Fui a Granada a pelearme con el tiempo —en algún lugar dijo Martín Caparrós que el viaje es una forma de “marcar el tiempo”—. Dejé Managua atrás. Managua es una no-ciudad llena de cicatrices, reconstruida tan sin orden que perdió la escala humana; en cambio, Granada y León son las joyas coloniales de Nicaragua. Puestos a pelear con el tiempo, mejor buscar un lugar agradable. Nicaragua es un país que sabe pelear: Sandino con armas y Rubén Darío con versos. Y aún siguen.
Me dijeron que Tío Antonio era un tipo “bien peleón”. Así que me fui a por él, a su Café de las Sonrisas —sonreír y pelear se parecen—, situado en la calle Real Xalteva, “de la Iglesia de la Merced a media cuadra al Este”. En América Central lo de las direcciones es como un acertijo de orientación. Y yo, disléxico, y que ando sin teléfono inteligente de esos que te colocan en un planito, me perdía a cada rato.
La calle Real Xalteva traza la historia de Granada: va del Parque Central a la Fortaleza de la Pólvora y pasa por delante de la iglesia de La Merced, de la iglesia de Xalteva y de la capilla María Auxiliadora, que quedan así unidas con la catedral, de donde sale la imagen de la Virgen María durante la fiesta de La Gritería. A mitad de camino está el Parque Xalteva, antiguo emplazamiento de la muralla que separaba la Granada de los españoles de la de los indígenas. Desde entonces, Granada es dos: la utópica y la real.
Indiqué el dibujo de un jugo y de una papaya y el chico sonrió para decirme que enseguida. Tío Antonio me esperaba en la sala donde gestionan el centro social. Una frase de Galeano escrita en un cartel de la entrada indicaba donde estábamos: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Antonio me señaló el menú: “lo hemos diseñado así para que los clientes puedan comunicarse con los chicos, que son sordos”. Y funciona: le fui dando sorbos a mi jugo mientras Tío Antonio me hablaba de la Granada real, la que le mantiene en lucha tras superar un cáncer y ya casi ni acordarse de sus calles de Madrid, después de 10 años en Nicaragua. Sus calles son ahora las de Granada. Son esas que se ven todas rectas desde el campanario de la iglesia de la Merced: los tejados de teja a dos aguas, los patios interiores, las palmeras que sobresalen, la vegetación, la catedral de Nuestra Señora de la Asunción alzándose al fondo. Y más allá, el malecón, y el Gran Lago de Nicaragua, el Cocibolca, al que desembocaban los barcos de la fiebre del oro que subían por el río San Juan desde el mar Caribe y llegaban a Granada.
Mark Twain pasó por aquí en uno de ellos hacia California y seguro que se sorprendió con las trescientas sesenta y cinco isletas de Granada que parió el volcán Mombacho, que están pegadas a la costa y que hoy habitan los ricos de Nicaragua y que son un poco el reverso del archipiélago de Solentiname, en la otra punta del lago, más rurales sus islas, y en las que una vez sucedió un apocalipsis que ni el padre Ernesto Cardenal pudo evitar. Las vistas desde la iglesia de la Merced alcanzan el infinito: solo hay que saber mirar.
“Siempre digo dos frases, una es: Nicaragua primero me enamoró y luego me rompió el alma, y esa combinación hace que te quedes, y la segunda es que…” A muchos les pasa como a Tío Antonio, que llegan a Nicaragua y ya no saben irse. La calle de la Calzada es un ejemplo. Ya casi no quedan vecinos de los de siempre. Ahora son extranjeros, negocios, gente que invierte… Y bueno, por eso la Calzada es la calle más bonita de Granada y puedes tomarte un helado de palillo y comprar pan francés. En ella no hay cables tendidos de poste a poste porque han urbanizado de nuevo: urbanismo colonial rehabilitado con dinero extranjero. Eso sí, los atardeceres desde la Calzada son casi de fuego, como si aquel incendio que provocó el filibustero William Walker, empeñado en quemar la ciudad al ser derrotado, siguiera prendido. A unos pasos, subiendo por la calle, está el Parque Central, con sus carritos de raspados y quesillo, el Palacio Municipal y los carruajes tirados a caballo que funcionan como anuncios móviles de las marcas de telefonía: Claro o Movistar.
“… Y la segunda frase que digo es que aquí el tiempo pasa tan despacio que vuela. Y no pasa nada. Estamos en un país en que nunca pasa nada. Y el tiempo, el hijo de la gran puta, vuela que es imposible controlarlo”. Imposible… Ni siquiera los relojeros ambulantes, que están en la calle del Mercado Municipal, que asemeja un hormiguero, todo bultos y movimiento y desconchones, pueden controlar el tiempo. La calle es un vaivén constante de autobuses, perros entre autobuses, bicicletas entre autobuses, barrenderos entre autobuses. Los autobuses están tan presentes como las barberías. “¿Cómo lo quiere?” Cortes: moja, militar, hongo, plancha o fades… Las barbas no han llegado a Granada, salvo la de algún mochilero hipster.
Dice Martín Caparrós que ahora viaja porque es la mejor forma que conoce de “oponerse a la saña del tiempo”. Y tiene razón. Ahora, cuando lo que recuerdo de Granada no cabe todo en diez minutos de lectura, lo veo claro. Fui a Granada a pelearme con el tiempo. Y creo que gané el round. Pero sé que al final será el tiempo el que gane por puntos. Mientras, como decía aquella frase de Galeano que leí en el Café de las Sonrisas, que la utopía, o el tiempo, nos sirva para caminar.
Fotos © Rafa Pérez
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