Si el libro Estambul de Orhan Pamuk es la mejor de las guías posibles para recorrer la ciudad, el capítulo 10 es esencial para identificar cierta manera de vivir y, por ende, de viajar. El autor hace una de las cosas más difíciles que hay en literatura (también en fotografía) de viajes: hablar de su propia ciudad, de lo que le es familiar. El capítulo se llama Hüzün y en él se encuentra la esencia de un privilegio reservado a unas pocas ciudades en el mundo, el de sentir la ciudad de manera muy profunda nada más poner un pie en ella. El libro también es autobiográfico, un striptease de Pamuk que nos habla de su infancia, de lo que sentía en los paseos por la ciudad, de los barcos que navegan por el Bósforo, de las mezquitas y los bazares, de su vecino barrio de Beyoglu y de los cafés del barrio de Pera, el del lujoso hotel Pera Palace. No queda un rincón, un comportamiento o un sentimiento sin verse reflejados en el libro.
El autor traduce hüzün como amargura, aunque también habla de aflicción, y nos va conduciendo desde un pasaje del Corán en el que aparece la palabra hasta el estado emocional que define la vida en la ciudad.
Hay un momento en que reflexiona sobre el sufrimiento desde el mismo punto de vista en que lo hizo Santa Teresa de Jesús, ese vivo sin vivir en mí y muero porque no muero lo aborda desde la perspectiva musulmana: sufrir porque no se sufre lo suficiente. La amargura es un término fundamental en la música, dice Pamuk, y en la poesía estambulita. La amargura como modo de ver la vida, una actitud mental, algo que la ciudad ha escogido libremente. En algunos párrafos la amargura tiende a confundirse con la melancolía, aunque para Pamuk se trata del número: mientras que la amargura es un sentimiento instalado en toda la ciudad, la melancolía es cuestión individual.
Es este última con la que me quedo, dado que hablar del sentimiento de toda una ciudad, que además no es la mía, me parece pretencioso vamos entonces con la melancolía. En ocasiones nos ponemos alguna determinada canción porque nos sume en un estado melancólico pero cómodo al mismo tiempo. Otras nos ayudamos de fotos o recuerdos para provocarlo. Burton identifica la melancolía con la alegría porque da lugar a una gozosa soledad, bien de modo racionalista, como Montaigne, o emocional como Thoreau. También Victor Hugo habló de ello antes de enredarse demasiado con los asuntos esotéricos: “La melancolía es el placer de estar triste”. Toma ya, en una sola frase consiguió resumir lo que llevo intentando explicar toda mi vida, los motivos que me llevan a viajar, la búsqueda de ese estado que hace que un destino pase a ocupar un lugar destacado en tu proceso vital. Desde luego no me refiero a la melancolía que deriva hacia procesos autodestructivos, sino todo lo contrario. Hago un uso positivo de ese estado como hicieron los viajeros románticos.
No lo puedo definir muy bien con palabras, pero es algo que sientes tomando un té entre el humo del narguile, en los olores de la ciudad a especias y agua estancada, a roscas de pan y pescado ahumado, a verdura fresca y neumático; lo intuyes en el gesto del tendero, callejeando por los barrios de Fener y Balat, en los monótonos gestos de los pescadores del puente de Galata, con la llamada a oración.
Pero si hay un lugar donde es más evidente esa sensación es en Santa Sofía. Cada vez que he entrado en Santa Sofía he conseguido aislarme por completo, pese al elevado número de visitas que recibe. Es ese momento en que la soledad provoca un sentimiento muy cercano al éxtasis. Sólo entonces puedes percibir detalles que se te escapan en otros sitios, momentos que únicamente puedes vivir cuando existe un diálogo con el lugar que visitas. El diálogo con los que pasaron por allí antes que tú, el diálogo con la luz. Qué especial es la luz en el interior de Santa Sofía. Crea sombras y brillos que te marcan el camino, que te hacen retroceder para detenerte una y otra vez en los mismos sitios, que pasan a controlar el tiempo.
Nunca he podido fotografiar Santa Sofía como la he sentido y pretender hacerlo con Estambul no sería pretencioso sino estúpido. En ese limitado número de lugares, dueños de la melancolía —Patrizia Runfola tituló uno de sus libros sobre Praga como El palacio de la melancolía—, sólo puedes dejar que todo fluya. Es inútil provocarlo, no se siente en los mismos sitios por parte de todo el mundo, pero sí son las mismas sensaciones. Seguramente no me habré explicado bien, simplemente sé que los recuerdos de Estambul son casi dolorosos. Pero de un dolor hermoso.
¡Maravilloso! Cualquiera que haya visitado la ciudad va a entender y se va a sentir identificado con mucha facilidad, yo por lo menos lo he hecho.
un articulo muy interesante y muy profundo, me ha gustado mucho
Rafa. Esta vez no sólo me he recreado con las estupendas imágenes si no que me he llevado la grata sorpresa de un texto que no tiene desperdicio. Has abordado, muy bien ilustrado y con reflexiva sabiduría, un tema al que llevo dándole vueltas toda mi vida de viajero. Te has explicado como un libro abierto.
Y tomo nota de la última frase: “los recuerdos de Estambul (y de muchos otros lugares del mundo) son casi dolorosos. Pero de un dolor hermoso”.