En el hotel Colonial de Gracias, la cisterna del váter goteaba gota a gota a gota a gota, formando una líquida melodía in crescendo que espesaba el calor de la noche, gota a gota a gota, y no me dejaba dormir. Por la ventana que daba al pasillo interior no entraba corriente de aire, tan solo el ruido de las otras habitaciones, carraspeos nocturnos y ronquidos. Hasta que en algún momento, gota a gota, me quedé dormido, gota, en los confines del mundo, y fue un alivio.
Alivio el que sintió Gonzalo de Alvarado y Contreras cuando alcanzó este lugar en 1536. Las crónicas cuentan que se le escapó un “Gracias a Dios”, que es lo que se solía decir antes al llegar, cuando los mapas conservaban espacios vacíos. De la exclamación quedó el nombre. Para mí, Gracias, aunque ya sí aparece en los mapas de Honduras, seguía siendo terra incognita. Dice Rafael Argullol en El deseo de Geografía que “los espacios vacíos se incrustan en la mente como lugares deseables y, por tanto, idealmente posibles”. Para llegar a estos espacios vacíos, explica, hay que desprenderse de lo cotidiano, aniquilar lo cotidiano. Por eso aquella habitación desgastada, por eso aquel goteo, por eso aquel calor: mis confines.
La Real Audiencia de los Confines, la máxima entidad en justicia de la época, se instaló en Gracias al poco de la llegada de Gonzalo de Alvarado y Contreras. El lugar es estratégico: equidistante a Guatemala, Honduras y El Salvador, el triángulo del norte, los “chicos malos” de Centroamérica. Después la cambiaron a Guatemala. Pero antes, desde Chiapas, Bartolomé de las Casas llegó a Gracias en su defensa de los indígenas contra la barbarie de los españoles. En su camino a la sede de la Real Audiencia, el sacerdote pasó por el Parque Central de Gracias. Esos fueron sus confines.
En el Parque Central de Gracias había wifi. Allí me mandó el chico del hotel Colonial, a que me conectara desde mis confines. Me dijo que hacían buen café en el quiosco. Me tomé el café, me conecté, escribí en un banco. Tal vez la conexión desconecta los viajes. No sé. Con el café inicié debate con tres tertulianos interesados en saber qué hacía yo allí y cómo andaba la crisis en España. Y no supe qué contestarles. Me demoraron tanto que perdí el autobús que iba al pequeño pueblo de La Campa, en la Ruta Lenca. Daba igual, iría al día siguiente.
De Gracias podría decir que hay tres iglesias barrocas, casas de estilo colonial, tejados de teja y no de chapa, aleros volados, fachadas de colores, también un fuerte, el de San Cristóbal, donde está enterrado Juan Lido, o “El zorro”, que fue presidente de El Salvador y de Honduras, y donde había un cartel en el que se podía leer: “Muchos habitantes de Gracias jugaron aquí en su infancia. Algunos incluso se enamoraron”. También está el museo y jardín botánico Casa Galeano, donde me comí unos mangos que alcancé del árbol. Además, de Gracias podría decir que la llaman la Antigua de Honduras. Pero no se va hasta los confines para esto, que lo puedes leer en la Wikipedia. Confín: último término a que alcanza la vista.
Hablé con los chicos de la oficina de correos, que andaban también interesados en España; pero no en la de la crisis, sino en la del fútbol, y, frente a su entusiasmo, me dediqué a explicarles, a narrarles, el ambiente de los días de derbi en el Camp Nou, y me preguntaron por el vino de Andrés Iniesta. Y no supe qué contestarles. Hablé con el carnicero, con la señora que hacía baleadas, con campesinos con botas de hule, sombrero y machete, con los viejos sentados en la puerta de casa, con mujeres que andaban con paraguas contra el sol. Vi la jacaranda florida, respiré cierta humildad, sencillez, también la pobreza. Curioso que en los confines hallara amabilidad. Pero menos mal. De lo contrario, nos quedaríamos sólo con que Honduras es un país peligroso y violento y San Pedro Sula una de las ciudades más peligrosas del mundo. Pero el mundo no tiene que ser solo eso.
La mañana del último día en Gracias amaneció con la cisterna del váter goteando. Dejé el hotel Colonial, tomé un café en el Parque Central, uno de los tertulianos del día anterior me despidió deseándome buen viaje y llegué hasta la terminal de autobuses donde salía el autobús a La Campa. Todos los perros del lugar estaban allí, acechando los restos de comida que la gente tiene por costumbre tirar por la ventana porque una papelera es un lujo en algunos lugares. Un trozo de corteza de sandía me cayó en el hombro, desde el asiento de atrás, el niño no había acertado con el hueco de la ventana. Me giré y se lo devolví, y le dije que a la próxima que no fuera solo corteza, que hubiera también algo de sandía… Todos rieron. Sonreí cuando el narigudo arrancó, miré por la ventana y dije gracias, como dijo gracias a Dios, Gonzalo de Alvarado y Contreras, cuando llegó.
En ese momento comenzó a rondarme esa especie de nerviosismo de cuando vas hacia un nuevo espacio vacío. En todo caso, pensé, todos los espacios, incluso los que conocemos mejor, tienen algo de vacío. Estaba a punto de descubrir que en algunas carreteras la distancia no la marcan los kilómetros, sino los baches y el barro. El confín se encontraba a seis kilómetros o a una hora y cuarenta minutos de tiempo.
Fotos © Rafa Pérez
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