Marlow, el protagonista del relato de Joseph Conrad Juventud, quiso llegar a Bangkok en un barco cargado de carbón. Tenía 20 años y el solo nombre de Bangkok le parecía mágico, bendito. La Mesopotamia, decía el joven marino, no era ni una mancha a su lado. Surcar los mares y llegar a la capital de Tailandia era de esa clase de viajes que parecían hechos a medida como ejemplo de lo que es la vida, que podrían ser símbolo de la existencia. Marlow, pese a tener todo el Oriente y la vida por delante, nunca llegó a Bangkok.
Con esa misma actitud, con la rebeldía, la ausencia de miedos y el hambre de mundo que lleva implícita la juventud, pero con la facilidad que dan un par de vuelos, intenté llegar a Bangkok por primera vez hace más de dos décadas. Al contrario que Marlow, lo conseguí. Tras siete viajes a la ciudad, con algo de tiempo pasado desde que canté la de Serrat «hace veinte años que tengo veinte años»; habiendo dejado por el camino una buena parte de la inocencia y mucho pelo, me sigo preguntando lo mismo: ¿Por qué me gusta Bangkok? ¿Por qué me sigue fascinando como la primera vez?
A primera vista, calor, sudor, tráfico y madrugones, no son la mejor carta de presentación: en Bangkok, dependiendo del momento del año, amanece temprano o más temprano; hace calor o más calor. El primer día intentas olerlo todo, el segundo sabes que se necesita toda una vida para saber si es cilantro, bergamota, tamarindo, galanga, menta, curry, pasto de limón o aceite de pescado. En el primer mercado que visitas quieres probar la guayaba, el rambután, el mango, la pitahaya, el mangostán, los lichis, el jackfruit y el durián. A la vez. El segundo día sabes por qué no se puede entrar con un durián en muchos lugares públicos.
Sí, la comida es sin duda uno de los motivos para amar a Bangkok. Hay una rutina que repito en cada visita: compro una cerveza en un 7Eleven, escojo un puesto callejero, pido una sopa tom yum goong y un plato de khao kha moo o de pak ka pao moo con un huevo encima, le echo una cucharadita de picante, media más cuando ya llevo unos días en la ciudad, y me siento a ver pasar la vida. 640ml de cerveza —no hay medias tintas con el tamaño de las cervezas—, aunque se beban con sed, dan para ver pasar mucha vida en una ciudad con un ritmo tan frenético como Bangkok.
No visito los principales monumentos cada vez que vuelvo a Bangkok, aunque de vez en cuando apetece asomarse al Wat Pho, subir las vertiginosas escaleras del Wat Arun, alquilar unos holgados pantalones con estampado de elefantes para visitar el Palacio Real y sus espectaculares pinturas murales con escenas del Ramakien, cuya versión primigenia es el Ramayana de India; plantarse delante del Gran Buda de Bangkok, tan inmenso que no se puede contemplar entero de una sola vez como decía el protagonista de El americano impasible de Graham Greene. En cambio, hay unas visitas que siempre hago, que considero imprescindibles. Me gusta coger el bus 73 antes de que amanezca para llegar hasta el Mercado de las Flores (Pak Khlong Talat) y comprar algunos adornos florales para llevarlos después, como ofrenda, al pequeño santuario de Erawan, donde también encenderé unas velas. Más tarde iré a navegar por el khlong que hay tras el MBK para llegar hasta la Montaña Dorada. Desde allí caminaré hasta Chinatown o bien regresaré por la orilla del canal viendo la ropa tendida, saludando a la señora que encuentro lavando los platos en una palangana y sonriendo a la abuela que sestea en una hamaca mientras junto mis manos para soltar un torpe sawadee ka.
Cuando el sudor caiga sobre sudado entraré en un taxi, que son como neveras sobre ruedas, o en el skytrain con intención de refrescarme un rato antes de salir a navegar por el Chao Phraya para ver cómo empieza a caer la tarde. Para la puesta de sol me subiré a uno de los bares de altura para pedir un cóctel y contar los taxis que hay de cada color, taxis que a doscientos metros de altura parecen fichas de parchís. Para la cena me acercaré a la zona de Bang Rak, por Silom Road, donde casi puedo permitir al azar que escoja restaurante por mí. De vuelta al hotel, caminando entre puestos de comida, casas de espíritus, sastres que prometen hacerte un traje a medida en unas pocas horas y centros de masaje, me detendré en un puesto ambulante para pedir un roti kluai khai con plátano y doble de leche condensada.
Pero por encima de todo habrá una cosa que estaré deseando hacer cuando vuelva a Bangkok: querré escuchar una vez más el «aaaah, Sapein», la forma que tienen los tailandeses de pronunciar Spain, al hablarles de mi procedencia. Y me quedaré de nuevo con la duda de si realmente saben dónde está Sapein. Dejaré que me contagien con esa forma de ver la vida, con la filosofía del Sanuk, Sabai, Saduak, un batiburrillo que incluye el be happy, el keep it calm y el be water my friend. Y una vez más, después de tantos años, seguiré con la misma duda existencial: ¿Chang o Shinga?
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