¿Por qué o para qué viajamos?
Es una de las preguntas que me hago con más frecuencia. La respuesta, en mi caso, es sencilla, prestada y antigua. Lo dijo por mí, lo dijo por todos los que concebimos el viaje como un modo de vida, Michel de Montaigne en el siglo XVI: “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco”.
Este modo de entender el viaje converge, en mi caso, con la fotografía y con la necesidad de contar historias. Subyace en todo ello, además, la construcción de recuerdos por un lado, y la recuperación de la memoria de mis abuelos, de mis padres, por el otro.
Utilizamos con frecuencia la música para recordar un momento o a una persona junto a la que somos o hemos sido felices. Pero la fotografía me parece un modo aún más perfecto para recrear esos momentos, otras vidas, para mantener vivos nuestros recuerdos, para recuperar la memoria. Alrededor de una fotografía somos capaces de trasladarnos a una historia vivida o, simplemente, a la vida de los otros. Si fuimos los protagonistas seremos capaces de precisar cada detalle de lo ocurrido alrededor de esa imagen, de volver a vivir un viaje. Si no protagonizamos la historia, podemos intuir si las personas que aparecen tienen frío o calor, en qué condiciones viven, imaginaremos otras vidas a las que daremos forma a través de algo bidimensional. Por eso no entenderé nunca que nos prohiban hacer fotografías al David de Miguel Ángel o al busto de Nefertiti, por poner dos ejemplos que me he encontrado recientemente. Nos están negando el derecho a nuestros recuerdos.
Continuando con la idea de Montaigne, a veces creo encontrar lo que voy buscando. No me pasa en todos los viajes, después de tantos años es inevitable que haya una merma en la capacidad de sorpresa, pero sí en aquellos que vivo de manera más intensa. Son pequeños momentos, fogonazos que duran apenas segundos, paisajes efímeros que pasan a formar parte de un puzle que probablemente no tenga nunca todas sus piezas pero que es el de mi viaje perfecto. He vuelto a recibir estos impactos en el viaje que estoy haciendo por Cuba, en un traslado por carretera desde La Habana a Cayo Coco. La forma de algunas nubes, un guajiro que caminaba sujetando las riendas de su caballo y que apareció de repente por la vereda embarrada que entraba a un ingenio, otro que apoyaba una bicicleta del color del polvo del camino en la rudimentaria pared de su bohío, un Pontiac renqueante y de color verde reluciente que adelantaba a mi vehículo, la vida sin prisas en un parador de carretera.
Podría mencionar muchos más, haciendo un rápido repaso a los últimos dos o tres años tropiezo con la aurora boreal en Tromsø y la aparición de cuatro zorros árticos durante un amanecer en el Dovrefjell, la lluvia vista desde una hamaca en un hotel de El Castillo en el río San Juan de Nicaragua; la navegación por los canales patagónicos leyendo el libro de Darwin, la hora que pasé hablando con los gorilas de montaña en Ruanda, los vasos de té en la terraza del riad Tafilalet, en Fez, mientras los almuédanos llaman a oración; los paseos por los barrios de Fener y Balat en Estambul, despertar frente a los Cuernos del Paine, acampar en los ibones del Anayet para disfrutar de las estrellas, dando tragos de ron para soportar la gélida noche; una noche de fados en Coimbra, una sopa picante como demonios en un mercado nocturno de Bangkok, la entrada furtiva a las seis de la mañana en uno de los recintos de ruinas de Ayutthaya o mis conversaciones con un pedazo de hielo en Islandia.
Pero hay un momento que destaca por encima de todos, no por mejor sino por lo que supuso. Hablo del día que fui Dios y sucedió en La Palma. Previamente al “momento” había ocurrido algo ya de por sí memorable. Hablo del éxtasis ante el paisaje, cuando tuve la certeza de que el paisaje no existiría si no fuera gracias a nuestro modo de enfrentarnos a él, gracias a la contemplación del mismo como hacían los pintores románticos alemanes. Por un instante fui El caminante sobre el mar de nubes de Caspar David Friedrich y así lo supo ver Jordi Busqué que me regaló una foto que tiene mucho valor para mí.
Unos minutos después, fotografiando los últimos instantes que el sol nos iba a regalar ese día, aparecí en el cielo rodeado de unos círculos formados por arcoíris. Estaba dentro —mi sombra lo estaba— de lo que se conoce por un anthelion o gloria. Hay una explicación científica, claro está, que le quita todo el romanticismo al asunto. Aunque me vais a perdonar, pero mi querencia por las letras y la tendencia al gatillazo con todo lo que suene a matemáticas y física sugieren que le preguntéis a la Wikipedia por la explicación sesuda. Un resumen muy somero es el de fenómeno óptico ocasionado por la combinación de luz difractada, reflejada y refractada, siendo más fácil su observación en montañas altas rodeadas de nubes, siempre en dirección opuesta a la de la fuente de iluminación, en este caso el Sol. En China, las glorias son conocidas como Luz de Buda y en el siglo I fueron consideradas el reflejo de la iluminación espiritual de uno mismo.
Insisto en que las explicaciones que desmontan el misterio no caben en este artículo y, además, nada podía estropear ese momento, estaba allí colgado del cielo, muchos metros por encima del Roque de los Muchachos, esperando que todas las estrellas me cayeran encima apenas unos minutos después.
Estupendo artículo, Rafa. Comparto mucho de lo que dices.
Te recomiendo mucho el libro “Unweaving the rainbow” de Richard Dawkins. Tal vez pasarás a pensar que la ciencia añade misterio a la vida.
Al mismo respecto hay un breve clip en youtube donde el físico Richard Feynmann habla de la belleza de una flor:
https://www.youtube.com/watch?v=ZbFM3rn4ldo
Un abrazo,
Jordi.
Muchas gracias por el par de apuntes, Jordi.