Parece ser que en tiempos pasados se prohibió bailar el hula hoop en las calles de Estambul. Al menos, es el titular que Orhan Pamuk recuerda haber leído en uno de los diarios que su abuela acumulaba en la casa familiar del barrio de Nisantasi. Debió ser en los días en que aprendió a leer y una constelación de letras vino a añadirse al universo de fantasías al que solía evadirse. En ese universo mental —lo cuenta en Estambul. Ciudad y recuerdos (Mondadori, 2006)— existía un niño Orhan exacto a él que vivía en otra casa en algún lugar de Estambul.
Este Estambul se parece, como los recuerdos de los lugares a los lugares, a la ciudad que siempre he contemplado en las fotografías del libro de Orhan Pamuk. Desde el jardín que hay detrás de la Mezquita de Süleymaniye, las vistas son similares a lo que se puede ver en la fotografía de la página 121: el ramillete en cascada de cúpulas y chimeneas de la antigua madraza y, al otro lado, el Cuerno de Oro y el barrio de Gálata con la torre alzándose como un faro. Hay muchos turistas turcos porque el gobierno ha decretado cuatro días festivos más por las tradicionales vacaciones de la fiesta del Sacrificio. Quieren impulsar el turismo nacional después de que atentados terroristas y situación política vaciaran el país de extranjeros. Hay parejas y familias que piden a alguien que les saque una fotografía, amigos que se cogen del dedo o amigas que han salido a pasear en grupo y que sonríen a la cámara, solitarios que prefieren mirarse en un selfie; pero ninguna de estas fotografías tendrá la textura del blanco y negro del Estambul de Orhan Pamuk.
Sé que el Estambul que busco no existiría sin Orhan Pamuk. Lleva años escribiendo la ciudad. Lo hace a mano, pluma sobre papel, juntando palabras con la disciplina de un oficinista que desconfía de la inspiración. Sólo cree en contar los barcos que navegan por el Bósforo. Ha contado petroleros rumanos, cruceros soviéticos, pequeños pesqueros que venían de Trabzon, barcos de pasajeros búlgaros, los de las líneas marítimas que van al Mar Negro, incluso, una vez, un barco de guerra soviético que cruzó el Bósforo como un fantasma después de medianoche. Cree que mientras siga contando barcos no ocurrirá ningún desastre. Para ello, en su estudio hay un gran ventanal abierto al Bósforo. Lo veo en una fotografía: le acompaña un gato blanco, la mesa repleta de papeles, de notas, de libros, un teléfono, lapiceros, cartuchos de pluma, una moneda, clips, algunos recortes de periódico, el tapete lleno de manchas de tinta. Es el escritorio de un escritor del siglo XX.
Un escritor es alguien que escribe. El porqué es el misterio que cada cual intenta resolver. Orhan Pamuk explicó en La maleta de mi padre (Mondadori, 2007) que escribía porque necesitaba librarse de la desagradable sensación que le causaba la obligación de tener que ir a un lugar y no alcanzarlo nunca: “Escribo porque no consigo ser feliz. Escribo para ser feliz”.
Desde que decidió ser escritor, ha descrito uno por uno todos los puentes, el placer de pasear por el Bósforo, el hüzün —esa amargura propia de la ciudad que cae como un óxido sobre todo y todos—, las gentes, las mezquitas, los cementerios, las noches, los tranvías, los perros callejeros, las calles de atrás de Tepebai, de Cihangir, de Gálata, de Üsküdar, que no se transitan en los circuitos turísticos; los borrachos, los transbordadores de las líneas urbanas y sus sirenas, las viejas mansiones otomanas de madera y las viejas mansiones otomanas de madera ardiendo, todos y cada uno de los vendedores ambulantes de roscas de pan, de mejillones, de bocadillos de pescado frito, de castañas, de galletas. Le gusta el detalle, las descripciones, las enumeraciones sin fin. Es este Estambul el que busco: la literatura, otra vez, como refugio.
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Borges, al que también le gustaban las enumeraciones y también se encerró en una habitación a escribir, estuvo en Estambul con Maria Kodoma. Del viaje quedó una fotografía en el parque Sultanahmet, con Santa Sofía de fondo: la barbilla siempre alzada como para evitar que se le pudiera caer la ceguera al suelo. Borges se preguntó qué podía saber él de Turquía al cabo de tres días de viaje. Ningún turista se preguntará jamás eso. Borges concluyó que debería volver para empezar a descubrir. Aquí, en el mismo lugar de su retrato, con el cielo azul del verano, entre la multitud alegre y vendedores de roscos de pan y de maíz que endulza el ambiente, me pregunto cuántas veces más deberé volver a Estambul.
Tal vez, viajamos por la misma razón por la que escribe Orhan Pamuk: porque sentimos que la vida se nos va pasando en vano sin alcanzarla del todo. Tal vez, en lugar de viajar, lo que hacemos es intentar salvar la vida. Viajar para ser felices. La escritura y el viaje, todo tiene que ver con la felicidad, y con su ausencia.
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Llegué al Estambul de Orhan Pamuk un día de lluvia cuando la ciudad se volvió otra: las gaviotas removieron el gris del cielo, las ventanas de los tranvías se empañaron, parecía que todo el Bósforo se había girado, los gatos buscaron refugio, también los eternos pescadores del puente de Gálata, y aparecieron los vendedores de paraguas. Elegí uno de plástico transparente porque con él podía ver bailar las gotas de lluvia al caminar. Guardo el paraguas y una vieja fotografía en blanco y negro —la silueta de la ciudad con sus mezquitas recortándose en un cielo gris— que compré en un anticuario porque en todos los objetos hay una historia.
