En el mundo hay un puñado de ciudades imprescindibles. Bangkok es una de ellas. El resto son sólo agrupaciones, con más o menos gracia, de toneladas de cemento. El problema común de las ciudades con ese qué sé yo que cantaba Piazzolla, es su condición de femme fatale, ni contigo ni sin ti. Cada uno identifica a Bangkok con una época; desde el opiáceo final del siglo XIX, pasando por el aluvión hippie que ocupó Khaosan Road cuando era Khaosan Road y no una pasarela de farangs, hasta la cantinela de Murray Head en los años ochenta: One night in Bangkok makes a hard man humble.
Una ciudad donde se mezclan con aparente naturalidad la cotidianeidad del barrio chino y su aire impregnado de chop suey, sudor y salsa de soja, con el Patpong y sus barras de excesos, guiños de kathoey y tipos pasados de vueltas cantando She’s got a ticket to ride abrazados a una farola. O algunos de los mejores garitos de Asia, con varias decenas de plantas a sus pies, con mil mercadillos donde cambian dólares por falsificaciones de cualquier cosa. Ya puestos, hasta el nombre es falso. Bangkok resulta cómodo, pronunciable casi por cualquiera. El nombre en tailandés empieza por Krung Thep Mahanakhon, traducido como Ciudad de los Ángeles. Sólo es el principio. Completo es toda una letanía de exabruptos, un prodigio de la nemotecnia sólo al alcance de las mentes más privilegiadas. Seguimos. Es una ciudad con diez, once o doce millones de habitantes, llegado un punto que más da, que se pierden por la madeja de calles y canales, compran en el MBK y se divierten en Sukhumvit 11. Y el índice de humedad doblando una temperatura que se mueve con soltura por la parte alta del termómetro.
¡Basta! ¿Dónde tiene esta ciudad la salida de emergencia? En las islas del golfo de Tailandia, me responde Rosawan, mi contacto en Bangkok. Tardé dos segundos en apuntar con el dedo a un viejo mapa que utilizaba golfo de Siam y mar de China Meridional para referirse al lugar. El Sudeste Asiático siempre ha ejercido un gran magnetismo entre los viajeros, ha sido y es la meca de mochileros, hippies sin números rojos en la cuenta y fugitivos. O una mezcla de todos. Para mi elección quedaban descartadas las playas de Koh Samui y sus toallas de treinta nacionalidades, el ambiente de buceadores de Koh Tao y la fiesta permanente de Koh Pha Ngan. Por supuesto, no buscaba La Playa de DiCaprio —qué momento tan prescindible cuando se puso a imitar al Marlon Brando de Apocalypse Now—, no era esa la imagen de isla que tenía.
La idea era mucho más sencilla: coger un par de islas casi al azar, pongamos que Koh Chang y Koh Samet, meter un pareo en una bolsa y ensayar algunas poses que me permitieran adoptar una posición cómoda en la hamaca. Esa misma tarde volaba con destino al pequeño aeropuerto de Trat para enlazar con uno de los transbordadores que llevan hasta Koh Chang. En cubierta había un grupo de jóvenes chinas en viaje iniciático sorbiendo fideos con verdadera fruición, algún mochilero peleado con el peine y algunas parejas de guapos con pocas horas desde el sí quiero. Tras cuarenta minutos de navegación estábamos en Koh Chang, la isla principal de un archipiélago que tiene más de cincuenta y forma parte del Parque Nacional Mu Koh Chang.
Si buscamos en la Wikipedia —no conviene acostumbrarse—, el único dato de interés que tiene la entrada sobre la isla nos cuenta que en 1941 fue escenario de una de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, donde la Francia de Vichy le dio estopa a la Marina Tailandesa. Tenía algunos días por delante para descubrir por qué, tras ese momento de dudosa gloria, nos habíamos quedado sin noticias de Koh Chang. La respuesta vino con las primeras decisiones que tuve que tomar tras poner el pie en tierra firme. La más complicada de ellas llegó a la hora de escoger el pescado para la cena entre el nutrido surtido que había en la barra del restaurante. Eso era todo, estábamos en una isla ideal para entregarse a los placeres del dolce far niente. Por cierto, un consejo a la hora de la cena: mejor no preguntes o señales demasiado a riesgo de acabar hundido en pescado y marisco para alimentar a un regimiento. No estamos en uno de esos lugares donde los camareros hablan incluso alemán y cuando no te entienden dicen siempre que sí. Lo único que saqué en claro es que con los pies en la arena no hay chef, ni maître ni otras milongas, que lo único que necesita el pescado es un corto viaje del mar al plato.
