Hace unos días que he regresado de Islandia. Cuando llega la hora de editar las fotos de un viaje siempre afloran recuerdos. Los de Islandia son tan intensos como cuando me encontraba en el lugar realizando la fotografía. Aunque la foto es una manera imperfecta de evocar esos recuerdos, algo se ha removido dentro de mí. Son recuerdos generados en origen por lugares de absoluta belleza, ahora regurgitados por un puñado de píxeles. Entre todas las fotografías me quedo con una que, sin ser la mejor, me lleva a reflexionar de nuevo sobre nuestro papel en la vida. Os cuento. Me encontraba en Jókulsárlón, el principal lago entre los que recogen los trozos de hielo que se desprenden del Vatnajökul, la gran bestia de hielo. Estaba esperando a que la luz del sol, con sus últimos rayos, incidiera a contraluz en un par de trozos de hielo de manera que creara brillos amarillos en contraste con los tonos grises y azules que predominaban en la escena. Es cuando surgió la pregunta: ¿Qué edad tendrían esos pedazos de hielo? Seguramente muchos miles de años. Habían sobrevivido a erupciones, terremotos, incluso a la llegada del turismo —hay visitantes que encuentran gracioso arrojar piedras sobre los trozos que flotan para ver cómo se hunden—. Se habían formado lentamente, en algún punto determinado del glaciar pasando a formar parte del mismo, habían avanzado aún más despacio para finalmente caer en el lago y flotar a la deriva. Ya no tenían la densidad de los enormes bloques, los que muestran ese color azul berilo que tanto entusiasmó a Darwin. Estos eran transparentes, frágiles, pero preciosos, dotados de esa clase de belleza que sólo puede dar la senectud. Algunos trozos se funden en el mismo lago, otros son arrastrados a lo largo del río que ejerce de desagüe para llegar hasta el mar, donde la fuerza de las olas los deposita en una playa de arena negra donde también acaban fundiéndose. A los trozos que a mí me ocupaban les quedaba poco tiempo, quizás algunas semanas si se respetaba el ciclo natural y continuaba ese clima de primavera en prácticas que me encontré durante casi todo el viaje. A nosotros nos ocurre lo mismo: una serie de acontecimientos marcan nuestra vida, más o menos larga, sucesos felices y sucesos trágicos. Pero nuestra ventaja como seres racionales es que sabemos, o deberíamos saber, diferenciar el grano de la paja, valorar lo que es importante. Pese al frío ambiente, aquel encuentro sencillo, fugaz como muchos de los instantes que nos dejan huella, íntimo, fue uno de los más intensos que he vivido a nivel emocional durante mis viajes. Fue como una particular terapia, con el permiso de Freud, como un tránsito por el psicoanálisis a través del frío. Hoy me queda la fotografía. No sólo eso, además puedo contarlo.
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Rafa Pérez
A quienes me preguntan la razón de mis viajes, les contesto que sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco (Michel de Montaigne)
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