Ya hace varios años que el Ágora abrió sus puertas. El órdago que lanzó A Coruña con su inauguración parece que le está saliendo bien: centro cultural para el progreso social. Ahí es nada. En plena crisis abrían un edificio de arquitectura moderna para que, lejos de limitarse a decorar el paisaje, fuera un punto de encuentro con los ciudadanos y la cultura. Todo apoyado con una estupenda campaña en redes sociales –os sonará el hashtag #coruñasemueve–, que ha hecho que la ciudad se sacudiera de encima los complejos que venía arrastrando en materia turística. A Santiago me remito.
El Ágora surgió de un concurso de ideas que convocó el ayuntamiento de la ciudad. Fue La montaña mágica, de los arquitectos Luis Rojo de Castro, Begoña Fernández-Shaw Zulueta y Liliana Obal Díaz, el proyecto que se llevó el gato al agua. La arquitectura diáfana hace que la luz sea la protagonista absoluta del edificio, cambiando su personalidad en función de la hora. El programa de actividades para este año es tan sugerente como el de año pasado. Teatro, música, literatura, cocina o astronomía tras títulos como Paseando la ciudad, La historia más oculta, Días de cine, A vueltas con las palabras, La cocina de la abuela, Bajo un manto de estrellas, Descubriendo la música o Pequeños cocinillas, para niños a partir de los ocho años de edad. El Ágora es el reclamo, pero la idea es descubrir el resto de una ciudad de nuevo en el gran circo de la Primera División de la Liga de fútbol española.
Los balcones de La Marina son ahora escaparates y no trasteros, palcos desde donde disfrutar de la idiosincrasia de la luz atlántica. La ciudad se aferra a ella, especialmente en esos largos días de verano donde el sol se cuelga del horizonte antes de colarse por Finisterre, haciéndose el remolón para pasear por A Coruña durante una hora más que en el Levante. Contra lo que se pueda pensar, la luz de A Coruña es mucho más Canaletto que Caravaggio. Una luz brillante, burguesa, con algo de misticismo celta en el ambiente y, ¿para qué ocultarlo?, de asuntos de meigas. Por aquí no llueve tanto. Y cuando lo hace, muchas veces es en forma de ese orvallo, mucho más sentimental que fastidioso, que le sienta estupendamente a la piedra autóctona.
Para Emilia Pardo Bazán fue Marineda, en sus propias palabras una ciudad comercial y bastante culta, pendiente de los laureles de Barcelona, donde la hermosura abundaba como antaño el dinero en La Habana y con excedente de muchachas frescas, guapetonas y airosillas a quien hacer guiños. Parte de esa ciudad todavía se reconoce en el casco viejo, el que fluye por diversas vías desde la plaza en honor a María Pita, la heroína que le dio estopa a las tropas de Drake al grito de “Quien tenga honra, que me siga”. Por la principal plaza de la ciudad pasean estetas con perro a la hora de la siesta, toman café las madres en busca de media hora sin niños, y también pasan las horas ociosos septuagenarios mirando al ayuntamiento de ínfulas austrohúngaras.
Por las calles del casco viejo, las franquicias como las del empadronado Amancio Ortega vienen empujando fuerte, pero el coruñés es bastante fiel a sus tradiciones y todavía mantiene comercios como la chocolatería la Fe Coruñesa y la pastelería La Gran Antilla. Tan fiel como discreto. El indiano pasó de puntillas cuando volvió a casa, apenas un par de concesiones a la filantropía exhibicionista que tanto se dio entre sus vecinos asturianos: el modernismo alrededor de la plaza de Lugo y el edificio del Banco Pastor, el más alto de España hasta la llegada de la Segunda República.
Vamos con el mar, pues como mar se refieren los pescadores al Atlántico, pero con el debido respeto del que pretende volver a casa cada día. El Atlántico es capaz de dar su mejor cara en la fachada marítima de Riazor para pasar, en un rato, a entonar traicioneros cantos de sirena. La ciudad siempre ha puesto la otra mejilla y nunca ha querido darle la espalda. En los tiempos que fue gran puerto del Imperio sirvió de base a los barcos de la Gran Armada. Ahora son los ingleses los que hacen el trayecto inverso en sus cruceros para hacer llegar sus respetos a John Moore, enterrado en el jardín de San Carlos.
El Paseo Marítimo es el cinturón de la península sobre la que se asienta la ciudad, actuando como engranaje de los principales puntos de interés. A sus farolas rojas sólo les falta que vuelva a arrancar el nostálgico tranvía que lleva algún tiempo parado. El punto final al día lo pone la Torre de Hércules, abierta de nuevo en condiciones, como un proyecto turístico serio merece. La torre tiene cuentos para todo el que quiera oírlos: para los irlandeses es el lugar donde pudo estar la torre de Breogán, la versión gallega de su monte Tara; para los que gustan de la mitología, la torre es el lugar donde está enterrada la cabeza de Gerión. Cuando Hércules estaba liado con el asunto de sus doce trabajos, preguntó por el fin del mundo para ir a buscar a Gerión y su ganado. Este particular Chuck Norris de la mitología, echó a andar pero llegó muerto de cansancio a Libia, donde le quitó la barca a Helios y se puso a remar hasta enterrar la cabeza del gigante en A Coruña.
Que morriña…