«A la larga he sabido que solo existe lo que se pierde,
sean ciudades o amores o padres».
Emili Rosales, La ciudad invisible.
Este podría ser el enésimo artículo que recomendara acercarse a descubrir el famoso Delta del Ebro a todos quienes todavía no lo han visitado. Las razones han sido sobradamente divulgadas. Se trata de uno de los grandes deltas mediterráneos, creado y modelado por el río que da nombre a la Península Ibérica. El Delta ofrece unos paisajes extraordinarios. El cultivo del arroz hace que tan pronto sea de un intenso color de tierra, como que se convierta en un inmenso espejo inundado de cielo, en una alfombra de un verde exagerado o en un extenso manto dorado por el sol estival.
Este sorprendente y vivo paisaje va unido a una gran biodiversidad. En un mundo que se enfrenta a una enorme crisis ambiental, no es cuestión baladí. El Delta se ha convertido en un tesoro y en todo un símbolo de aquello que tenemos que ser capaces de conservar si queremos un planeta habitable para nuestros hijos. Contemplar una bandada de flamencos volando, por ejemplo, es algo que no deja indiferente a nadie. Ahora bien, ¿qué puede aportar el Delta del Ebro a todas aquellas personas que ya lo conocen, que ya lo han visitado alguna vez? En un tiempo de tantas incertidumbres como el actual, el turismo y el viaje inevitablemente se verán replantedos ¿Continuaremos consumiendo y coleccionando nuevos lugares de manera compulsiva?
Es sabido que el Delta es un magnífico refugio para las aves, especialmente importante como punto de descanso para las migratorias. Con el tiempo, estos trotamundos, que cambian dos veces al año de continente, se han ido quedado sin “áreas de servicio”, sin lugares suficientemente tranquilos y con alimento donde hacer un descanso y coger fuerzas. Por esta razón, el Delta del Ebro se ha convertido en un verdadero punto estratégico en una costa intensamente transformada y llena de hormigón. Incluso a algunas especies el lugar les ha gustado tanto que se han quedado a vivir.
¿Qué hay de los Sapiens? Quizás el Delta también podría convertirse en un refugio para los humanos que necesitan parar, detenerse, aprender a demorarse. Quizás puede convertirse en un lugar para la contemplación. Alguien puede pensar que esto de la contemplación es algo prescindible, un lujo. Aún así, tal como avanza el mundo, es probable que sea mucho más esencial de lo que nos pensamos.
El actual sistema neoliberal, regido por la búsqueda compulsiva de la optimización y el rendimiento, no permite detenerse, no permite que nada finalice. Hace que todo sea provisional o inacabado, nada es definitivo. El filósofo Byung-Chul Han sostiene que la globalización disuelve todas las estructuras cerradas para acelerar la circulación de capital, de mercancías e informaciones. Elimina las fronteras y deslocaliza el mundo convirtiéndolo en un mercado global donde todo tiene que fluir a la mayor rapidez posible. Nada se cierra, nada se acaba. El desplazamiento —scroll— de Instagram es un buen ejemplo de la nueva realidad sin límites.
Sin embargo, no es ningún secreto que este continuo infinito acaba por angustiarnos. Los humanos necesitamos acotar el tiempo y el espacio para situarnos en el mundo. Los datos generan información, pero no pensamiento. Hace falta que nos paremos para poder pensar, para ser conscientes, para reflexionar, para volver a empezar. Necesitamos el silencio para volver a conectarnos con el mundo, con la naturaleza, con nosotros mismos. El sistema no lo pone fácil. Todo es ruido. Información y más información que se acumula sin interrupción y que, paradójicamente, dificulta la verdadera comunicación. «Solo un demorarse contemplativo es capaz de clausurar», defiende Byung-Chul Han.
El mercado global es un no-lugar, y también las redes sociales. La interconexión digital elimina el lugar. El genius loci de los romanos, el espíritu protector, el sentido lugar, ahora es más difícil de encontrar que nunca, especialmente si no somos capaces de parar. Es curioso cómo el afán de acelerarlo todo acaba por empobrecer, precisamente, el espacio y el tiempo que queríamos ganar.
¿Y si volvemos al Delta para tratar de encontrar su genius loci, para reencontrarnos a nosotros mismos, para aprender a mirar de otro modo, con otro ritmo aquello que creemos que conocíamos? No se me ocurre mejor lugar donde hacer una parada que el reino de los horizontes. ¿Habéis navegado por las aguas calmadas de la Bahía de los Alfacs sin otra cosa que hacer que daros un chapuzón? ¿Habéis probado unos mejillones —o mejor unas ostras— acabadas de salir de sus aguas? ¿Qué tipo de recuerdos de ocio queréis que acompañen la vida de vuestros hijos?
El Delta del Ebro es un territorio realmente especial, en buena parte por su intenso dinamismo geomorfológico. Es un montón de arena dentro del mar. Un capricho, vaya. El resultado de los juegos entre los sedimentos transportados por las aguas del río y las corrientes marinas. Aunque la retención de los sedimentos en los embalses, sumada a la subida del nivel del mar a consecuencia del cambio climático, no le van a poner las cosas fáciles en el futuro. Aun así, el Delta es un lugar inmejorable donde los humanos podemos aprender a volver a ser humildes y acompasarnos con la naturaleza. No hay otro futuro sostenible que no sea este. Ojalá que el personaje del escritor de la Ràpita, Emili Rosales, se equivoque y aprendamos a tiempo todo aquello que el Delta nos puede enseñar. ¿Y si hacemos de las estancias en el Delta del Ebro un nuevo ritual?
Estación Náutica de Sant Carles de la Ràpita
Situada en la Bahía dels Alfacs, la Estación Náutica de Sant Carles de la Ràpita facilita asesoramiento para personalizar la estancia de los visitantes según sus preferencias y condiciones. Ofrece deportes acuáticos (kayak, vela, pesca, cruceros, etc.) en la zona del Delta el Ebro y las Terres de l’Ebre, y organiza actividades tierra adentro relacionadas con la naturaleza (cicloturismo, observación de aves, senderismo), así como propuestas gastronómicas, culturales o especialmente pensadas para familias. Más información en la página web de Turismo de Sant Carles de la Ràpita.
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