La tardía llegada a la isla no me había permitido ver más allá del restaurante y un par de chiringuitos. Por la mañana apareció por la ventana de la cabaña el clásico póster de agencia de viajes. Playa de arena blanca con sus palmeras de cocos y todo eso. En ese paisaje enmarcado por la ventana cuelgo, imaginariamente, un par de tuits a la deriva. A lo bruto, sin hashtag: «Ese paisaje de ahí parece el cartel de la película Indochina». Y otro más al ver pasear a un grupo de chicas por la orilla, dejando que el suave oleaje les moje los tobillos, un tuit que resulta una invitación al trabajo de campo: «La feminidad está en Asia». Tras las primeras fotos de la mañana, decido alquilar una moto para recorrer una de las mayores islas del país. No fue nada complicado, ya que cerca de la playa había varios puntos de alquiler integrados en una suerte de colmados que vendían gasolina en botellas de cerveza, bebidas de colores sin lugar todavía en el Pantone y unos huevos podridos pintados de rosa, para diferenciarlos de los demás, que resulta que son una exquisitez. No me atreví a probarlos, solté los apenas cinco euros que me pidieron por el alquiler diario de la moto y arranqué.
Las motos en Tailandia son utilizadas para llevar todo tipo de carga y también a la familia, a toda a la vez, de un lado para otro. Como buen farang (extranjero, guiri), disponía de toda una Yamaha para mí solo. La primera parada fue en un templo chino para cumplir con el ritual de tirar los palillos de la fortuna. Tras varios intentos por conseguir que sólo cayera un palillo del bote, miré el número del poema que iba a hablarme sobre mi futuro. Intrascendente. Tras la correspondiente ofrenda puse dirección hacia uno de los bosques de manglares que pueblan la isla. La marea baja daba un aspecto tristón al lugar pero permitía ver el trabajo de los recolectores de ostras, hundidos hasta la cintura en el barro; escudriñando cada rincón para arrancarlas con una vieja hoja de cuchillo.
La siguiente parada fue en uno de los templos budistas de la isla, buscando aún más calma. Llegué a la hora de la siesta de los novicios, chavales de apenas siete u ocho años que dormitaban sobre el suelo de madera intentando quitarle unos grados a la sofocante temperatura ambiente. La escena acrecentaba el “buenrollismo” que suele acompañar todo lo relacionado con los de la túnica azafrán. Al tocar la campana se desperezan y corren a atender las enseñanzas del maestro. El que decida seguir adelante podrá ordenarse monje a la edad de veinte años. Pasar por una ordenación temporal está bien visto por la sociedad tailandesa, así que la mayoría de los hombres se visten con la túnica azafrán en algún momento de su vida. En ocasiones cuando se quedan viudos, al jubilarse o bien en el caso de algunos nietos como homenaje a sus abuelos fallecidos.
La tarde acabó en Bang Bao, un animado pueblo de pescadores con barcos a medio camino entre los fluviales del Mississippi y los pesqueros del Cantábrico. En Bang Bao han combinado su actividad pesquera con las terrazas de ambiente chillout convenientemente orientadas al atardecer. La más interesante es la del Bhuda View, donde el público es mayoritariamente local y el precio de las cervezas irrisorio. Tumbado en una de las hamacas no cabía sino divagar con iniciar una tesis doctoral sobre las nubes, acerca de la forma, velocidad, color y lo bien que quedan en los atardeceres. Todo ello mirando de reojo hacia los escasos veinte metros de distancia que me separaban del agua y prestando atención a nimiedades como el ruido que hacen las cuerdas de una hamaca cuando se tensan o la cadencia de las olas.
En la costa sur hay algunos pueblos de pescadores que todavía viven bastante ajenos al trajín de guiris curiosos que se pasean ante sus casas, todavía son pocos los que se levantan de la toalla para ir a conocer la isla. Es el caso de Ban Salak Phet. Una pasarela de madera sobre el agua hace las veces de puerto para que atraquen los pesqueros y también de calle principal del pueblo. Frente al agua se asoman las casas hechas con cuatro tablones y algunas chapas. No hay puertas, el recibidor hace las veces de dormitorio, vestidor, cocina y ducha. Mientras dejan que el pescado se seque al sol, una mujer aprovecha para darse un baño tirándose agua por encima con un barreño, otra se mueve en una mecedora mientras mira hacia una foto del rey que fue fotógrafo y los hombres reparan las redes de pesca para volver a salir al día siguiente. Ni siquiera en el pequeño bar atienden. Te sirves tú mismo de la nevera y luego das una voz para que salgan a cobrarte. No hay concesiones a la galería, es su rutina la que muestran. Algunos kayaks en la entrada del pueblo indican que empiezan a hacer los primeros guiños al turista, pero a juzgar por el ritmo de vida que llevan creo que todavía seguirán viviendo de la pesca durante bastante tiempo.
Tras dejar la moto me subí a un songthaew, una especie de camioneta con la caja cerrada para el transporte de pasajeros, con la intención de llegar a tiempo al bar del rastafari. Dicen que si llegas pronto estará lo suficientemente sobrio como para explicarte alguna buena historia. No hubo suerte. El día, lo poco que quedaba de él, aún tenía reservada alguna sorpresa. En Tailandia han desarrollado una extraña habilidad para hacer formas diversas con frutas, hortalizas y toallas. En el interior de la cabaña me esperaban una pareja de elefantes textiles, que iban a ser cisnes y corazones los días siguientes; un CD con música thai y algunas orquídeas, estas sí mucho más de mi gusto.
