Cuenta una leyenda indígena que si una mujer embarazada no entra en casa los días que truena dará a luz a un hijo del Chimborazo. El padre de los Ushca era albino, por lo que el destino de Baltasar quedó inexorablemente unido al volcán y a la tradición de arrancar el hielo de sus entrañas. Tan sacrificado acervo lo ha llevado a ser el último cazador de hielo.
Había escuchado la leyenda de los hieleros en la estación ferroviaria 12 de Octubre, rehabilitada como refugio por el guía Rodrigo Donoso con el que pensaba conocer la región. La animada charla y, sobre todo, una jarra de canelazo me hicieron tomar la determinación de conocer de cerca el trabajo de Baltasar.
Fueron los hacendados españoles ante la necesidad de conservar los alimentos los que comenzaron a enviar a los indígenas a buscar hielo al glaciar del Chimborazo. Para algunos suponía una suerte de evasión, la oportunidad de sacudirse por unas horas el yugo de la hacienda. Hubo una época, antes de aparecer los refrigeradores, en que hasta un centenar de hieleros buscaron su sitio en la montaña. Hoy Baltasar está solo. Uno de sus hermanos, Gregorio, cuando fallan los ingresos prepara helados de paila con el hielo del glaciar. Otro de los hermanos, Juan, no puede siquiera pensar en subir debido a sus problemas con el alcohol, un mal ciertamente extendido entre la población masculina de las comunidades indígenas.
El día en Cuatro Esquinas empieza muy pronto, demasiado. Un brebaje que pretendía ser café nos ayuda a espabilar y ponernos en marcha. El sencillo atuendo de Baltasar hace tiempo que no conoce jabón. Poncho, sombrero de fieltro y botas que fueron algún día de agua. Le regalaron unos buenos guantes para que manejara el hielo, los deja en casa por miedo a que se estropeen. Ante nosotros quedan quince largos kilómetros que han de llevarnos hasta los 5.000 metros de altitud donde se encuentra la mina. Las recientes lluvias han complicado el acceso por el ya de por sí difícil camino. Por si fuera poco, también ronda el soroche al que había intentado aclimatarme la pasada noche. El soniquete que pretendía ser vacuna contra el mal de altura «caminar despacito, comer poquito y dormir solito» se repetía en mi mente como si fueran las ovejas que deberían haberme ayudado a dormir.
Atrás va quedando el patchwork de cultivos y en el intento de no quedarme tumbado en uno de ellos procuro conversar con Baltasar. Pese a su laconismo, me cuenta que tenía quince años la primera vez que subió con su padre y que cree tener sesenta y cuatro* ahora. En el pajonal, única parada hasta la mina, las hábiles manos de Baltasar trenzan las cuerdas y recogen la paja que le servirán más tarde para envolver y amarrar la carga. Los 4.000 metros de altura ya empiezan a cobrar caro el aire que respiro. Más arriba espera el Chimborazo, considerado antaño como el punto más alto de la tierra. La afirmación no carecía totalmente de fundamento ya que, debido a la cercanía del Ecuador y al abombamiento del planeta, la cima del volcán es el punto más alejado del centro de la tierra. Así lo creyeron exploradores como Humboldt, al que se le resistió la cima de la que Simón Bolívar se preguntaba en el poema Mi delirio sobre el Chimborazo si no podría trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra. Después de la breve parada el esfuerzo por seguir su ritmo es en vano. Baltasar y sus tres borricos cada vez se hacen más pequeños hasta no ser más que imperceptibles puntos en la lejanía. Mis compañeros durante el último tramo serán la lluvia, el granizo y la nieve.
Dicen que los indígenas adoran al Chimborazo como a un Dios. Cuando llego al glaciar Baltasar parece rendirle pleitesía antes de hundir su oxidada hacha, el zapapico y el desvencijado pico para arrancar los seis bloques de treinta kilos cada uno que cargará en los animales. No puede cargar más porque uno de los burros enfermó. Trágica perdida si se tiene en cuenta que alquilar un animal a un vecino le cuesta cincuenta centavos y no le pagarán más de dos dólares por cada bloque de hielo. Sus desnudas manos mueven los bloques que envuelve en la paja y carga en los burros. Tras asegurar los ingresos semanales con fuertes nudos toca regresar. Es jueves y hay que guardar el hielo en un nevero subterráneo que hace las veces de cámara. El viernes subirá de nuevo al Chimborazo y no será hasta el sábado cuando las vendedoras del Mercado de la Merced en Riobamba le compren el hielo. Mientras me sirven uno de los jugos enfriados con el hielo del volcán, las vendedoras me cuentan que hay más cariño y nostalgia que necesidad de un producto que les sirve la industria con una simple llamada de celular. El milenario hielo, pese a su mayor longevidad, también se derrite y tarda apenas unos minutos en desaparecer en el vaso. Cruel analogía de un oficio ancestral con los días contados. Baltico, como lo conocen en el mercado, me cuenta que sigue en esto porque lo considera dinero fácil. Con el comentario tuerce el gesto con la amargura de saber que el oficio morirá con él.
*Hace cuatro años que acompañé a Baltasar al Chimborazo, pero me consta que sigue subiendo cada semana. Hay voces que piden para él una jubilación que no se puede permitir, incluso le han compuesto un poema. Los autores son L. y M. Fernando Chávez.
El frío muerde y el viento azota,
y sin embargo él aprieta el paso;
adversidades no lo derrotan
camino hacia el Taita Chimborazo.
El páramo, curador del agua,
testigo de triunfos y fracasos;
cuida la paja, la chukirawa,
entre las nieves del Chimborazo.
Y los gobiernos con sus cadenas,
y los poetas en su parnaso;
Baltazar Ushca escribe poemas,
con pico y pala en el Chimborazo.
Ponchito al hombro, zapatos viejos,
desde la aurora hasta el ocaso;
Baltazar Ushca viene de lejos,
a sacar hielo del Chimborazo.
Baltazar Ushca, como una estrella;
el aire limpio, el pan escaso;
respira, sueña, deja su huella
en la blancura del Chimborazo.
Y los gobiernos con sus cadenas,
y los poetas en su parnaso
Baltazar Ushca escribe poemas,
con pico y pala en el Chimborazo.
¡¡Qué duro ese entorno, qué dura esa labor, qué miseria de vida..:!! Precisamente ayer comencé la preparación de un viaje por el centro del Ecuador que me llevará al Chimborazo dentro de un mes. Había oído hablar de los hombres que subían hasta el glaciar para recoger hielo y venderlo en los mercados del sábado. No sabía que este hombre era el último. Después de ver tus fotografías que reflejan esa pobreza secular, ese rostro doliente de esfuerzo cargando los bloques de hielo…no creo que yo pueda expresarlo mejor ni con palabras ni con imágenes.
Superlativo este reportaje, duro como el hielo y como la miseria que todavía se palpa en tantas comunidades andinas.
Un abrazo
las tinieblas oprimen la historia y el legado de buenos hombres; pero el sentir dolor con el trabajo duro y frío se halla gozo y esplendor en el mejor día.
Ejemplo y luz de perseverancia.