Viento, luz de tormenta, soledad, algo menos de dos kilómetros en línea recta. Es la isla de Tabarca en invierno, un locus amoenus muy cerca de la costa alicantina. Fue un error volver en verano. Calor implacable, imposibilidad de trazar una línea recta sin encontrarte con gente, precios hinchados. La primera vez había llegado en una de las pequeñas embarcaciones que sirven de transporte al escaso centenar de censados. La segunda, en una de las tabarqueras que vomitan en la isla a varios miles de personas al día. Tradicionalmente, la isla de Tabarca siempre ha sido cosa de pocos. Ptolomeo y Plinio ya la citaron llamándola Planesia, para pasar más tarde a conocerse como Isla Plana debido a los seis metros de altitud media. En 1769 toma el definitivo nombre de Nueva Tabarca por mediación de Carlos III, que fortificó la isla y envió allí a las familias de origen ligur que habían sido esclavizadas por los argelinos en la isla de Tabarka, situada en la costa tunecina. Una de las puertas de la muralla, la de San Gabriel, todavía conserva parte de una inscripción en latín que completa rezaba: “Carlos III Rey de las Españas lo hizo y lo edificó”.
La zona habitada de la isla se encuentra en el interior del recinto amurallado del siglo XVIII, un conjunto de antiguas casas de pescadores en torno a dos calles principales. Es en esta zona donde está la barroca iglesia de San Pedro y San Pablo y la casa del Gobernador. Durante el medievo y la edad moderna, la isla fue base de operaciones de piratas berberiscos y contrabandistas por su situación estratégica frente a la costa. Entre las casas de ambiente marinero dejaron que se colase uno de esos pegotes urbanísticos que han destrozado amplias zonas de nuestro litoral; unos adosados muy lejos de preocuparse por el estilo arquitectónico del resto de casas de Tabarca. Parece ser que hay una sentencia de derribo pero todavía no se ha ejecutado.
En invierno se vive con mucha tranquilidad. Demasiada para el que se ha equivocado de temporada al hacer la visita. Envidiable para quien, como yo, va en busca de un rincón donde leer, un par de atardeceres y un rato de charla en torno a una copa de vino. La isla en conjunto está declarada Reserva Marina. En su parte deshabitada tan solo hay la torre de San José, que fue prisión en el siglo XIX; el faro y el cementerio, cerca de Punta Falcó, que casi baña sus paredes en el mar. Nada más. Y en eso radica el secreto.
El temporal de 1980 acrecentó el declive económico iniciado en 1960 con el fin de actividad en la almadraba que mantenía a la mayoría de habitantes, descendientes de los primeros genoveses que poblaron la isla –se casaron entre ellos y, todavía hoy, los apellidos más frecuentes son Pianelo o Parodi entre otros–. Fue el momento en el que empezaron a llegar los primeros turistas. Se abrieron restaurantes, algún alojamiento –muy pocos, el visitante suele darse la vuelta al caer la tarde– y se puso en marcha el servicio de tabarqueras. En el puerto de Santa Pola se producen verdaderos asaltos por parte de los empleados de las distintas compañías para tratar de meter al turista en su barco. Insisto, en invierno todo es mucho más calmado. Es el mejor momento para comerse un caldero en alguno de los pocos restaurantes que abren. Todo lo que se pesca por la zona acaba en el caldero, el plato tradicional de Tabarca hecho con gallina, lubina o lechola, aunque algunos restaurantes de la isla también lo anuncian con bogavante y gamba roja, adaptación hecha como reclamo para la marea de turistas que llega a la isla.
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