Para el día siguiente tenía preparado otro día de pareo bastante prometedor. Una pequeña lancha me recogió temprano, a orillas de la playa, para navegar por las islas del archipiélago y llegar a solitarias playas del propio archipiélago de Koh Chang. A bordo, piña fresca, cervezas y algo de música suave. La lancha me dejó junto a una pasarela de madera que llevaba hasta la principal playa de Koh Wai, un extenso arenal con pequeñas cabañas rojas escondidas entre palmeras. Fue necesario caminar un centenar de metros por el agua para que me llegara al nivel de la cintura, mientras peces de diversos colores se acercaban curiosos, nadando a mi alrededor a la espera de algunas migas con las que pagar su danza.
Durante la estancia en Tailandia caí varias veces en la tentación de los masajes. El primero de ellos aromaterapia relajante en la playa de Koh Wai. En los siguientes fui pidiendo que subieran la intensidad hasta acabar con el auténtico nuad bo rarn o masaje thai. Una verdadera paliza que más tarde agradecería mi cuerpo, pero mientras te lo están aplicando no puedes sino pensar de dónde puede sacar tanta fuerza un ser tan pequeño, poco más de metro y medio de persona con la fuerza de una boa constrictora, que oprime y presiona con dedos, codos e incluso subiéndose de pie encima de ti. Nada que objetar, su fama les precede.
La despedida de Koh Chang iba a dejar el listón muy alto para la siguiente isla. Tras una cena donde ya entró en juego el famoso Tom Yam Kung con unas dosis tolerantes de picante, embarqué para navegar de noche entre los manglares hacia una zona de bosque un poco más densa, con árboles más altos. Al salir a una zona más abierta del canal pararon el motor de la embarcación. De repente, dio la impresión de que hubieran accionado un interruptor y miles de luciérnagas brillaban en la oscuridad. Nadie se atrevió a decir nada.
Al día siguiente tocaba cambio de isla, con el regreso en el transbordador y un par de horas por carretera hasta volver a embarcar en Ban Phe y navegar durante algo menos de media hora en dirección a Koh Samet, una isla mucho más pequeña que Koh Chang. También más cercana a Bangkok, por lo tanto refugio de fin de semana para urbanitas estresados. En Hat Sai Kaeo, traducida como Diamond Beach para el turismo, se encuentran todos los ingredientes necesarios para evadirse de la ciudad: buenos restaurantes de pescado, más cerveza helada de la que puedas beber servida en bares con cojines sobre la arena, y buenos alojamientos.
Capítulo aparte merece el curioso fenómeno de las rusas, que son al turismo del siglo XXI lo que en España las suecas a los sesenta. Empiezan a hacerse fotos por la mañana temprano, en mil posturas, dentro y fuera del agua. Cuando empieza a caer la tarde siguen allí, ajenas al resto del mundo que busca aprovechar los últimos rayos de sol, pedir otra cerveza o intentar que el niño coma otra cucharada de arroz, aunque tenga que ser metiéndose en el mar con el plato. Por la noche sube el volumen de la música y al ritmo de David Guetta y Pitbull llegan los espectáculos con antorchas de fuego que ponen a bailar hasta a las rusas. En los chiringuitos empiezan las primeras partidas de billar al amparo de copas a las que le miden el ron con un vaso poco mayor que un dedal. El camarero no quita el ojo de la telenovela cuando sirve las copas mientras un ventilador esparce aire con desgana. La mejor opción, si la noche se prevé larga, es comprar una botella de ron Sang Som, aunque por allí lo llaman whisky thai.
Para el que le sobre acción, Koh Samet tiene un buen surtido de playas solitarias. Anoto en mi libreta Ao Phrao, que está lo suficientemente lejos de Diamond Beach como para que no llegue ningún tipo de decibelios. El día devolvió a la playa, como mensaje que llega en una botella, uno de los tuits lanzados a través de la ventana de aquella cabaña en Koh Chang. Un grupo de chicas, seguramente tailandesas, paseaba por la orilla moviendo las caderas como las mujeres de Kar-Wai; pura poesía. Las faldas con un ligero vuelo por debajo de la rodilla, los zapatos en la mano y el agua por los tobillos, una de ellas llevando un paraguas blanco para protegerse del sol. Un pie justo delante del otro, la mirada intencionadamente perdida y algún leve suspiro. No hay duda: la feminidad está en Asia. Un buen tema para el inicio de discusión en una ociosa tarde de hamaca. Hubo también tiempo para caer en tópicos como el de que el paraíso es un estado de ánimo, para criticar como vecina de patio a las chinas que estaban echando culo o para concluir que un puñado de palmeras, la arena blanca y una hamaca son los mejores principios activos contra el estrés. El hedonismo como vocación.
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