la cerveza directamente de las cubas, sin filtrar, ni pasteurizar.
La lástima es que muchos de estos visitantes abandonan Plzen ignorando lo que se levanta a escasos metros de la fábrica. Namesti Republiky, la plaza principal de la ciudad, apenas atrae a los turistas y son los propios residentes quienes gozan, casi en privado, de la belleza de sus edificios: el Ayuntamiento, las casas de Chotesov y Gerlach, la catedral de San Bartolomé o los interiores del arquitecto racionalista Adolf Loos, entre otros. Bajo el subsuelo, a modo de hormiguero, podemos recorrer kilómetros de túneles que en época medieval se cavaron a mano para albergar las cámaras de fermentación de la preciada cerveza. También en el centro se levanta la segunda mayor sinagoga de Europa después de la de Budapest. La Gran Sinagoga es un lugar de proporciones extraordinarias con capacidad para más de mil fieles, aunque tras la Segunda Guerra Mundial apenas quedaron judíos en la ciudad, poco más de dos centenares en la actualidad.
Si bien la Pilsen Urquell es el mascarón de proa de las cervezas elaboradas en Plzen, existen otros pequeños productores que tras el fin de la era comunista empezaron a trabajar modestamente a la sombra del gigante cervecero. Durkmistr es una de las cuatro micro-cerveceras que fabrican artesanalmente en la capital de la pilsener. En un sótano de apenas cien metros cuadrados se cuecen, siguiendo recetas del siglo XIV, unos 1.500 hectolitros de una cerveza que solo puede tomarse en algunos bares de la localidad. No está pasteurizada y, como todas las cervezas que no pasan un proceso industrial, tiene una caducidad de apenas un mes. Es ese, precisamente, uno de los mayores lujos de Bohemia: poder probar una cerveza cuyas levaduras aún están vivas; tomarla sin que haya sido sometida a un proceso para su conservación. Viva, turbia y a temperatura ambiente, tal y como la saborearon aquellos primeros cerveceros en época medieval.
A medida que uno se dirige hacia el sureste, las vastas llanuras de cebada y trigo van perdiendo terreno en pos de los cultivos de colza, una planta que, igual que le ocurrió al novelesco Gregorio Samsa, sufre una metamorfosis y tiñe el paisaje de un intenso color amarillo durante los meses de primavera. Los campos perdiéndose en el horizonte, los humedales y las colinas, con su siempre presente bisoñé en forma de castillo, son la señal inequívoca de que se está entrando en Bohemia del Sur. Dejando atrás un perfil dominado por el imponente Hluboká Nad Vltavou —un palacio al más puro estilo Tudor— la carretera entra en Ceské Budejovice, otra de esas localidades de difícil pronunciación que basan parte de su economía en la producción de cerveza.
La aclamada Budweiser Budvar, competidora de la Pilsner Urquell en el hall of fame de las cebadas checas, ya se elaboraba en esta ciudad medieval en los albores del siglo XIII. Aún hoy los maestros cerveceros de Budweiser Budvar presumen de seguir una estricta observancia en el uso de ingredientes locales. La fórmula (agua de los pozos artesianos propios, lúpulo de Zatec y malta de la vecina región de Moravia) está claro que funciona: su producto se exporta a más de setenta países.
Pero no solo de la gran firma cervecera vive Ceské Budejovice. Igual que en tantas otras poblaciones checas, en el casco antiguo se esconden otras productoras modestas. La jarra de cerveza acompañando alguna contundente especialidad culinaria puede ser tomada entre las paredes de edificios históricos hoy reconvertidos en pivnices. Algunos ejemplos de ello son el antiguo mercado de la carne, del siglo XIV, o la micro-cervecera Krajinská, que ocupa una de las primeras casas con derecho a elaborar cerveza en la ciudad. También enclavada en pleno sur de la región se encuentra una de las ciudades que, con permiso de Praga, está considerada una de las más bellas de la República Checa. Más desconocida, menos transitada e igual de fascinante que la capital checa, Cesky Krumlov está incluida en la lista del Patrimonio de la Humanidad. Esta ciudad a orillas del Moldava, coronada por un castillo situado sobre un saliente rocoso, muestra un casco antiguo intocado y, como no podía ser de otro modo, alguna que otra cervecera histórica.
Mística, melómana, sibarita y descaradamente bella. No resulta fácil desgranar sus encantos entre los miles y miles de visitantes que recibe a diario y entre las tiendas de souvenirs que invaden literalmente las aceras y eclipsan las fachadas. Pero aún así, Praga será siempre el imán irresistible de la República Checa y es uno de los primeros lugares del país en los que se empezó a elaborar cerveza. Mientras en los monasterios de toda Europa se especializaban en la elaboración de vino, los monjes del por aquel entonces Reino de Bohemia —un lugar en el que crecía mejor el cereal que el viñedo— optaron por dedicarse a otro tipo de bebida. Si tenemos en cuenta los escritos antiguos, las primeras cubas de fermentación del reino se instalaron, a finales del siglo X, en la archiabadía benedictina de Brevnov. No fue una producción continuada, puesto que el lugar sufrió ataques y los monjes no siempre estuvieron presentes, pero desde hace tres años en los antiguos establos de la abadía se ha instalado la cervecera Brevnosvsky Benedict, que trata de recuperar recetas y usos antiguos. El resultado de tanta arqueología cervecera puede probarse en muchos pubs de Praga acompañando las consabidas costillas, codillos o lomos de cerdo asados. Se come lo mismo que antaño, pero con cubiertos.
Ya en el centro histórico de la capital checa, los callejones medievales de Nové Mesto esconden otro de esos locales que se abrieron cuando aún se iluminaba con velas, se paseaba a caballo y el estilo gótico estaba de moda. La posada U Fleku abrió sus puertas en 1499 y empezó a elaborar cerveza en depósitos de cobre. Y aún sigue haciéndolo en el mismo lugar y con el mismo método. El edificio es una joya de la arquitectura y del interiorismo. Contrariamente a lo que sucedió con la mayoría de propiedades en la República Checa, sigue estando regentada por la misma familia aún después del período comunista. Los Brtník han sabido adaptar el negocio a los nuevos tiempos. En los antiguos salones de banquetes y en los comedores con lámparas de forja se sirven más de dos mil copas de cerveza cada día. El sabor amargo y contundente de la malta tostada y el lúpulo de U Fleku es un patrimonio histórico casi tan famoso como el Puente de Carlos, el Castillo de Praga o el barrio judío.
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