El museo de la inocencia es una novela hecha de objetos. Fue la primera novela que Orhan Pamuk publicó tras recibir el Premio Nobel de Literatura en 2006. En ella cuenta la historia de un amor trágico que sucede en Estambul durante el último cuarto del siglo XX. Bajo el influjo de su lectura, al ver cualquier pareja joven —arriba de la Torre de Gálata, con la ciudad de fondo, en el patio de la Mezquita Azul, entre la muchedumbre, en Istiklal, frente al reflejo de un escaparate— siempre imaginaba en ellos a Kemal y Füsum, los protagonistas de la novela, y pensaba si serían felices o no, y si lo eran, cuánto tiempo más lograrían serlo.
El 26 de mayo de 1975 fue el día más feliz de toda la vida de Kemal. Luego todo se derrumbó; pero en aquel momento —somos presos del destino: cuando ocurra, no podremos distinguir que ese habrá sido el momento más feliz de nuestras vidas— no lo podía saber. Afuera lucía el cielo resplandeciente de la primavera de Estambul y por la ventana, entre los visillos que ondulaban por la brisa, se colaba la débil fragancia de tilos, castaños y del mar. Kemal besó el hombro de Füsum y le mordió ligeramente la oreja izquierda. Y aquello habría podido ser la eternidad. Füsun era una pariente lejana y pobre de la familia que tenía dieciocho años y soñaba con ser estrella de cine. Kemal había cumplido los treinta, estaba a punto de prometerse con Sibel, la novia perfecta, y era director de Satsa por el único mérito de ser hijo del jefe.
En un malabarismo literario, el libro se convirtió en museo. Cuenta Orhan Pamuk que mientras escribía la novela, pensaba en el museo. Después lo fundó tras buscar por las calles una casa adecuada que estuviera a la venta. La compró en 1999, en el barrio de Çukurcuma, y la diseñó pensando en la novela. En aquel entonces, el barrio estaba deteriorado y lleno de edificios abandonados. Su restauración corrió paralela a la renovación urbanística del Estambul de las últimas décadas.
Tras subir por Istiklal Cadessi y girar hacia la derecha para adentrarme en las callejuelas del barrio, llegué hasta el edificio granate que ocupa el museo, en una esquina entre la realidad y la ficción. Tuve la sensación de entrar en un segundo mundo: si esa era la casa que Kemal había escogido para su colección de objetos de Füsun, entonces las vecinas que escuchaba hablar de ventana a ventana, la ropa tendida, el anticuario que recogía los muebles, las maletas y el viejo triciclo de la puerta del local para protegerlo todo de la lluvia, el humo que salía de las chimeneas de esas viejas casas cuyas maderas desconchadas las hace más pecio que casa, las calles, el barrio entero, el charco que pisé formado en el agujero de varios adoquines rotos, yo, todo formaba parte de la novela.
Si en Estambul. Ciudad y recuerdos, Orhan Pamuk reflexionó sobre la ciudad, en El Museo de la inocencia la mostró en una extensa enumeración en forma de novela. Y como toda enumeración es el germen de un museo, el Museo de la Inocencia resultó el espacio físico ocupado por ochenta y tres dioramas, uno por capítulo, repartidos en tres pisos que transité a través de una escalera estrecha que, como si fuera un índice, me iba dando acceso a las salas iluminadas tenuemente. Hay fotografías, paisajes, escenas, extractos de viejas películas de Estambul, calendarios, saleros, periódicos, utensilios de cocina, porcelanas, joyas, jabones, cepillos, broches del pelo, sonidos que salen de radios ancladas en otro tiempo, teteras, vestidos, vasos de raki, llaves de puertas que no existen, juegos de mesa, juguetes, comida, botellas de licor, zapatos, tarjetas de identificación, planos de la ciudad, y, también, colillas. Exactamente, las 4.213 colillas que Füsum —el tiempo es ceniza— fue dejando en el cenicero durante los ocho años que Kemal acudió a cenar cada noche en su agónico amor y que coleccionó obsesivamente, interpretando en ellas, como si fueran un oráculo, los sentimientos de Füsum. Ahí estaba el milagro de otra vida. El Estambul de Orhan Pamuk: un universo de fantasía al que evadirse.
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Hay una fotografía en la página 412 que es una de mis favoritas de Estambul. Ciudad y recuerdos: es el puente de Gálata, es de noche, las farolas están encendidas, se ve la silueta de la mezquita nueva, los adoquines húmedos. Alguien camina por encima de las vías del tranvía. Se le ve de espaldas. Podría ser aquel Orhan Pamuk de 22 años que habiendo abandonado la pintura, que desde niño había sido su único modo de ausentarse de la realidad para alcanzar su propio universo, y también las clases de arquitectura, lo que había disgustado a su madre, caminaba todas las noches medio ebrio, fumando sin parar, convencido de que lo odiaba todo y a todo el mundo y que sería incapaz de ser feliz porque vivir así iba convirtiendo poco a poco el mundo verdadero en una prisión. Fue tras la vuelta de uno de esos paseos nocturnos en los que aprendió a contemplar la ciudad de forma poética y ésta se convirtió en el centro de su mundo, cuando en una discusión con su madre, respondió con determinación, como si primero fuera el verbo: “No voy a ser pintor. Seré escritor”.
Arriba, en la buhardilla del museo que Kemal ocupó hasta su muerte en la ficción, encontré los folios manuscritos de la novela, los bocetos de los dioramas, los viejos cartuchos secos de la pluma con la que Orhan Pamuk escribió. Deshice el camino y salí del Museo de la Inocencia convencido de que mientras nuestro doble exacto —la fantasía del doble: ir a otra casa, a otra vida— nos aguarde en cualquier otro lugar del mundo, tendremos el consuelo de una felicidad posible.
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